6

Cuando el Edna tocó tierra al sur de Marruecos empezó a perder fuerza rápidamente. Los violentos vientos huracanados se transformaron en ráfagas fuertes al principio y en una suave brisa al cabo de veinticuatro horas. Las nubes, por su parte, después de haber descargado un diluvio sobre el océano se hicieron jirones nada más llegar a la costa y el sol de agosto volvió a caer a plomo sobre la superficie del mar. Menos de cuarenta y ocho horas después de que el Edna golpease la costa se había transformado en una inofensiva borrasca que cruzaba el estrecho de Gibraltar en dirección al Mediterráneo central. Nosotros, por supuesto, no vimos nada de esto.

Cuando desperté, mi primera reacción fue aferrar el HK que descansaba al lado de mi cama. Estaba en un camarote desconocido, pintado de azul claro y por la portilla abierta entraba un luminoso chorro de luz. Mis dedos palparon en vano durante un rato hasta que las brumas de mi cabeza se despejaron un poco. El HK no estaba allí, naturalmente. Se había quedado a bordo del velero, que seguramente a esas horas ya estaría en el fondo del mar, hundido por la tormenta. Me incorporé rápidamente y al momento lamenté haberlo hecho. Cada músculo de mis brazos y de mi espalda explotaba de dolor, a causa de las agujetas. Hasta mi cuello estaba totalmente acalambrado, y cuando quise coger una botella de agua de la mesilla colocada al lado de la cama tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para mirar en la dirección correcta.

Bebí con ansiedad unos instantes y al acabar eructé discretamente, satisfecho. Paseé la mirada por aquel camarote. Era un cuarto sencillo, de apenas tres metros cuadrados, con un pequeño armario situado justo al lado de la puerta, a lo largo de una de las paredes, mientras que en la otra se encontraba la cama que ocupaba. En la pared opuesta a la puerta se abría el ojo de buey por donde entraba una luz cálida, demasiado cálida y apacible para ser de una tormenta.

Aquello respondía más o menos a una de las preguntas que tenía en la cabeza. Sin duda llevaba durmiendo mucho tiempo, posiblemente más de doce horas, a juzgar por el aspecto del cielo que se veía desde la cama. No era de extrañar, dado el agotamiento extremo con el que habíamos subido a bordo del petrolero. Recordaba vagamente que dos corpulentos marineros me habían llevado casi en volandas hasta aquel cuarto, y cómo Lucía me había ayudado a desvestirme y a meterme en la cama antes de acostarse ella misma en un colchón sobre el suelo. Ésa era la respuesta a mi otra pregunta. Efectivamente, justo a mi lado, pero un poco más abajo, estaba durmiendo apaciblemente Lucía, con Lúculo apoyado de forma desmadejada en su almohada y sumido también en un profundo sueño.

No me dio tiempo a preguntarme dónde estaba Viktor, porque un sonoro ronquido me indicó que el ucraniano dormía relajadamente en la litera superior de lo que yo había tomado equivocadamente por una sola cama. Pritchenko tenía que estar tan agotado como yo cuando subimos a bordo, pero se había negado a acostarse hasta estar seguro de que Lucía y yo estábamos completamente secos y calientes y que no había ningún peligro inminente acechando en el horizonte. Nuestro ángel de la guardia rubio.

Con un gesto de dolor saqué las piernas de la cama, procurando no pisar a Lucía, y me levanté. Los pinchazos de las agujetas estuvieron a punto de hacerme desistir, pero la curiosidad se impuso. Apoyados sobre los cajones del armario había unos cuantos monos amarillos, muy similares a los que lleva el personal de las plataformas petrolíferas. Como no vi ni el menor rastro de mi ropa escogí uno de aquellos monos que me quedase bien y me lo puse. En el mismo armario encontré tres pares de botas marineras. Calculé que eran más o menos de nuestra talla, así que supuse que alguien debía de haberlas dejado allí aposta para que las usásemos. Una vez vestido y calzado me acerqué hasta la puerta, sin hacer ruido. Tan sólo Lúculo se despertó; me observó un instante y, tras concluir que no merecía la pena interrumpir aquel apacible sueño por seguir a su amo, volvió a enroscarse sobre sí mismo, satisfecho.

