Capítulo 1

—¡Qué tiempo!

Nora Reed se estremeció antes de salir a la calle y correr hasta el carruaje que la aguardaba delante de la casa de su padre. El viejo cochero sonrió cuando la vio sortear los charcos dando saltos, pese a los zapatos de seda y tacón alto, para no mancharse el vestido. El voluminoso miriñaque dejaba al descubierto mucho más de lo que permitía la decencia, los tobillos y las pantorrillas, pero Nora no se sentía cohibida ante Peppers. Hacía años que estaba al servicio de la familia y conocía a la muchacha desde que tiempo atrás él mismo la había llevado a bautizar.

—Así pues, ¿adónde vamos?

El cochero sostuvo sonriente la portezuela del vehículo alto y lacado en negro. Las puertas estaban adornadas con una especie de blasón, unas iniciales artísticamente entrelazadas: la T y la R de Thomas Reed, el padre de Nora.

La muchacha se puso a cubierto y se quitó rápidamente la capucha de su amplio abrigo. Esa mañana, la doncella le había trenzado en el cabello castaño dorado unas cintas verde oscuro a juego con su abrigo verde intenso. La lluvia tampoco habría podido ensañarse con la gruesa trenza que caía sobre la espalda de la chica, aunque no hubiera estado protegida. Nora no solía empolvarse el cabello de blanco tal como dictaba la moda. Lo prefería natural y se alegraba cuando Simon comparaba sus rizos con el ámbar. Al pensar en su amado, la muchacha sonrió soñadora. Tal vez debería pasar un momento por el despacho de su padre antes de visitar a lady Wentworth.

—Bajaremos primero hacia el Támesis, por favor —indicó con cierta vaguedad al cochero—. Quiero ir a casa de los Wentworth… Ya sabe, esa casa grande en el barrio comercial.

Lord Wentworth se había instalado a orillas del Támesis, en la zona de los despachos y casas comerciales. El contacto con comerciantes e importadores de azúcar le parecía más importante que una mansión señorial en un distinguido barrio residencial.

Peppers asintió.

—¿No quiere hacer una visita a su padre? —preguntó.

El viejo sirviente conocía a Nora lo suficiente para leer en su delicado y expresivo rostro qué estaba pensando. Durante las últimas semanas, la muchacha le había estado pidiendo con extraña frecuencia que la condujera al despacho del señor Reed, incluso si en realidad eso significaba dar un rodeo. Y, por supuesto, lo que la movía no era tanto saludar a su padre como ver a Simon Greenborough, el más joven de los secretarios de Thomas Reed. Peppers sospechaba que Nora también se reunía con el muchacho cuando iba a pasear o salía a caballo, pero no tenía intención de entrometerse. A su señor sin duda no le parecería bien que la chica tontease con uno de sus empleados. Pero Peppers apreciaba a su joven señora —que siempre había sabido ganarse el favor del personal de su padre— y se alegraba de verla ilusionada por el apuesto secretario de cabello negro. Hasta el momento, la muchacha nunca había tenido ningún secreto digno de consideración para su padre. Thomas Reed la había criado prácticamente solo después de la prematura muerte de la madre y ambos mantenían una relación estrecha y afectuosa. Peppers no creía que fuera a ponerla en peligro por un coqueteo.

—Ya veremos —respondió Nora, y su rostro adoptó una expresión pícara—. En cualquier caso, a nadie perjudicará que me pase por ahí. ¡Demos simplemente un pequeño paseo!

Peppers asintió, cerró la puerta tras la muchacha y se subió al pescante al tiempo que sacudía malhumorado la cabeza. Pese a toda su comprensión por el juvenil entusiasmo de Nora, lo cierto era que el tiempo no acompañaba para salir a pasear. Llovía a cántaros y el agua fluía a torrentes por la ciudad, arrastrando consigo escombros e inmundicias. La lluvia y la suciedad de las calles se unían formando un caldo pestilente que borbotaba bajo las ruedas del carruaje, en cuyos radios se enredaban, no pocas veces, tablas arrancadas de los carteles de las tiendas o incluso animales muertos.

