7

El puerto de Luba brillaba a poco más de seiscientos metros, achicharrado bajo el violento sol africano; el Ithaca, tras una maniobra de acercamiento lenta y cautelosa, echó finalmente el ancla. Nos había llevado dos días enteros de navegación llegar hasta apenas quince millas de nuestro destino, y otro día más recorrer esa última distancia. El capitán Birley y toda su tripulación formaban un grupo de profesionales serios y ordenados. El Ithaca era un buque demasiado grande para simplemente acercarse a la orilla y fondear, y mucho menos sin la ayuda de un práctico que conociese aquellas aguas. En el puente de mando disponían de la última versión digitalizada de las cartas marinas de la zona, y además tenían la suerte de contar con un GPS que pese a la caída generalizada de satélites parecía funcionar bastante bien, pero aun así aquellos hombres no dejaban nada al azar.

Ese mismo día, cuando aún no había salido el sol, habían bajado una lancha equipada con una sonda por un costado del buque. Esa lancha avanzaba tres millas por delante del petrolero, sondeando cada metro de la ruta del gigante. El oficial Strangärd (que finalmente me había confesado que era sueco, pero aún no me había contado qué hacía con aquella tropa de fundamentalistas religiosos del sur de Estados Unidos) me dijo que no sólo se trataba de evitar los posibles escollos o arrecifes, sino que en el tiempo transcurrido desde que las rutas comerciales se habían cerrado era posible que algún buque a la deriva se hubiese hundido y bloqueara nuestro camino. Dadas nuestras dimensiones, y la poca profundidad de aquella zona, un impacto podía resultar catastrófico para nosotros.

—¿Por qué va a tanta distancia por delante la lancha? ¿Por qué simplemente no usamos el sónar del barco? —preguntó Pritchenko, que estaba acodado en la borda, justo a mi lado.

—Es muy sencillo —contestó el oficial pelirrojo, al que le correspondía aquel cuarto de guardia, y que estaba a nuestro lado, oteando el mar con unos prismáticos al tiempo que (sospechaba) nos sometía a una discreta vigilancia—. El Ithaca tiene un arqueo muy grande, de casi un millón de toneladas. Estamos navegando a una velocidad de doce nudos, lo que genera una inercia enorme. Aunque el capitán ordenase invertir las máquinas ahora mismo, el barco tardaría casi veinte minutos en detenerse por completo, y en ese lapso de tiempo recorreríamos varias millas. Esto no es un coche, que se puede frenar en cualquier momento. Aunque parásemos las máquinas, esta bestia continuaría navegando un buen rato, como si tuviese voluntad propia.

Pritchenko respondió con un gruñido, mientras cogía su par de binoculares y recorría la línea del puerto. Al ucraniano, desconfiado y rezongón por naturaleza, no le gustaba demasiado aquella gente, y no se molestaba en ocultarlo, pese a que, siguiendo mi consejo, participaba fervorosamente en los tres oficios religiosos que se celebraban a diario a bordo como si fuese un sincero devoto. Estaba seguro de que Viktor había rezado más durante aquellos tres días que a lo largo de toda su vida. Lucía y yo, por supuesto, hacíamos exactamente lo mismo, y todo el mundo a bordo parecía encantado de que nos hubiésemos unido a su rutina, a la que, por otra parte, nos habían invitado cortésmente pero de una manera tan firme que quedaba claro que no aceptarían un «no» por respuesta.

Viktor y Lucía también habían tenido que pasar el trámite de escupir en la tira de papel, y el resultado parecía haber sido bueno en ambos casos, porque la tripulación los había acogido con el mismo ambiente jovial y festivo que a mí. Mis amigos y yo habíamos comentado la naturaleza y el fervor religioso de aquella gente, y estaban tan perdidos como yo.

La mejor teoría que teníamos era que, puesto que la mayor parte de la tripulación era originaria del sur de Estados Unidos, una zona imbuida de un profundo espíritu religioso baptista, aquel sentimiento espiritual era la norma dominante en el barco. Sabía que los antiguos Estados Confederados eran el terreno preferido de los predicadores y del fervor religioso, pero tampoco estaba seguro de que aquélla fuese la respuesta. Todas las preguntas que habíamos hecho acerca del misterioso reverendo Greene habían quedado sin respuesta. Todos nos decían «Cuando lleguemos a Gulfport lo conocerán en persona. Es un ser maravilloso, el reverendo Greene, ya lo verán», y de ahí no los sacábamos.