Al llegar a la puerta maldije por lo bajo. Caí en la cuenta de que lo más probable era que estuviésemos encerrados. Si tenían el más mínimo sentido de la prudencia nos mantendrían allí dentro durante un período de cuarentena lo suficientemente largo, hasta asegurarse de que ninguno de nosotros era portador del virus que había transformado a casi toda la humanidad en muertos ambulantes. Si de algo estaba seguro era de que sólo los más hábiles, los más afortunados y los más prudentes habían sobrevivido al infierno, y aquella gente no tenía pinta de haber nacido ayer.

De todas formas tenía que intentarlo. Alargué la mano hacia el pomo y traté de girarlo. Con un click suave el cerrojo se abrió y la puerta giró con suavidad sobre sus goznes.

Me quedé atónito. La puerta estaba abierta. Abierta.

Casi sin creérmelo asomé la cabeza. Era un pasillo largo, con el techo cubierto de tuberías de distintos colores, grosores y formas que serpenteaban de forma caótica a lo largo del corredor hasta donde alcanzaba la vista. Cada pocos metros se abría una puerta, que sospechaba que conducía a otros camarotes similares al que acababa de abandonar. El pasillo estaba bien iluminado y limpio, muy limpio. Un suave zumbido surgía de las portillas del aire acondicionado, que mantenían el interior a una temperatura fresca y agradable. Si no hubiese sido por la ausencia de moqueta y porque las puertas eran de metal reforzado, podría haber pensado que estaba en el interior de un hotel.

Mientras avanzaba por el pasillo, una sensación de malestar creciente me atenazaba. Aquello no era normal. Ni cerraduras, ni guardias irascibles, ni nadie que nos amenazase con un arma. Era demasiado bonito para ser verdad. Aquella situación era tan extraña que mantenía todo mi cuerpo en tensión, dispuesto a enfrentarse a lo que fuera que pudiese encontrar. Por eso, cuando se abrió una puerta de golpe y apareció un camarero empujando un carrito, me sobresalté tan bruscamente que casi nos dio un infarto a los dos.

—¿Quién eres? ¿Dónde está todo el mundo? —fue lo único que acerté a balbucear cuando el corazón dejó de amenazar con salírseme por la boca.

Signore, signore, non passa niente. Sei al sicuro —me respondió aquel marinero, un hombre de mediana edad, de poco pelo y con un lustroso bigotillo negro, mientras él también trataba de recuperar el resuello—. È a bordo dell’Ithaca, ricorda?

Me hablaba en italiano, o al menos eso me parecía aquella lengua, aunque podía ser corso, o napolitano, o vete a saber qué. Traté de rescatar el poco italiano que sabía (y que había aprendido en un maravilloso —y alcohólico— año de Erasmus en Bolonia, mucho tiempo atrás), pero o bien mi acento no era el correcto o mi vocabulario estaba demasiado oxidado, porque no conseguí que aquel hombrecillo me entendiera. Mi salto al castellano, al portugués y al inglés no fue mucho más afortunado. Desalentado, y cuando ya pensaba que tendría que lanzarme a mi chapucero alemán o a mi aún más chapucero ruso (gentileza de Viktor, idioma en el que, por otra parte, tan sólo sabía decir una ristra de palabras malsonantes relacionadas con el sexo y el alcohol) otra persona apareció inopinadamente a mis espaldas.

—Veo que ya ha conocido a Enzo —dijo en inglés, con ese leve acento que no era capaz de identificar.

Me giré y vi que la voz era del mismo oficial alto y rubio que nos había dado la bienvenida la noche del huracán. Impecable y atildado, con un uniforme de Marina mercante que le sentaba como un guante reforzaba aún más la sensación de irrealidad que me envolvía. Casi podía esperar que de un momento a otro aquel oficial me invitase al baile de gala en la mesa del capitán.