El cochero conducía despacio para evitar accidentes y respetar a los mozos de los recados y transeúntes que circulaban pese al mal tiempo. Estos evitaban las salpicaduras de los carruajes, pero no siempre lograban escapar de una indeseada y apestosa ducha. Sin embargo, Peppers ni siquiera tenía que refrenar los caballos ese día. Los animales avanzaban con desgana y parecían encogerse bajo la lluvia, al igual que el delgado muchacho, a primera vista un recadero, que salía del despacho de Thomas Reed cuando Peppers dirigió hacia allí el carruaje. Peppers sintió compasión por el pobre diablo, pero Nora distrajo su atención al golpear con insistencia la ventanilla que separaba el vehículo del pescante.

—¡Peppers! ¡Deténgase, Peppers! Es…

Simon Greenborough había esperado que mejorara el tiempo. Pero cuando salió de la penumbra del despacho a la calle, la visión de los caballos empapados delante del carruaje cerrado le demostró que se había equivocado. El joven trató de subirse el cuello del raído abrigo para proteger el adorno de encaje de su última camisa aprovechable. Solía plancharla cada noche para mantenerla más o menos en condiciones. Ahora, sin embargo, se había mojado en un instante, al igual que su cabello, escasamente empolvado. El agua descendía por la corta coleta en que había recogido el espeso pelo negro. Simon estaba deseando comprarse un sombrero, pero todavía no sabía con exactitud qué era lo más adecuado para su nueva condición de escribiente. En ningún caso el tricornio del joven noble, incluso si su único sombrero todavía estaba presentable. Tampoco la lujosa peluca que su padre había llevado y que el ujier…

Simon intentó no pensar en ello. Tosió cuando el agua se deslizó por su espalda. Si no se guarecía pronto de ese chaparrón, el abrigo y los calzones de media pierna también acabarían empapados. Los viejos zapatos de hebilla ya no aguantaban la humedad, el cuero crujía con cada paso que daba. Intentó caminar más deprisa. A fin de cuentas, solo un par de manzanas lo separaban de Thames Street y tal vez podría aguardar allí la respuesta a la carta que se había ofrecido a llevar. Esperaba que para entonces la lluvia hubiera amainado…

Simon no se percató del carruaje que se aproximaba a sus espaldas hasta que oyó la clara voz de Nora.

—¡Simon! Por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo aquí? ¡Vas a morirte con este tiempo! ¿Cómo se le ocurre a mi padre que hagas de recadero?

El cochero había detenido el elegante vehículo junto a Simon, sin duda siguiendo las indicaciones de Nora. La muchacha no esperó a que Peppers bajara del pescante para abrirle la portezuela: la empujó con ímpetu desde dentro y palmeó invitadora el asiento a su lado.

—¡Sube, Simon, deprisa! Con este viento entra lluvia y la tapicería se está mojando.

Simon miró indeciso al interior del coche. El cochero observó al confuso joven que, calado hasta los huesos, se hallaba junto al bordillo. Al final, este se decidió a hablar.

—A tu padre no le gustaría…

—Seguro que a su padre no le gustaría, miss Reed…

Simon y el cochero hablaron casi al mismo tiempo y reaccionaron igual de ofendidos cuando ella soltó una risita cristalina.

—¡Sé razonable, Simon! No importa adónde vayas, tampoco a mi padre le gustaría que su mensaje llegase a puerto como si hubiera cruzado a nado el Támesis. Además, Peppers no dirá nada, ¿verdad, Peppers?

Nora sonrió al cochero buscando su aprobación. El hombre suspiró resignado y abrió del todo la portezuela para el invitado.

—Por favor, señor… humm… milord… —Todo en Peppers se resistía a dirigirse con un título de nobleza a tan desgraciado personaje.

Simon Greenborough hizo también un gesto de impotencia.

—Con «señor» es suficiente. El escaño en la Cámara de los Lores ya está de todos modos vendido, tanto si se dirige a mí llamándome lord, vizconde o lo que sea.

En su voz había un deje de amargura, y Simon se reprendió por haber consentido que el sirviente se enterase de los asuntos de su familia. No obstante, era posible que ya supiera más de lo normal acerca de él. Nora trataba al personal de su casa en Mayfair como una prolongación de su familia. A saber lo que les habría contado a sus doncellas y sirvientas.

Simon se dejó caer suspirando en el asiento junto a la muchacha. Volvió a toser, el tiempo le afectaba en los pulmones. Nora contempló al joven entre severa y apenada. A continuación cogió su chal y le secó el cabello. Las huellas del húmedo polvo quedaron en la lana y Nora las miró sacudiendo la cabeza.