El Ithaca había parado las hélices ya hacía un buen rato, y las últimas millas las habíamos hecho prácticamente dejándonos llevar. Cuando estuvimos en una posición perpendicular a una enorme estructura de acero coronada por tres torres el capitán dio orden de largar las anclas. Con un chapoteo, los gigantescos rizones del buque se hundieron en el mar y tras un par de minutos las cadenas se tensaron, el barco dio un pequeño salto hacia delante y, finalmente, se detuvo.

Strangärd se volvió hacia el capitán Birley y le saludó con la mano en la gorra.

—Maniobra de fondeo finalizada sin incidencias, señor. Listos para asegurar el barco.

—Muy bien, Gunnar —contestó Birley, mientras sus ojos no perdían detalle de nada de lo que sucedía a bordo de su barco—. Procedan con las comprobaciones y los controles de seguridad, y preparen las tomas para el embarque de la carga.

El oficial sueco saludó de nuevo y salió del puente para cumplir sus órdenes. Todo a bordo de aquel barco parecía funcionar como el mecanismo de un reloj suizo.

La «misión divina» que el reverendo Greene les había ordenado cumplir resultó ser mucho más prosaica de lo que yo pensaba. No se trataba de llevar la palabra del Señor a África, ni de repartir alimentos entre los supervivientes que pudiese haber en aquella costa condenada, ni nada que pudiese asociarse normalmente con un mensaje divino envuelto en luz, sonido de trompetas rasgando el cielo y ángeles y querubines revoloteando, mientras una voz tronante hablaba. Nada de eso. Era mucho más sencillo: teníamos que llenar las bodegas del Ithaca de petróleo.

Cuando el capitán Birley me lo contó, la pregunta que le hice era evidente.

—¿Por qué rayos tienen que ir hasta África a recoger petróleo? ¿Por qué no en Texas, o en el golfo de México, que quedan mucho más cerca de Gulfport?

—La ruta terrestre hasta los campos petrolíferos de Texas es impracticable —me había dicho Birley—. Los hijos de Satán están todavía a millones por todas partes, las carreteras están arruinadas y necesitaríamos llevar una flota de camiones hasta los pozos, una flota que no cubriría ni de lejos nuestras necesidades. Por otra parte, las plataformas del golfo de México están inservibles a causa de los huracanes y la falta de mantenimiento, así que la fuente de petróleo más cercana y fiable es ésta. Además —había añadido encogiéndose de hombros, como si aquello lo explicase todo—, el reverendo Greene ha dicho que ésa es la voluntad del Señor, y si el reverendo lo dice es que sin duda tiene que ser así.

Viktor y yo habíamos cruzado una significativa mirada al oír aquello, pero no dijimos nada. (Aunque tuve que darle un enérgico y discreto pisotón al ucraniano, que ya tenía una respuesta ingeniosa asomándole por la boca.) De momento era mejor dejarlo correr.

Así que allí estábamos, en Luba. Era una pequeña ciudad de unos siete mil habitantes, situada en la isla de Bioko (isla que en la época de la colonia española se llamaba Fernando Poo). Aquella isla habría sido otro rincón olvidado de África si no hubiese sido por unas prospecciones encargadas por el dictador Obiang en los años ochenta, que confirmaron que Bioko flotaba sobre un auténtico mar de petróleo. Ansiosos por poner sus manos sobre todos los millones que yacían enterrados debajo de ellos, los guineanos comenzaron con éxito la explotación casi de inmediato, pero las estructuras portuarias de Malabo, la capital del país, pronto demostraron ser insuficientes. Por ello, las multinacionales occidentales que explotaban los yacimientos decidieron crear un puerto de aguas profundas en la pequeña y cercana San Carlos de Luba.

No se podía negar que la elección del destino era muy acertada, lo cual me llevó a pensar de nuevo en el misterioso reverendo Greene. Estábamos anclados frente a una coqueta ciudad tropical, con unas instalaciones portuarias en bastante buen estado, al menos hasta donde alcanzábamos a ver, y además el buque podía llegar hasta muy cerca de las instalaciones petrolíferas. Por otro lado, el hecho de que la ciudad tan sólo tuviese siete mil habitantes antes del Apocalipsis también jugaba a nuestro favor. Eso implicaba que seguramente el número de No Muertos con los que habría que lidiar sería mucho menor que en cualquier otro gran puerto con instalaciones petrolíferas. Siete mil, de todas formas, aún eran muchos. Demasiados.