—Mi nombre es Strangärd, Gunnar Strangärd. Soy el segundo oficial de este barco, que es bastante más grande que el que ustedes traían, si me permite la observación.

Se presentó mientras extendía su mano, pulcra y con las uñas bien recortadas. Me presenté a mi vez. Mientras nos saludábamos me sentí avergonzado, al comprobar el contraste entre las aseadas extremidades del oficial y mis propias manos, manchadas de grasa de motor, pescado y Dios sabía qué cosas más, con las uñas rotas y ennegrecidas tras muchos meses de supervivencia.

—Enzo les llevaba el desayuno precisamente ahora. —Señaló hacia el carrito que empujaba el camarero—. El médico dijo que dieciocho horas de sueño deberían ser suficientes, así que pensábamos despertarles. Si prefiere volver a su camarote para reunirse con sus amigos no hay ningún problema, pero el capitán me pide que le transmita su invitación para desayunar con nosotros en la cámara de oficiales. —Se quedó en silencio por un instante, al observar mi cara de estupefacción—. Si no tiene usted ningún problema en ello, por supuesto.

—En absoluto, en absoluto —tartamudeé, desconcertado. Después de meses de brutalidad, violencia, amenazas, hambre y penuria, me parecía estar viviendo un sueño. Cuanto más cortés y educada se mostraba aquella gente conmigo, más atónito me sentía yo—. Será un auténtico placer, créame.

Tras despedirnos de Enzo y de su aromático carrito, seguí al oficial por el laberíntico interior del buque.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Adónde vamos? ¿Qué buque es éste? —Las preguntas se me amontonaban en la boca, mientras subíamos un tramo de escaleras y cruzábamos otro largo pasillo.

—A las primeras preguntas prefiero que le responda el capitán, si no le importa —contestó el oficial, que por su nombre y acento sin duda era sueco o noruego—. En cuanto a este barco, está usted en el Ithaca, un superpetrolero de ochocientas mil toneladas de arqueo. Antes del día del Juicio pertenecía a una corporación griega. Ahora, evidentemente —añadió con una sonrisa luminosa— pertenece al AC.

Justo cuando iba a preguntarle qué diablos era el AC, el oficial Strangärd abrió una puerta y entramos en un cuarto amplio y luminoso con una larga mesa corrida donde se hallaban media docena de oficiales del barco tomando café, que se quedaron en silencio al vernos entrar. Detrás de ellos se abría un amplio ventanal desde el que se veía toda la longitud del petrolero. Me quedé un instante fascinado con aquella vista. Aquel coloso tenía una longitud enorme, con toda seguridad por encima de los ciento cincuenta metros, y la proa rielaba en la distancia envuelta en un jirón de bruma. Un marinero pedaleaba tranquilamente en bicicleta por la pasarela de cubierta, entre los inmensos tubos retorcidos que comunicaban los tanques del buque.

—Una vista impresionante. ¿No es cierto? —dijo una voz a mi espalda. Su dueño era un hombre de unos cincuenta años, de estatura normal y de complexión gruesa, con una recortada perilla blanca en medio de una cara más bien redonda, que hacía juego con unos luminosos ojos azules, algo velados por la edad—. Soy el capitán Birley. Me alegra que haya decidido acompañarnos en el desayuno.

Farfullé algo ininteligible como respuesta mientras me sentaba. De reojo vi que entraba un marinero en el cuarto, detrás de otro camarero. De la cintura del marinero colgaba una pesada pistola que golpeteaba su muslo al andar. En sus manos llevaba una tira de papel y un bote con un líquido ambarino.

—Antes de nada tenemos que cumplir un pequeño trámite que espero que no le moleste —continuó el capitán, sentándose a su vez—. Por favor, necesitamos que escupa en esa tira de papel.

