Epílogo

Y si tan fácil era, ¿por qué no se escapaban todos los esclavos?

La pregunta surge al leer en este libro —o en mi caso al investigar para escribirlo— lo cerca que estaban los poblados cimarrones de las ciudades de los blancos y lo poco que se vigilaba a los esclavos. La misma cuestión les solía quitar el sueño a los backras de entonces. En cada una de las plantaciones mayores de Jamaica o de las otras islas había solo una familia de hacendados y unos diez vigilantes a cargo de unos doscientos cincuenta esclavos, en su mayoría jóvenes y fuertes y todos con acceso a los machetes o al menos a cuchillos afilados. Habría sido fácil reducir a los blancos, y aún más por cuanto sus armas de fuego no influían en la proporción de fuerzas. En el siglo XVIII todavía se disparaba con pistolas o mosquetes de chispa que había que recargar después de cada tiro. Si la cuadrilla de trabajadores decidía rebelarse, el vigilante solo tendría tiempo de disparar un tiro.

Sin embargo, en la historia del Caribe, al igual que en la de los estados sureños de Estados Unidos, se produjeron muy pocos levantamientos y apenas una pequeña minoría de esclavos intentó escapar. Incluso si la meta era proporcionalmente tan fácil de alcanzar como las Blue Mountains de Jamaica. Solo pueden hacerse conjeturas sobre las razones de ello y serían seguramente complejas. Hay que considerar, por ejemplo, que la población de esclavos de una plantación estaba sometida a una fuerte fluctuación. La esperanza de vida de un trabajador del campo era sumamente baja, y además la rudeza del trabajo, sin apenas descanso, seguramente lo despojaba de toda la energía para sopesar las posibilidades de huida y correr riesgos. A todo ello se sumaban las dificultades de la lengua. Como se indica en el libro, había y hay en África un ingente número de lenguas tribales y los esclavos procedían de las regiones más diversas del continente negro. Así pues, ese inglés pidgin, simplificado, que los recién llegados africanos con tanto esfuerzo debían aprender, servía no solo como medio de comunicación con los backras, sino que también era la única herramienta con que los esclavos tenían la oportunidad de entenderse entre sí. Para planificar y coordinar una sublevación no debía de ser suficiente.

No es por azar que casi todos los alzamientos de los esclavos de la historia fueran llevados a término por hombres de la segunda generación esclavizada. La Abuela Nanny y sus hermanos, oriundos de África, son aquí la excepción. Y por último —también se menciona esto en la novela— debe tenerse en cuenta que en el ámbito del comercio de esclavos bueno y malo no es equiparable a blanco y negro. Solo unos pocos comerciantes de esclavos blancos capturaban ellos mismos su carga humana. La mayoría de las veces compraban nuevos esclavos a tribus como los ashanti, que realizaban cacerías humanas selectivas en las tribus próximas con las que estaban reñidos. Los capitanes de los barcos de esclavos, sin embargo, carecían de escrúpulos a la hora de llevarse a un mismo tiempo a mercaderes y mercancías. En mi novela, Nanny y sus hermanos son víctimas de una de esas feas prácticas comerciales. Así que cuando un dogón o un mandinga se hallaba encadenado junto a un comerciante de esclavos ashanti debía de sentir más alegría por el mal ajeno que urgencia por unirse lo antes posible con su antiguo cazador para luchar contra su actual y común enemigo.

Al igual que en mis libros anteriores, en La isla de las mil fuentes también he intentado vincular lo más coherentemente posible el destino de mis personajes ficticios con las historias reales del escenario. De ahí que haya tratado de describir la vida en las plantaciones tal como era, si bien las que se mencionan, Cascarilla, Hollister, Keensley y otras, son ficticias. Asimismo, he intentado investigar con la mayor exactitud posible la historia de los cimarrones. La Abuela Nanny y sus hermanos son personalidades históricas; si bien los datos sobre su edad, antecedentes y luego su muerte difieren en mucho, según las fuentes consultadas son decenios más jóvenes o viejos. Así pues, he dejado muchas cuestiones abiertas en el libro y he jugado en parte con los rumores que existen en torno a la biografía de Nanny. Hasta el momento nadie sabe con exactitud si era sacerdotisa y curandera, si era una opositora convencida de la esclavitud o si ella misma había sido de joven tratante de esclavos.

Lo único seguro es que la Abuela Nanny se negó más tiempo que sus hermanos a cerrar el tratado de paz con los blancos, posiblemente debido al compromiso allí suscrito de entregar a los esclavos huidos a sus señores. Todavía hoy se la considera una de las heroínas nacionales de Jamaica.

Lo que no ofrece discusión es que las cabañas de Nanny Town se construían según el modelo africano y que Nanny dirigía la comunidad tomando como modelo las aldeas ashanti. Si esta manifiesta búsqueda de las raíces desembocó realmente en conflictos con otros grupos de cimarrones no es seguro, simplemente me asaltó ese pensamiento. Los individuos que nacieron en libertad llevaban, a fin de cuentas, generaciones sin vínculos con África y a la fuerza tuvieron que regirse por las realidades occidentales en asuntos de nivel y concepción de vida.

Exceptuando los datos geográficos, toda la historia escrita de Nanny Town es desconcertante. Los informes sobre cuándo se construyó, cuántos ataques sufrió y cuándo se destruyó, y si lo fue a manos de los ingleses, difieren totalmente. En algún momento renuncié a averiguar la verdad. En mi versión, Nanny permanece invencible hasta la conclusión del tratado en 1739 y es ella misma quien lo firma. También este es un tema controvertido entre los historiadores y seguramente la solemne firma del tratado no se realizó en Spanish Town. En este caso he dado rienda suelta a mi fantasía: que me disculpen los historiadores.