La lancha con el sónar había vuelto al costado del buque, pero no se había colocado debajo de la cabria para que la subieran de nuevo. En vez de eso se había colocado en paralelo junto a la proa del Ithaca, prácticamente en la otra punta del barco, a más de cien metros de distancia.

—Mira eso —murmuró Prit discretamente, mientras me daba un codazo suave.

El ucraniano señalaba hacia una zona de cubierta situada a unos cincuenta metros de la proa. En aquel punto, la maraña de tuberías y válvulas quedaba abruptamente cortada por algo que no era capaz de distinguir a simple vista. Enfoqué mis binoculares hacia aquella estructura. Era una especie de alambrada metálica de unos cuatro metros de altura, coronada por un rollo de alambre de espino. La alambrada corría de un costado del buque al otro, y no parecía tener ningún tipo de puerta o pasadizo que comunicase un sector del barco con el otro.

—¿Para qué crees que será eso? —pregunté.

—¿Qué es lo que estás pensando? —replicó Pritchenko.

—No tengo ni idea. Puede que sea una línea de defensa en caso de que los No Muertos suban a bordo, o quizá es para evitar un asalto pirata en alta mar —aventuré—. Esta gente ha recorrido miles de kilómetros hasta llegar aquí. Quién sabe cómo está la situación por otras partes del mundo.

—Pues yo me huelo que tiene algo que ver con aquellos tipos.

El ucraniano volvió a señalar hacia la proa. De una escotilla situada al otro lado de la alambrada estaban surgiendo una serie de figuras uniformadas. A través de los prismáticos vimos cómo iban saliendo ordenadamente del interior del buque unas tres docenas de personas. Todas ellas llevaban uniforme de combate del ejército de Estados Unidos y, por lo que podíamos ver, iban fuertemente armados. Un tipo negro, alto y musculoso, con la cabeza totalmente rapada y con uno de sus brazos cubierto por un enorme tatuaje parecía llevar la voz cantante. Rápidamente organizó a aquellos hombres en pequeños pelotones de cinco personas. A medida que los grupos estaban listos se descolgaban por una red de abordaje, muy parecida a la que habíamos usado nosotros, para subir al barco hasta la cubierta de la zódiac que se balanceaba rítmicamente contra el costado del petrolero. Otras tres lanchas habían aparecido, seguramente descolgadas desde el otro costado, y esperaban su turno para recoger a sus ocupantes. Cuando todas estuvieron llenas hasta los topes, el capitán Birley dio una orden por radio y comenzaron a acercarse al muelle, cubierto de No Muertos.

—¿Te has fijado en eso? —me preguntó Prit, sin dejar de observar la escena con sus prismáticos.

—Claro que sí —respondí—. Ese muelle está lleno de No Muertos. Lo van a tener muy complicado para abrirse paso.

—No creo que tengan muchos problemas —contestó—. Lo que me llama la atención es otra cosa. No hay un solo blanco en todo ese grupo de asalto.

Volví a fijarme con más atención. El ucraniano tenía razón. De aquellos cuarenta soldados, la mayoría eran negros, indios, o con aspecto de ser mexicanos. Incluso había un par de asiáticos esmirriados que contrastaban de manera singular con el coloso negro que dirigía la operación.

—No veo qué tiene de peculiar —contesté, dubitativo—. Antes del Apocalipsis el ejército americano estaba compuesto por latinos y negros en su mayor parte.

—Ya. Y por un montón de blancos redneck que no tenían dónde caerse muertos en sus granjas y se alistaban —replicó Viktor—. Pero no veo ni uno solo de ésos ahí abajo. Además —continuó—, si todos esos tipos son soldados profesionales me afeito el bigote ahora mismo.

Me callé, sin saber muy bien qué contestar. El ojo experto de Viktor, un ex militar, era mucho más afinado que el mío para aquellas cosas y, además, ahora que lo decía, aquel grupo me transmitía una sensación familiar, de algo que ya había visto antes. Eran como los grupos de defensa de los Puntos Seguros, compuestos por una muchedumbre abigarrada sin instrucción militar. En España se habían visto obligados a alistar a cualquier persona que fuese capaz de empuñar un arma, y por lo visto, en Estados Unidos habían tenido que hacer lo mismo. Pero allí no había blancos. Era muy curioso.