Me quedé inmóvil, pensando que no había oído bien. Sin embargo, el marinero de la pistola se puso a mi lado y colocó la tira de papel sobre la mesa, justo delante de mí. No era cuestión de ofender a mis anfitriones; además, sospechaba que aquella pistola no era de adorno, y que si no escupía la cortesía de la que había disfrutado hasta entonces se acabaría muy rápido. Sintiéndome un poco idiota escupí con suavidad sobre la tira de papel. El marinero se inclinó sobre el gargajo y vertió unas cuantas gotas del frasco ambarino que llevaba en la mano. No sucedió nada, al menos que yo apreciase. Sin embargo debí de hacerlo bien, ya que el marinero asintió con gesto satisfecho y aprecié cómo todos los comensales sentados a la mesa se relajaban de manera perceptible.

—Bien, está usted limpio, señor náufrago misterioso —asintió el capitán—. Ahora me encantaría que me contase su historia, por favor. ¿Café o té?

Discretamente me pellizqué. Tenía que estar soñando, joder.

Entre taza y taza de café puse al corriente de mis vivencias al capitán, mientras el resto de los oficiales mantenían una animada conversación en la mesa contigua. Le conté mi huida de Europa, en medio de un mar de No Muertos, cómo había llegado a las Canarias y cómo, a causa del hacinamiento y las malas condiciones de vida, habíamos decidido salir de allí rumbo a Cabo Verde. Era una versión edulcorada y parcial de la realidad, pero supuse que aquel hombre no necesitaba saber todos los detalles de las experiencias que habíamos vivido. Ser desconfiado era una buena política hasta que supiese un poco más de mis interlocutores.

—Bueno, y ahora creo que es mi turno de preguntar. —Sonreí, tratando de parecer más seguro de lo que realmente estaba—. ¿A quién tenemos que darle las gracias por habernos salvado la vida?

—A Nuestro Señor Jesucristo, naturalmente —respondió con una expresión totalmente seria el capitán Birley, mientras nos levantábamos y nos acercábamos a la mesa de los suboficiales—. Él fue quien nos puso en su camino. Todo lo que acontece en la tierra es obra Suya y el hecho de habernos cruzado en medio de una tormenta no es más que una señal de Dios, alabado sea su nombre por siempre, amén.

Un coro de «amén» resonó alrededor de la mesa. Incluso el simpático oficial sueco (o noruego) Strangärd había secundado el responso, serio y circunspecto. Me quedé un tanto perplejo. No me esperaba tal muestra de fervor religioso.

—Hum… Sí, claro, por supuesto. ¿Y a quién ha puesto Dios en mi camino, quiero decir, quiénes son ustedes exactamente?

—Formamos parte de AC, y estamos cruzando el Atlántico desde la República Cristiana de Gulfport, Mississippi. Estamos en una misión divina, ¿sabe?

—¿AC? ¿República… qué? ¿Misión divina? —Decir que estaba alucinando sería quedarse muy corto—. No quiero parecer grosero, ni mucho menos, pero la verdad es que no entiendo nada, señor.

—AC son las siglas del Army of Christ, naturalmente. Es como lo llamamos familiarmente, ya sabe —me respondió un oficial pelirrojo sentado a un extremo de la mesa.

Army of Christ. El Ejército de Cristo. Ay, la leche. ¿Dónde cojones habíamos ido a parar?

—Cuando tuvieron lugar las señales y Nuestro Señor decidió castigar la iniquidad de la raza humana —el oficial pelirrojo se había embalado a hablar— todos los pecadores, impuros, hedonistas y paganos fueron castigados por la ira del Señor. Tan sólo aquellos que éramos puros a los ojos del Altísimo nos libramos del mal de la plaga. Durante un tiempo vagamos solos y perdidos por el mundo, en medio de las consecuencias del castigo divino y de los frutos del mal, pero pronto sentimos la llamada. —La mirada del marino tenía un brillo peculiar en los ojos. Ese tipo se creía hasta la médula todas y cada una de las palabras que decía.

—¿La llamada?