La existencia de musulmanes entre los esclavos de Jamaica en el siglo XVIII se basa más en suposiciones que en conocimientos seguros, lo último que registraban los hacendados del Caribe era la religión de sus trabajadores del campo. En los territorios en los que se cautivaron los africanos había muchas comunidades afines a un islam comedido de naturaleza muy africana. Es poco probable que alguno de sus representantes acabase en Jamaica. Lo que es seguro es que en el período en cuestión y más tarde desembarcaron en América esclavos musulmanes. A quien le interese este tema le aconsejo Raíces, de Alex Haley, una saga familiar muy bien estudiada. También su antepasado Kunta Kinte era musulmán.

El culto obeah, que hasta ahora se practica en Jamaica y que en la época en que transcurre la novela estaba muy extendido entre los esclavos, está vinculado con el vudú de otras regiones del Caribe. Ambas religiones unen cultos africanos y la creencia en los espíritus. Las prácticas siempre son parecidas, difieren en detalles, pero con frecuencia de un sacerdote a otro. La ceremonia obeah que describo no tiene que ser idéntica a otras ceremonias obeah o vudú, aunque también me he esforzado en este ámbito por plasmar la mayor autenticidad posible.

Por último, unas palabras respecto al empleo políticamente correcto del lenguaje de este libro. Es posible que algunos lectores se hayan sentido molestos por el uso de la palabra «negro» [Neger, Nigger] en los diálogos. De hecho la he utilizado de forma consciente; tiene como objetivo transmitir lo más exactamente posible a los lectores la atmósfera que reinaba en Europa en el siglo XVIII respecto al tema de la esclavitud. En esa época, el comercio con seres humanos de color, su explotación en el trabajo y la suposición de que eran inferiores según disposición divina, eran incuestionables. Ya fuerzo mucho la autenticidad de la acción con la continua postura de rechazo de Nora y Simon hacia la esclavitud, e incluso la manera de pensar moderada de Doug. Los movimientos religiosos que condenaron la esclavitud, como los cuáqueros, no se impusieron hasta más tarde.

Tampoco es inventado el que ya antes de la Abuela Nanny y sus hermanos se establecieran pactos entre los blancos y los cimarrones para devolver a esclavos huidos a sus propietarios. Eso no se entendía como una traición a la propia raza, era conocido y estaba extendido prácticamente por todo el mundo el principio de la esclavitud de presos, la mayoría presos de guerra. Por otra parte, en pocos lugares era el sistema tan hermético y cruel como en las colonias europeas, probablemente a causa de sus componentes raciales, relativamente nuevos. En África (Polinesia, Arabia, incluso en las anteriores Roma y Grecia) todo el mundo podía esperar, al menos teóricamente, que lo apresasen como esclavo en el transcurso de una operación militar, saqueos o invasiones. Los esclavos que se tenían no eran considerados fundamentalmente inferiores, simplemente habían tenido mala suerte.

Como consecuencia, en casi toda sociedad, los esclavos tenían la posibilidad de comprar su libertad, que los dejaran en libertad o, por ejemplo, que los aceptaran a través de un matrimonio en la comunidad tribal de sus señores. Para el esclavo negro que había caído en manos de backras blancos todo eso no existía, quedaba a merced de su señor pasara lo que pasase. Y al patrón le resultaba fácil renunciar a cualquier tipo de empatía: el color de su piel ya le protegía de compartir en algún momento el destino del esclavo. De ahí resultaban los abusos y los castigos draconianos descritos en el libro: no había ninguna posibilidad de contener al negrero blanco. En los pocos casos históricamente documentados en los que se pedía cuentas a un sádico radical, los demás hacendados solían tomarse la justicia por su mano. Tal como ya se ha dicho, temían que los esclavos se rebelaran a causa de su superioridad numérica y el peligro aumentaba, por supuesto, si el negrero maltrataba de la forma más espantosa posible a sus trabajadores.

Comoquiera que fuese, a mediados del siglo XVIII nadie se planteaba si la forma de hablar sobre los negros era más o menos correcta, e incluso en el pidgin de los esclavos se alude a expresiones como «negro del campo» o «tu negro» en lugar de «tu marido». En realidad los casamientos entre esclavos tampoco eran posibles, y ceremonias que los sustituyeran como el salto de la escoba no tenían ningún significado legal. Esto se justificaba diciendo que el esclavo no era una persona mayor de edad y que por lo tanto no podía concluir un contrato nupcial. Se cuestionaba, como se ilustra en el libro, el bautismo de los esclavos. Se discutía con toda seriedad si el africano tenía o no un alma que precisara ser salvada.

En este libro ha vuelto a salvarme de incurrir en errores de puntuación y de tiempos verbales mi fabulosa editora de mesa Margit von Cossart. ¡Muchas gracias por las comprobaciones y exámenes de errores lógicos! Gracias también a mi editora Melanie Blank-Schröder, que hizo posible el tema de Jamaica y quien —junto con Margit von Cossart— me advirtió de la falta de corrección política. Muchas gracias también, por supuesto, a mi agente y taumaturgo Bastian Schlück.

En esta ocasión, hay que destacar entre los lectores del texto a Linda Belago, que salvó con una idea una escena crítica. Pronto aparecerá su primera novela Landscape y yo ya estoy esperando emprender una primera lectura.

Doy también las gracias a todos los colaboradores de Bastei Lübbe que han participado en la creación y distribución de este libro. Desde el diseño de las cubiertas hasta el departamento de prensa, ¡hay tanto que hacer para que de una idea y un texto salga un libro! Doy las gracias a cada uno de los distribuidores y libreros que se encargan de que mi libro pase directamente a los lectores. Y a estos últimos: ¡espero que se diviertan tanto leyendo mis historias como yo escribiéndolas!