Iba a volverme hacia Strangärd para preguntarle por todo aquello, pero las lanchas ya casi habían llegado al puerto y los soldados iban a desembarcar. Aferré los prismáticos y decidí no perderme ni un detalle. Por una vez era agradable estar contemplando la situación desde un lugar seguro, en vez de estar metido en medio de la mierda hasta el cuello. Resultaba reconfortante.

Como si me hubiese leído el pensamiento, Viktor se volvió hacia mí y murmuró «lástima que no tengamos palomitas» o algo parecido. No le hice demasiado caso porque la acción estaba a punto de comenzar.

La primera lancha había tocado tierra justo en el muelle donde estaban los depósitos de petróleo. En aquel punto tan sólo había unos cuantos No Muertos, posiblemente no más de veinte o treinta. Todos eran de raza negra, excepto un tipo blanco vestido con un uniforme desgarrado de Repsol, que supuse que era uno de los técnicos encargados de la explotación. Tres o cuatro de los muertos vestían uniforme militar y uno de ellos arrastraba un fusil de asalto machacado cuya correa se le había enredado en una de las piernas. Aquel pobre diablo debía de llevar arrastrando el fusil como un presidiario su cadena desde hacía muchos meses, a juzgar por el estado del arma y de su pierna. La pantorrilla estaba tan desgarrada que se distinguía el blanco del hueso cada vez que se desplazaba.

Las otras dos lanchas tocaron tierra en otros puntos muy cercanos y sus ocupantes comenzaron a trepar hacia el muelle. Uno de los soldados resbaló en la escala y braceó de manera cómica en el aire durante unos segundos, tratando de mantener el equilibrio. Finalmente, cayó al agua con un sonoro «chof» que se oyó a la perfección incluso en la cubierta del barco.

Aquel sonido bastó para poner en movimiento a los No Muertos. Desde la cubierta teníamos una visión muy amplia del puerto. Como si les hubiesen dado una orden, cientos de cabezas putrefactas se giraron de repente hacia el extremo del muelle y comenzaron a caminar hacia allí. Los soldados del muelle, que ya habían sacado a su compañero del agua, no podían ver la marea de No Muertos que se les venía encima. Resultaba escalofriante.

—Esos cerdos no dejan de sorprenderle a uno, ¿verdad? —comentó alguno de los oficiales acodados en la borda—. Es como si esos podridos tuviesen una jodida telequinesis, o algo así. ¡Malditos hijos de puta!

—Se dice telepatía, estúpido —replicó otra voz—. Y como el capitán te oiga blasfemar así, acabarás viendo a los No Muertos de cerca, así que vigila tu lengua.

Mientras los dos oficiales se cruzaban aquellas palabras, los soldados de la orilla ya corrían por el muelle en pelotones de cinco unidades. Uno de los grupos se detuvo de golpe y abrió fuego contra los primeros No Muertos que llegaban a su altura. El matraqueo de sus fusiles rompió el silencio de la ciudad. Aquello tenía que haberse oído a muchos kilómetros de distancia.

—A partir de ahora tienen veinte minutos, según nuestras estimaciones. —El que hablaba era Birley, el capitán, que se había colocado silenciosamente a mi lado.

—¿Estimaciones?

—Sí. Basándonos en su velocidad, en el número estimado de No Muertos y en la extensión de la ciudad, calculamos que en veinte minutos habrá tantos de esos malnacidos ahí abajo que nuestros ilotas no podrán salir. Así que más les vale darse prisa.

Volví a mirar con atención. La primera fila de No Muertos había caído como una hilera de bolos bajo el fuego de cobertura, pero seguían llegando más y más. Uno de los grupos de fuego, que estaba algo más adelantado, corría el peligro de verse rodeado. El oficial al mando de aquel grupo se dio cuenta del riesgo que corrían y ordenó retroceder lentamente para no quedar aislados. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Alrededor de ellos ya se habían congregado unos treinta o cuarenta No Muertos que casi los estaban tocando. Uno de los No Muertos lanzó un zarpazo hacia el soldado que tenía más cerca y golpeó su fusil, arrancándoselo de las manos. El soldado se zafó y trató de coger su pistola, pero ese momento lo aprovechó otro No Muerto para abalanzarse sobre él. Antes de que alguien pudiese hacer algo, el No Muerto clavó sus dientes en el cuello del soldado. El aullido que soltó fue tan desgarrador que se oyó hasta en la cubierta del Ithaca. Con un giro de cabeza el No Muerto arrancó un pedazo del cuello, justo antes de que otro soldado le metiese un balazo en la cabeza. Sin embargo, ya era tarde para el primer tipo. Caído en el suelo, la sangre manaba de su carótida a chorros regulares, mientras su corazón bombeaba en un esfuerzo inútil por llevar sangre a su cerebro. El grupo siguió retrocediendo mientras aquel pobre diablo se desangraba lentamente, tirado en medio de un charco de su propia sangre, sobre el hirviente asfalto del puerto de Luba.