—La llamada del reverendo Greene, por supuesto —intervino otro de los oficiales, un tipo joven, con acné en la cara y pinta de llegar por los pelos a los dieciocho años—. Él fue quien nos reunió a todos en Gulfport, el que creó el Refugio. Allí seremos testigos sin duda del Segundo Advenimiento de Cristo, todos los elegidos por el Señor, naturalmente.

Un nuevo coro de «amén» y «aleluya» resonó alrededor de la mesa. Yo no sabía si aquellos tipos me estaban tomando el pelo, si eran unos zumbados religiosos o realmente aquella República Cristiana de Gulfport era algo real. Decidí que sería mejor actuar con discreción. No me gustaría haberme salvado de morir ahogado sólo para acabar chamuscado en un auto de fe por hacer un chiste malo sobre Jesús. No merecía la pena.

—Y ese reverendo Greene, ¿está ahora aquí? —pregunté, como al descuido.

—¡Oh, por supuesto que no! —me contestó jovialmente Strangärd—. Él está en Gulfport, encargándose de que todo en la ciudad vaya bien. Es un hombre muy ocupado. No sólo tiene que encargarse de la salvación de nuestras almas, sino que también dirige el destino de una pequeña ciudad de diez mil habitantes. Y eso sin contar a los ilotas, ni a los intocables, naturalmente.

Asentí como si entendiese todo aquel galimatías religioso. Supuse que cuando hablaba de los ilotas e intocables se refería a los No Muertos y a todos aquellos supervivientes que, como yo, vagábamos por el mundo, fuera de su Refugio de Gulfport. No pude evitar preguntarlo.

—Entonces yo… ¿soy un ilota?

—Oh, por supuesto que no —intervino de nuevo el capitán, para mi absoluta confusión—. Eso es algo que sabemos perfectamente. Por cierto…. ¿Qué religión profesan usted y sus amigos, señor?

El cambio brusco de conversación me dejó perplejo. Me quedé en silencio durante unos segundos, mientras pensaba a toda velocidad. Qué útil hubiese sido la presencia de sor Cecilia en aquellas circunstancias.

—Vamos a ver, Lucía y yo somos cristianos. Católicos, quiero decir. Viktor es ucraniano, así que es ortodoxo, si no me equivoco. —La verdad es que nunca había hablado de religión con Lucía, y dudaba mucho que Viktor Pritchenko creyera en algo más que en el propio Viktor Pritchenko, pero aquél no era momento para dar muestras de flaqueza religiosa, así que me lancé con una mentira desorbitada—. Sin embargo, procuramos oficiar ritos conjuntos y rezamos los tres unidos varias veces al día. Nosotros también le damos gracias a Dios por habernos salvado de la condenación.

—Eso es bueno, muy bueno. —El capitán Birley me palmeó abiertamente la espalda, mientras el ambiente alrededor de la mesa se volvía mucho más relajado—. Estoy seguro de que el reverendo Greene se alegrará sobremanera de verles en Gulfport cuando lleguemos. Son como el hijo pródigo, tanto tiempo perdidos en medio de la oscuridad, lejos de la luz, y en medio de la suciedad e impudicia de los No Muertos, pero finalmente el Señor les ha puesto en el camino de la Salvación. ¡Hoy es un día de regocijo!

Una nueva explosión de aleluyas sacudió la mesa, mientras muchos de aquellos oficiales se levantaban para abrazarme o darme la mano. Yo correspondía con una sonrisa, mientras en mi interior me preguntaba dónde cojones me estaba metiendo.

—Entonces —pregunté—, ¿navegamos hacia Gulfport?

—Oh, todavía no —dijo Birley mientras me servía una nueva taza de café—. Ya le dije que estamos cumpliendo una misión divina. El propio Señor se le reveló al reverendo y le indicó nuestro destino.

—¿Y cuál es ese destino? —pregunté, sin querer saber realmente la respuesta.

—Vamos camino de Luba, en Guinea Ecuatorial —me contestó el capitán Birley con una elocuente sonrisa—. Es la Voluntad de Dios.