Cuando partas hacia Ítaca
pide que tu camino sea largo
y rico en aventuras y conocimiento.
K. KAVAFIS, «Ítaca»
Como casi todas las cosas, empezó por puro azar.
Aquel pedazo del océano Atlántico llevaba muchos meses sin ser testigo de nada excepcional. Durante el último año y medio, tan sólo un par de ballenas y algo de basura flotante habían cruzado por aquel espacio de mar, situado en un punto intermedio entre América y Europa. Aunque jamás había estado situado en las principales rutas de transporte marítimo, la ausencia humana era más acusada que nunca. Ni un solo barco, ni una vela o columna de humo se vislumbraba en el horizonte. Nada.
Era como si el ser humano hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Y, pensándolo bien, eso era exactamente lo que había ocurrido. O casi. Pero en aquel punto perdido en medio del mar no había nada ni nadie a quien aquello le importase, o que al menos pudiese reflexionar sobre ello. Y sin embargo, allí continuaban pasando cosas.
Al principio fue un pequeño aumento de temperatura, apenas unos cuatro o cinco grados. El sol de agosto había estado calentando la superficie del agua durante varios días seguidos, provocando una evaporación invisible, pero constante. Todas aquellas toneladas de vapor de agua habían ido ascendiendo rápidamente a la atmósfera, tan rápido que a medida que subían se enfriaban a toda velocidad transformándose en una densa capa de nubes. Al mismo tiempo, la presión atmosférica comenzó a caer en picado, mientras en las áreas circundantes el viento, impulsado por la diferencia de presión y la rotación de la tierra comenzaba a moverse en gigantescos círculos perezosos, que adquirían cada vez mayor velocidad.
De haber estado allí presente algún meteorólogo (cosa difícil, porque en aquel momento apenas quedaban vivos unos cuarenta especialistas del clima en todo el mundo y casi todos ellos estaban más preocupados en sobrevivir que en contar isobaras) habría sido capaz de decir que aquello era una célula de convección de tormenta. O mejor dicho, una supercélula. Y que las supercélulas eran sumamente extrañas tan al norte.
Pero en aquel trozo de mar no había nada, ni nadie. Los satélites meteorológicos que debían vigilar el océano habían ido apagándose o se habían estrellado contra la atmósfera a lo largo de los últimos meses por falta de mantenimiento, y las salas de control en la tierra estaban abandonadas. Por otra parte, no quedaba nadie que pudiese dar el aviso. Por eso, cuando treinta horas más tarde aquella supercélula de convicción se transformó en un huracán de fuerza tres y comenzó a avanzar hacia la costa africana, no hubo ni un solo testigo del nacimiento de aquel monstruo atmosférico.
Y debido a eso, nadie pudo avisar a los tripulantes de un pequeño velero situado cuatrocientas millas al este de que el infierno estaba a punto de desatarse sobre sus cabezas.