En aquel momento, el tiroteo era generalizado. Dos terceras partes de los soldados estaban tratando de montar una barrera de contención, mientras que el tercio restante se afanaba en conectar unas largas mangueras a unas bocas de bombeo que asomaban herrumbrosas del extremo de uno de los enormes depósitos. Alguien en tierra había encendido un pequeño generador portátil, seguramente para alimentar el sistema de bombeo, y su sonido penetrante, unido a los disparos encadenados generaba un estruendo que debía de hacer imposible entenderse. Miré despavorido hacia el otro extremo del muelle. Asomando de todas y cada una de las calles que daban al puerto, cientos de No Muertos caminaban lentamente hacia los desprevenidos soldados, atraídos por el ruido.

—¡Los van a masacrar! —grité sin poder contenerme—. Capitán Birley, ¡tiene que sacarlos de ahí enseguida! ¡Ordéneles que vuelvan!

Birley se encogió de hombros mientras hacía un gesto despectivo con una mano.

—No se preocupe por ellos —me dijo, impasible—. Son ilotas, y están haciendo su trabajo. Pero puede que tenga razón y podamos echarles una mano. Será divertido. ¡Culling!

—¿Señor? —Uno de los jovencísimos oficiales del barco se cuadró al lado del capitán.

—Suban los M24. Vamos a hacer un poco de tiro al blanco.

Un murmullo de excitación anticipada recorrió toda la borda. No sabía qué podía tener aquello de divertido. Otros seis o siete hombres del grupo de desembarco ya habían caído y el círculo despejado se iba cerrando de manera imperceptible. Tres soldados ya tenían mordeduras superficiales en sus brazos y piernas. Aunque no les impedían seguir luchando, aquellas heridas eran fatales de necesidad, dada la naturaleza contagiosa de los No Muertos. Sin embargo, no bajaban los brazos y se seguían batiendo con disciplina, de una manera admirable.

Alguien arrastró por cubierta unas pesadas cajas metálicas. De su interior sacaron varios fusiles de cerrojo con mira telescópica, que se repartieron con celeridad. Hubo algún empujón, un par de carreras apresuradas y algunos codazos nada disimulados para poder hacerse con uno de los fusiles. Algunos de los que se quedaron con las manos vacías se alejaron rezongando, mientras que otros se arrimaron esperanzados a aquellos que habían sido más rápidos, tratando de sobornarlos para que les cediesen el arma, aunque fuese sólo un rato. Viktor Pritchenko, como siempre, se las había arreglado para conseguir uno de ellos como por arte de magia, sin tener que moverse demasiado.

—Un Remington M24 —murmuró mientras armaba y desarmaba el fusil con manos expertas—. Es un arma de francotirador profesional. Me pregunto de dónde las habrán sacado nuestros amigos petroleros.

De repente se desató la locura en aquel pedazo de borda. Una docena de fusiles Remington comenzaron a disparar a la vez sobre la masa de No Muertos que avanzaban gimiendo por el muelle. Los disparos se sucedían en un stacatto continuo mientras los tiradores amartillaban los cerrojos de las armas, apuntaban cuidadosamente a través de la mira telescópica, disparaban y volvían a repetir el proceso una y otra vez. Cada diana era aclamada con un aullido de aprobación por parte de los espectadores, y juraría que incluso algunos de ellos cruzaban apuestas sobre tal o cual disparo.

Enfoqué los binoculares hacia el puerto. A aquella distancia era casi imposible no hacer blanco sobre los No Muertos que se tambaleaban en el muelle. En lo que se tarda en parpadear vi cómo alcanzaban a tres individuos que se movían juntos. A dos de ellos las balas explosivas les alcanzaron de pleno en la cabeza, haciéndolas reventar en un surtidor de carne, hueso y sangre coagulada. Sin embargo, al tercero la bala le alcanzó en el pecho. El impacto le abrió un hueco del tamaño de un puño y lo lanzó despedido tres metros hacia atrás. El No Muerto quedó tumbado en el suelo, con una expresión de perplejidad en su rostro, como si se preguntase qué coño le había pasado y por qué diablos estaba tumbado en el suelo, con algo parecido al túnel de Guadarrama abierto en mitad de su diafragma.