—¡Mira que ponerte esta cosa! —le reprochó—. Qué moda más absurda; tienes un pelo negro tan bonito… ¿por qué te lo blanqueas como un vejestorio? Por suerte no se te ha ocurrido ponerte peluca…

Simon sonrió. No podría haberse permitido una peluca, pero Nora se negaba obcecadamente a tomar siquiera conciencia de lo pobre que era. Del mismo modo se resistía a ver las demás diferencias entre su posición y la de Simon. A ella le daba igual que él fuera un noble y ella una burguesa, que él estuviera totalmente arruinado mientras su padre se hallaba entre los comerciantes más ricos del imperio, que él viviera en un castillo o trabajase de escribiente mal pagado en el despacho de su padre. Nora Reed amaba a Simon Greenborough y no tenía la menor duda de que, en algún momento, ese amor se vería colmado. En ese momento se apoyaba confiada en el hombro del joven, mientras el carruaje traqueteaba por las adoquinadas calles de Londres.

Simon, por su parte, lanzó una mirada inquieta hacia el pescante antes de estrecharla sonriente entre sus brazos y besarla. Ese día lluvioso, Nora se había decidido por un coche cerrado. La ventanilla que le permitía comunicarse con Peppers era diminuta y además estaba empañada. El cochero no se enteraría de lo que sucediera allí dentro. Nora respondió al beso de Simon sin reservas. Refulgía cuando se desprendió del abrazo del joven.

—¡Te he añorado tanto! —susurró, apretándose contra él, sin importarle que así se mojaba el abrigo y arrugaba el encaje del escote del vestido—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Dos días —respondió Simon, acariciándole tiernamente la frente y las sienes. No se cansaba de contemplar los rasgos finos y la sonrisa de la delicada muchacha, y los días que no se veían le resultaban tan sombríos y tristes como a ella.

Nora y su padre habían pasado el fin de semana en la residencia de verano de unos amigos, pero también allí había llovido sin cesar. Así pues, los enamorados tampoco habrían podido encontrarse a escondidas, pues no había ni espacio, ni público ni privado, en el cual una pareja tan poco conveniente pudiera charlar, menos aún acariciarse, inadvertidamente. Cuando hacía buen tiempo, solían encontrarse en St. James Park, si bien ello conllevaba sus riesgos. En las vías más transitadas, los amigos y conocidos de Nora podían descubrirlos, mientras que en los rincones retirados, tras los setos sombríos, solían acechar figuras inquietantes… Y ahora, por añadidura, llegaba el otoño.

—¡Tenemos que hablar urgentemente con mi padre! —declaró Nora, que estaba dándole vueltas a esos mismos pensamientos—. No podemos seguir paseando por el parque, pronto empeorará el tiempo. ¡Mi padre ha de acceder a que me hagas la corte en público! Y más aún porque quiero mostrarte a todo el mundo. Mi maravilloso lord…

Le dirigió una sonrisa traviesa y él se abandonó como siempre a la contemplación de su rostro delicado e inteligente y aquellos ojos verdes en los que parecía brillar un caleidoscopio de lucecitas claras y oscuras cuando ella se emocionaba. Amaba su cabello castaño dorado, sobre todo cuando lo adornaba con flores. Flores de azahar… Ni Simon ni Nora habían visto jamás un naranjo, pero conocían sus flores a través de las ilustraciones y soñaban con recogerlas algún día juntos.

—Tu padre nunca lo permitirá… —contestó un Simon pesimista, estrechando a Nora contra sí. Le gustaba sentirla, imaginarse que llevaba a su amada en su propio carruaje a su casa, a un palacio bañado por el sol…

—¿Adónde desean ir?

La concisa pregunta de Peppers separó de golpe a los dos enamorados, aunque era difícil que hubiera visto algo. Se había vuelto solo a medias hacia sus pasajeros pues el tráfico de las calles, sobre todo con ese tiempo, reclamaba su atención.

—A… a Thames Street —respondió Simon—. Al despacho del señor Roundbottom.

Nora sonrió complacida al cochero y a Simon por igual.

—Ah, prácticamente nos queda de camino —dijo alegre—. Voy a casa de lady Wentworth a devolverle este libro.

Sacó un pequeño ejemplar bellamente encuadernado de su bolsa adornada de puntillas y se lo tendió a Simon.

