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Las balas silbaban alrededor de mi cabeza mientras yo trataba de hacerme más y más pequeño detrás de aquel coche volcado. Estábamos a punto de cruzar la última línea del destrozado campo de batalla cuando abrieron fuego contra nosotros. Sólo tuve tiempo de arrojarme a tierra, mientras que Viktor saltó al otro lado de un pequeño murete de ladrillos rojos que cerraban una casa. Desde allí quedaba fuera de la línea de tiro de los que me estaban acribillando.

El ucraniano me miró, y se preparó para saltar en mi dirección.

—¡Sigue! —le grité—. ¡Sigue, maldita sea! ¡Ya te alcanzaré!

Vi que titubeaba.

—¡Viktor, si uno de los dos no se queda para frenar a estos tipos, nos freirán a tiros antes de que lleguemos al final de la calle!

Pritchenko echó un vistazo dubitativo a ambos lados y meneó la cabeza. Se daba cuenta de que tenía razón.

—¡Ten cuidado! —gritó mientras me lanzaba los cargadores de su AK-47—. ¡Volveré en un rato! ¡Aguántalos aquí mientras tanto!

Asentí, preguntándome cómo coño pensaba Viktor que iba a aguantar allí ni siquiera diez minutos, pero no le dije nada. El tiempo corría en nuestra contra. Las llamas ya asomaban encima del tejado de las casas colindantes con el edificio del ayuntamiento.

Pritchenko me hizo un gesto con la mano, como diciendo «Tranquilo, todo irá bien».

A continuación, salió corriendo en dirección al ayuntamiento, y lo perdí de vista.