Pontevedra, España
Seis años más tarde
El todoterreno se abría paso lentamente entre la maleza que había colonizado el asfalto agrietado. La mayor parte de las casas presentaban un aspecto deslucido y algunas estaban en estado de ruina inminente, pero por lo demás casi nada había cambiado. Mientras avanzábamos aplastando los montones de huesos podridos y amarillentos que salpicaban el paisaje aquí y allá no paraba de señalarle cosas a Lucía, con el entusiasmo de un niño pequeño.
Finalmente llegamos a una bocacalle y giré a la izquierda. En el asfalto del cruce aún se veía una marca de espray casi desvaída que un soldado ya muerto había hecho muchos años antes, en plena evacuación.
Detuve el vehículo y apagué el motor, pero no fui capaz de salir. Eran demasiados recuerdos.
—¿Era ahí? —me preguntó Lucía con dulzura, mientras ponía su mano sobre la mía. La barriga de su embarazo ya era muy evidente. Pronto necesitaríamos un sitio definitivo donde asentarnos. Al menos, una temporada.
Asentí, emocionado. Mi casa.
Había vuelto a casa.
—¿Ya hemos llegado? —dijo una voz aguda desde el asiento de atrás.
—Sí, Viktor, ya hemos llegado —contestó Lucía, volviéndose—. Pero espera a que papá te abra la puerta antes de salir.
El pequeño Viktor nos observó con mirada traviesa y asintió. Era un crío de carácter tranquilo y despierto, y había heredado los increíbles ojos verdes de su madre.
—¿Vamos a vivir aquí? —preguntó de nuevo, arrugando el ceño—. No me gusta esta casa. Es vieja y está sucia.
Reí con ganas y le revolví el pelo a mi hijo.
—Tranquilo, hay un montón de casas vacías —le dije—. Viviremos en la que más te guste de toda la ciudad, te lo prometo. Pero primero papá quiere ir a recoger algo ahí dentro.
Me bajé del coche y dejé a Lucía comprobando que nuestra cepa de hongo madre tuviese la suficiente cantidad de agua. Cuidar aquel extraño hongo se había convertido en una parte de nuestra rutina diaria desde hacía mucho tiempo.
Caminé hacia mi casa con el corazón encogido de la emoción. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Ocho? ¿Nueve? Sin embargo era capaz de reconocer hasta la última marca dibujada en la pintura. Incluso el olor me resultaba familiar.
Estábamos de vuelta.
A mi lado pasó una pequeña bola de pelo naranja. Lúculo ya no se movía con la misma velocidad que cuando era más joven, pero aún era capaz de echar una buena carrera cuando algo le interesaba. El gato maulló inquieto, sacudiendo el pequeño muñón que tenía por rabo, y me miró inquisitivo.
—Tú también te acuerdas de este sitio, ¿eh, amigo? —le susurré mientras lo acariciaba.
Era el final de un viaje muy largo. Habíamos tardado casi seis años en llegar hasta allí, desde el día en que habíamos salido de entre las ruinas de Gulfport. Seis años de incesante viaje, encontrando muchos pequeños grupos a lo largo del mundo, que poco a poco iba renaciendo de sus cenizas.
El planeta aún era un lugar peligroso. Aunque ya hacía más de cuatro años que nadie había visto ni oído hablar de un No Muerto, no todos los grupos humanos que habían sobrevivido eran amistosos o pacíficos. Poco a poco se iba instaurando de nuevo un orden social muy precario, pero no era ni una remota sombra de lo que había sido el mundo antes del Apocalipsis. La Segunda Edad Media, lo llamaban algunos.
Por otro lado, el TSJ aún seguía corriendo por las venas de muchos supervivientes. Por algún motivo misterioso, aunque Lucía y yo estábamos infectados, el pequeño Viktor parecía inmune al virus. Al parecer, al transmitirse de madre a hijo, el TSJ mutaba y perdía toda su virulencia. En pocas generaciones, no sería más que un mal recuerdo.
La puerta seguía abierta, tal y como la había dejado años atrás. Entré con cuidado, siguiendo a Lúculo, que como un rayo se dirigió al patio posterior, donde tantas buenas horas había pasado.
Mi casa estaba hecha un desastre. Una familia de zorros había montado su madriguera en mi salón, y el piso de arriba estaba arruinado a causa de las filtraciones de agua. Los muebles olían a humedad y la pintura de las paredes estaba desconchada, pero aun así, era feliz.
Estaba en casa.
Me acerqué hasta el mueble del salón y abrí el primer cajón de arriba. Allí dentro, bien preservados dentro de una funda de plástico, estaban los álbumes de fotos de mi familia. Mi último vínculo con el pasado.
Lucía y Viktor entraron detrás de mí, cogidos de la mano. Mi hijo lo miraba todo con curiosidad, pero con prudencia. Sabía muy bien que una casa en ruinas podía ser un lugar peligroso. Los niños del Nuevo Mundo tenían unos conocimientos muy distintos a los de antes del Apocalipsis.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Manel? —me preguntó Lucía, mientras apoyaba su cabeza en mi hombro—. ¿Adónde vamos a ir?
—No lo sé —contesté con sinceridad—. Pero no importa.
Estábamos vivos. Habíamos sobrevivido a la prueba más dura de la Humanidad.
Y de allí en adelante, el mundo nos pertenecía.
FIN