Sería hasta divertido, si no fuese porque todos aquellos pobres diablos eran, o habían sido, personas. Cuando vi cómo le volaban la cabeza a una pequeña de no más de siete años, con el pelo cubierto de trencitas, y cómo los tiradores lo celebraban con un rugido de alegría, dejé de mirar, asqueado. Una cosa era matar a aquellos seres en defensa propia y otra muy distinta transformarlos en patos de feria y privarles de la poca dignidad humana que les quedaba.

El equipo de tierra que se había encaramado a la estructura del depósito agitó de pronto una bengala que despedía un espeso humo rojo. Varios de sus integrantes comenzaron a arrastrar un cable guía que a su vez tiraba de una tubería más gruesa, ya conectada al depósito, hacia la lancha más cercana. No sin dificultad consiguieron embarcar y con un lento ronroneo la lancha se acercó hasta el petrolero.

Cuando el resto del equipo de tierra (o lo que quedaba de él) se dio cuenta de que el extremo de la tubería ya estaba asegurado empezaron a retirarse lo más ordenadamente posible hasta la orilla. Desde la seguridad del barco resultaba fascinante asistir a la extraña coreografía de veinte adultos, hombres y mujeres, caminando de espaldas con lentitud, mientras arrastraban a unos cuantos compañeros heridos. En medio de todos ellos, el tipo negro musculoso se erguía como un gigante, cubriendo la retirada. No se podía negar que era un cabronazo valiente. El tipo disparaba rítmicamente su M16 hasta que de repente se quedó sin munición. Tenía demasiado cerca a los No Muertos para que le diese tiempo a recargar, así que simplemente agarró el arma por el cañón (que debía de estar al rojo vivo) y empezó a utilizarla como una maza para abrirse paso.

Los oficiales blancos que estaban a bordo comenzaron a animarlo como si estuviesen viendo un partido de fútbol americano. El gigantón se había quedado aislado a unos treinta metros de la orilla. Las lanchas se habían separado unos cuantos metros para evitar que los No Muertos se lanzasen sobre ellos, pero una de las zódiacs se mantenía todavía a escasa distancia, para que aquel tipo pudiese saltar a bordo. Los soldados apretujados en las lanchas le hacían gestos desesperados para azuzarle, pero el hombre negro estaba demasiado ocupado para atender a nada de aquello.

El M16 giraba sobre su cabeza como una maza, con un silbido aterrador. Cada pocas vueltas impactaba en la cabeza de un No Muerto, provocando un sonido seco y quebradizo que ponía los pelos de punta. No sé si aquellos golpes eran mortales o no, pero desde luego le servían para abrirse camino, ya que los afectados caían como sacos ante él. En un momento se vio rodeado por tres No Muertos a la vez. Mientras que a los dos más cercanos les abría la cabeza con la culata ensangrentada de su arma, al tercero se lo quitó de en medio por el expeditivo método de plantarle una patada en el plexo solar que le tuvo que partir al menos un par de costillas.

Los oficiales habían dejado de disparar los fusiles de precisión y aullaban como locos, viendo cómo aquel pobre diablo luchaba por su vida.

—¿Qué cojones hacen? —Me volví hacia Viktor—. ¿Por qué coño no disparan para abrirle paso?

—Está claro que es porque no quieren disparar, y si no queremos tener problemas con ellos creo que nosotros tampoco deberíamos hacerlo —murmuró el ucraniano mientras lanzaba una profunda mirada reflexiva sobre los oficiales de a bordo. Algo estaba pasando por la cabeza de Pritchenko, pero fui incapaz de adivinar qué era. Estaba demasiado alterado por todo aquello.

—¡Esto es un asesinato! —protesté.

Nadie me hizo ni el menor caso. El soldado negro continuó abriéndose camino a golpes hasta la orilla. Por un momento estuve convencido de que iba a lograrlo. Tan sólo le faltaban un puñado de metros hasta el borde del muelle y únicamente dos No Muertos se interponían entre él y la salvación. De golpe, cargó contra uno de ellos con un tackle digno de un defensa de fútbol americano. El No Muerto salió disparado hacia el agua y se hundió con un chapoteo. Al otro lo agarró por un brazo y lo hizo rotar sobre sí mismo, lanzándolo contra un grupo cercano, donde cayó en un revoltijo de brazos, piernas y cabezas.