—Barbados. —La arruga que siempre aparecía en la frente de Simon cuando estaba preocupado desapareció—. A mí también me habría gustado leerlo.

Nora asintió.

—Lo sé. Pero tengo que devolverlo, los Wentworth se marchan mañana a las islas Vírgenes. Tienen ahí una plantación, ¿sabes? Estaban aquí solo para…

Simon ya no la escuchaba, estaba concentrado hojeando el librito. Imaginaba por qué los Wentworth estaban en Londres. Probablemente habían abandonado circunstancialmente su residencia en el Caribe para comprar un escaño en el Parlamento, o para ocuparse de alguno que ya pertenecía a su familia. Los propietarios de las plantaciones de Jamaica, Barbados y otros terrenos agrícolas del Caribe velaban celosamente para que se fijaran los precios de sus productos y prohibieran las importaciones desde otros países. Con ese objetivo, afianzaban su poder mediante la compra de escaños en la Cámara de los Lores que ofrecían familias nobles venidas a menos, como la de Simon. Por lo que él sabía, un miembro de la familia Codrington, que poseía una gran parte de la pequeña isla Barbuda, tenía la representación del condado de Greenborough.

Pero tampoco Nora se entretuvo en historias sobre la familia Wentworth. En lugar de ello volvió a contemplar el libro que ya había leído varias veces.

—¿A que es bonita? —dijo mostrando una imagen.

Simon acababa de abrir una página cuyo texto estaba ilustrado con el grabado de una playa de Barbados. Palmeras, una playa de arena que se transformaba de repente en una selva virgen… Nora se inclinó encima del libro, acercándose tanto a Simon que él pudo aspirar el aroma de su cabello: nada de polvos de talco, sino agua de rosas.

—¡Y ahí está nuestra cabaña! —exclamó soñadora al tiempo que señalaba una especie de claro—. Cubierta de hojas de palmera…

Simon sonrió.

—En lo que a esto respecta, un día tendrás que decidirte —se burló de ella—. ¿Quieres vivir en una cabaña como los indígenas o dirigir una plantación de tabaco para tu padre?

Nora y Simon estaban de acuerdo en que ni Inglaterra ni Londres eran los lugares donde querían pasar el resto de sus vidas. Nora devoraba todos los libros que caían en sus manos sobre las colonias y Simon soñaba con las cartas que escribía para el señor Reed sobre Jamaica, Barbados o isla Cooper. Thomas Reed importaba caña de azúcar, tabaco y algodón de todas las partes del mundo que el Imperio británico se había anexionado en el último siglo. Estaba en permanente contacto con los propietarios de las plantaciones y Nora ya tenía trazado un plan para ver cumplidos sus deseos. Bien, quizás en Inglaterra no hubiera un futuro para ella y Simon, pero si se abría una filial del negocio de Thomas Reed en alguna colonia… Barbados era ahora el país de sus sueños, aunque estaba lista para instalarse en cualquier lugar donde el sol brillara cada día.

—Ya hemos llegado… miss Nora, señor… —Peppers detuvo el carruaje e hizo gesto de ir a abrir la puerta a Simon—. Cuarenta y ocho de Thames Street.

Junto a la puerta del edificio, una placa brillante anunciaba el despacho del señor Roundbottom. Simon cerró el libro de mala gana y salió a la lluvia.

—Muchas gracias por acompañarme hasta aquí, miss Reed —se despidió cortésmente de Nora—. Espero volver a verla pronto.

—Ha sido un placer, vizconde Greenborough —contestó Nora con la misma formalidad—. Pero espere en el despacho a que deje de llover. No me gustaría que se resfriase al volver.

Peppers compuso una expresiva mueca poniendo los ojos en blanco. Hasta el momento, encontraba el enamoramiento de Nora más divertido que preocupante, pero si la historia seguía adelante, su pequeña señora iba a meterse en problemas. De ninguna de las maneras casaría Thomas Reed a su hija con un escribiente, poco importaba que hubiera llevado o llevase título de nobleza.

La misma idea atormentaba a Simon cuando al final regresó a su trabajo. Si bien ya no llovía tanto, todavía no se le había secado la ropa y en el pasillo donde el señor Roundbottom le había mandado esperar había corrientes de aire y hacía frío. El joven estaba aterido, y el persistente resfriado que había cogido en primavera, en la habitación diminuta e infestada de bichos que había alquilado en el East End de Londres, todavía le atormentaba. Qué descenso de categoría después de Greenborough Manor; además, era una vivienda inadecuada para el empleado de un despacho de prestigio.

