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Al cabo de cuarenta y ocho horas, las bodegas del Ithaca estaban llenas a rebosar con más de medio millón de toneladas de excelente petróleo. Los marineros encargados de las bombas soltaron las tuberías que nos conectaban con la estación y, tras taponarlas con unas capas de hule embreado, las arrojaron al mar sujetas a unas boyas. Si en alguna ocasión había que regresar a Luba, tan sólo habría que pescar aquellas boyas y conectarlas a los depósitos. Era una solución inteligente.

Un leve temblor me indicó que los motores del Ithaca se habían puesto de nuevo en marcha. El petrolero levó las anclas cubiertas de un limo negro y espeso y comenzó a avanzar muy lentamente hacia alta mar. Antes de abandonar el puerto, varios soldados que estaban situados al otro lado de la alambrada, en la proa (los ilotas… ¿de qué me suena ese jodido nombre?) subieron cuatro féretros envueltos en una bandera y tras disparar una descarga al aire los arrojaron ceremoniosamente al mar. El TSJ había hecho estragos entre los heridos, como era de esperar.

El Ithaca iba ganando velocidad a medida que se acercaba a mar abierto. El viento comenzaba a refrescar y era cada vez más molesto. Justo cuando me daba la vuelta para entrar de nuevo en el barco, me quedé petrificado, contemplando la proa. Me froté los ojos, estupefacto.

En medio de todos los soldados que saludaban ceremoniosamente a los ataúdes que se hundían, estaba el coloso negro que había dirigido el grupo de desembarco. Y pese a que le habían mordido al menos dos veces, el muy cabrón tenía un aspecto excelente. Y desde luego, no era un No Muerto.