Vitoreé entusiasmado, dejándome llevar por la emoción, pero de repente el grito murió en mi garganta. El soldado había dado un paso atrás para coger carrerilla y saltar a la zódiac, y ese maldito medio metro de retroceso fue suficiente. Uno de los No Muertos derribado en el suelo estiró su mano y agarró con sus uñas rotas y podridas los cordones de la bota de aquel tipo justo cuando tomaba impulso para saltar. El soldado cayó pesadamente sobre el muelle, y dos No Muertos se abalanzaron sobre él. Uno de ellos clavó sus dientes en el bíceps del tipo, dejando una profunda marca sanguinolenta, mientras el otro desgarraba una de sus pantorrillas. Con un gruñido, el soldado pateó la cabeza del que mordía su pierna con la bota que le quedaba libre, mientras le asestaba al otro No Muerto un puñetazo capaz de desnucar a un búfalo. Arrastrándose llegó hasta el borde del muelle y se dejó caer al agua.

Su cuerpo se hundió con un chapoteo y tras un segundo de incertidumbre su cabeza apareció de nuevo, justo al lado de la zódiac. Los soldados que se apilaban en la lancha lo subieron como pudieron a bordo, dejando un rastro de sangre sobre la lona de la embarcación; luego viraron y comenzaron a acercarse lentamente al Ithaca.

Era un crimen monstruoso. Aquel hombre estaba condenado. A través de aquellos dos mordiscos, millones de pequeños virus del TSJ habían entrado en su organismo y, en aquel preciso instante, debían de estar replicándose a toda velocidad. En pocas horas aquel gigante sería un No Muerto más, uno grande y peligroso, por cierto. Y todo porque a los tipos que se reían y aplaudían a mi lado no les había apetecido disparar para ayudarle a salir de allí. Me sentía enfermo sólo de pensarlo.

—Vámonos, Viktor —le dije a Pritchenko con voz ahogada—. No aguanto ni un minuto más aquí. Me alegro de que Lucía no estuviera en cubierta para ver esto.

—Todo esto es muy raro —me respondió Viktor—. Un grupo de desembarco compuesto sólo por negros, sudamericanos e indios, sin un solo blanco entre ellos, y los dejan morir como chinches. No tiene ningún sentido.

—Nada tiene sentido desde hace tiempo.

—Ya, pero esto es muy extraño —insistió tercamente el ucraniano.

El baqueteado grupo de desembarco había llegado hasta el costado del buque y unos cuantos marineros ya estaban conectando las mangueras a los depósitos, mientras los maltrechos soldados subían por la red de abordaje colgada por un lateral. Con unas cabrias descolgaron unas camillas hasta los botes para ayudar a subir a aquellos que estaban más gravemente heridos.

Por una parte resultaba reconfortante ver que aquellos hombres seguían aplicando la máxima de no dejar a nadie atrás, pero por otro lado era imposible no pensar en lo absurdo de aquel gesto. Ninguno de aquellos heridos tenía salvación. El TSJ los transformaría en No Muertos a los pocos minutos de su muerte. De hecho, algunos de los oficiales del puente seguían disparando contra la multitud del muelle, pero apuntando tan sólo a los soldados caídos del grupo de desembarco, que ya se habían levantado convertidos en No Muertos, en una versión macabra del «no dejar a nadie atrás».

Viktor, el resto de los oficiales y yo nos retiramos del puente, que rielaba bajo el calor tropical del mediodía, hacia el salón interior, donde unos camareros con uniforme blanco dirigidos por Enzo estaban colocando un almuerzo de aspecto fabuloso. Aquello resultaba terriblemente perturbador. Si miraba por una de las ventanas veía a los agotados soldados supervivientes, derrumbados sobre la cubierta, mientras se desprendían de su pesado equipo y se pasaban botellas de líquido de las que bebían ávidamente. En el interior del salón, los mismos oficiales de uniforme azul que un momento antes estaban disparando indiscriminadamente sobre la multitud del muelle y habían dejado morir sin mover un dedo a varios de sus hombres charlaban distendidamente, fumando cigarrillos con un gin-tonic en la mano y se inclinaban cortésmente cuando pasaba Lucía entre ellos. Mientras tanto, a apenas seiscientos metros, el muelle de Luba permanecía lleno de No Muertos tambaleantes, a los que se oía gemir de manera sorda y monótona incluso por encima del zumbido del aire acondicionado. Era como tener una ventana con vistas al infierno desde el selecto cóctel del club de golf.