Thomas Reed no abonaba al escribiente un salario elevado, pero tampoco era un explotador. Por regla general, el sueldo de Simon habría bastado para pagarse un alojamiento pequeño y limpio, los secretarios más viejos incluso alimentaban con su sueldo a una familia, de forma modesta, sí, pero aceptable. Simon ni siquiera podía aspirar a fundar una familia: si no ocurría un milagro, se mataría trabajando toda su vida para pagar las deudas que había acumulado su padre, y eso pese a que los Greenborough ya habían vendido todo lo que poseyeran de valor.

La caída había cogido desprevenidas a la madre y la hermana de Simon, así como al mismo muchacho, aunque bien es cierto que la familia sabía que las finanzas de lord Greenborough no iban del todo bien. Ya hacía tiempo que se había planteado la venta del escaño parlamentario, acerca de lo cual Simon hacía mucho que había llegado a la conclusión de que eso no haría más que beneficiar a la Cámara de los Lores. Su padre había ocupado en escasas ocasiones su puesto y, cuando lo había hecho, entendía tan poco lo que allí se debatía, según decían, como en casa las peroratas de su esposa, que nunca se cansaba de reprocharle su inclinación a la bebida y al derroche. John Peter Greenborough solía estar más borracho que sobrio, pero su familia ignoraba que, además, había intentado volver a normalizar su maltrecha economía mediante el juego.

Cuando por fin murió —oficialmente de una caída durante una cacería, pero en realidad como consecuencia de una borrachera que solo le permitía ir a caballo al paso—, fueron muchos los acreedores que presentaron sus reclamaciones. Lady Greenborough vendió el escaño del Parlamento y con él, en principio, también sus tierras y el título de su hijo. Se despidió de joyas y cuberterías de plata, hipotecó la casa y al final tuvo que venderla. Llevada por la pura compasión, la familia Codrington cedió a los Greenborough un cottage en las afueras del pueblo que seguía llevando su nombre. Pero allí Simon no podía ganar dinero. Entretanto, a las deudas de su padre se había añadido la dote de su hermana, que, loado sea Dios, había logrado casarse más o menos en consonancia con su rango social. El futuro de Simon, por el contrario, estaba destrozado. En sus horas más negras se preguntaba si debía considerar el amor de Nora, esa joven tan hermosa como rica, una alegría o si solo representaba otra prueba más.

Nora Reed estaba convencida de que el cumplimiento de sus sueños tan solo era cuestión de tiempo. Sin embargo, Simon no compartía sus expectativas de que Thomas Reed le recibiera como yerno con los brazos abiertos. Al contrario, el acaudalado comerciante lo consideraría un cazador de dotes y lo pondría de patitas en la calle. No obstante, Simon estaba dispuesto a trabajar duramente para que sus sueños se hicieran realidad. Era un joven serio, siempre había deseado un puesto en una de las colonias y se había preparado para ello. No era ningún jinete, cazador ni espadachín excepcional, y, prescindiendo de la situación financiera de su familia, tampoco mostraba inclinaciones especiales ni talento para las diversiones de la nobleza, pero era inteligente y muy cultivado. Hablaba varias lenguas, era amable y cortés y, a diferencia de la mayoría de sus pares, también se manejaba bien con los números. En cualquier caso, se consideraba capaz de representar una compañía comercial como la de Thomas Reed en ultramar. Estaba dispuesto a trabajar diligentemente por su ascenso social y la arrogancia le resultaba ajena. ¡Tan solo necesitaba una oportunidad! Pero ¿tomaría Thomas Reed su amor por Nora como una manera de conseguir lo que quería? Lo más probable era que sospechase que Simon quería utilizar a su hija como trampolín para promocionarse profesionalmente.

Fuera como fuese, Simon dudaba de que fuese correcto sincerarse tan pronto con Thomas Reed. En cualquier caso, era mejor esperar a ganarse él mismo su favor y ascender de posición. Nora solo tenía diecisiete años y su padre aún no mostraba intenciones de casarla. Simon calculaba dos años más para llegar a establecerse y que entonces el comerciante lo tomara en consideración como yerno.

¡Ojalá supiera cómo apañárselas para conseguirlo!