El capitán se abrió paso, cortés y sonriente, entre los oficiales y se acercó a nosotros. Al llegar a nuestra altura tomó la mano de Lucía y la besó educadamente.

—Señorita, es un placer que comparta con nosotros este sencillo aperitivo —dijo—. Creo que hablo en nombre de todos mis oficiales cuando le digo que su presencia a bordo es ciertamente refrescante. Una dama tan bella como usted es una alegría para la vista.

—Todo lo contrario que el espectáculo de sus hombres ahí fuera —dije en tono cortante, lo que me valió una mirada de advertencia por parte de Lucía y Viktor.

—Evidentemente no es agradable, señor —contestó impertérrito el capitán Birley—, pero debe tener en cuenta que estamos sumergidos en una lucha entre las fuerzas de Dios y las del Infierno, entre la Luz y la Oscuridad. En circunstancias como éstas debemos dejar a un lado ciertas convenciones sociales, como la compasión.

—Pero ¡son sus hombres! —protesté.

—¿El equipo de desembarco? —Birley se encogió de hombros—. Son ilotas, gente de clase inferior, y además todos ellos son unos pecadores. Con su esfuerzo y con su vida están expiando sus pecados y ganándose un sitio en la mesa del Señor. Ahora mismo, los que han caído están sentados en el banquete infinito que les ofrece nuestro Señor Jesucristo, mucho más grande y mejor que este simple refrigerio. Confío en que eso no le suponga ningún problema… señor.

No se me pasó por alto la elocuente pausa que había dejado Birley al final. Tenía que recoger velas.

—Hum, no, por supuesto que no, capitán Birley. Le estamos enormemente agradecidos por su hospitalidad, y entendemos perfectamente su manera de actuar.

—Sería una pena descubrir que no merecen ustedes este estatus, créame —contestó Birley, dejando en el aire un montón de amenazas implícitas—. Ahora, si me permiten, tengo que ordenar que se envíe un mensaje por radio a Gulfport para comunicar el éxito de nuestra operación. Si me permiten…

El capitán Birley se alejó hacia la sala de radio, parando ocasionalmente a charlar con uno u otro grupo por el camino. El rumor de las conversaciones y una suave música clásica se mezclaban con los gemidos de los No Muertos del muelle, creando una atmósfera onírica.

—¿Qué opináis de todo esto? —preguntó Prit, dándole un sorbo a su bebida.

—No lo sé, pero no me gusta —replicó Lucía—. Esta gente es tan formal, tan educada, tan… y sin embargo me dan escalofríos. Hay algo que no encaja.

En ese momento, Strangärd, el alto oficial sueco, pasó a nuestro lado. Sin mirarnos y con la vista perdida en la multitud de No Muertos del muelle se colocó de tal manera que obstruíamos la línea de visión del resto de los ocupantes del salón. Cualquiera que le viese pensaría que estaba distraído contemplando la multitud de cadáveres de Luba, abstraído en sus pensamientos.

—Tengan cuidado —masculló entre dientes—. Aunque no lo parezca, Birley les está vigilando atentamente. El viejo es muy desconfiado y seguramente estará preparando un informe para entregárselo al reverendo cuando lleguemos. El hielo bajo sus pies es muy fino ahora mismo, amigos.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Quiénes son esos ilotas? ¿A qué viene todo esto? —pregunté, mientras miraba fijamente a Lucía y la obsequiaba con una luminosa sonrisa, como si aquella conversación no fuese tan angustiosa.

—No podemos hablar aquí. Las paredes del barco oyen. Pero sepan que hay más gente que piensa que todo esto es una aberración. Cuando lleguemos a Gulfport buscaré la manera de hablar con ustedes. Entonces se lo explicaré todo.

Strangärd se alejó de nosotros, para sumergirse en otro grupo. Al cabo de un momento le oí reír, junto con otros oficiales, cuando alguien contaba un chiste. Aquel condenado sueco sabía disimular muy bien. La pregunta era: ¿cuántos de los de a bordo estaban disimulando? ¿Y por qué?

Ciertamente, al llegar a Gulfport, alguien nos tendría que dar una explicación. Y que fuese satisfactoria, además.