Grapes se levantó de entre los escombros, con la frente despellejada. Un trozo de metal retorcido había pasado a tan sólo una pulgada de su cabeza. De su oído derecho manaba un reguero de sangre, a causa de la rotura de un tímpano. El Ario se tambaleó mientras avanzaba entre las ruinas hacia el lugar donde había estado hasta hacía un minuto.
Su Humvee ya no estaba. O mejor dicho, sí que estaba, pero a seis metros, empotrado en el salón de una casa. De sus milicianos no quedaba ni rastro. La mayor parte de sus hombres se habían atrincherado en las casas del lado derecho de la calle para ejecutar la emboscada, y en aquel momento todas aquellas casas eran una pila de escombros humeantes y cubiertas de llamas. Aquí y allá asomaba algún miliciano aturdido, trastabillando entre las ruinas y con una expresión confusa en la cara.
Su fuerza había quedado hecha pedazos. No le quedaba casi nadie.
El único consuelo era que el resto de los grupos no parecían estar mucho mejor.
De repente captó un movimiento por el rabillo del ojo. Había dos figuras trepando por encima de un montón de vehículos volcados. Tuvo que frotarse los ojos dos veces para cerciorarse de que estaba viendo bien.
—No puede ser —se dijo a sí mismo.
Pero allí estaban. Aquel maldito abogado cabrón y su amigo soviético.
El puñetero abogado de los huevos. De alguna manera se las había apañado para sobrevivir al Páramo y volver a Gulfport. Y estaba allí, cojeando a menos de treinta metros de donde estaba él.
Grapes sintió que la ira volvía a consumirle y aplastaba el sentimiento de derrota que le embargaba. Aquel cerdo no se iba a reír de él. De ninguna manera.
Su pie tropezó con un fusil de asalto y Grapes lo recogió. Sin apartar la mirada de los dos hombres, que ya habían atravesado las líneas de los amarillos y corrían hacia el ayuntamiento, Grapes apuntó cuidadosamente y disparó.
El arma no hizo fuego. Grapes apretó el gatillo frenéticamente, hasta que se dio cuenta de que el cerrojo del M4 había quedado destrozado por la explosión.
Frustrado, arrojó el arma al suelo. De repente vio a dos Verdes que se levantaban de entre los escombros.
—¡Allí! —Señaló frenéticamente—. ¡A ellos!
Los dos Verdes dudaron un momento, pero enseguida tomaron posición y abrieron fuego. Sin embargo, aquel momento de duda había sido suficiente para que la figura que iba por delante quedase fuera de la línea de tiro. La segunda figura, que cojeaba de forma visible e iba mucho más lenta, no tuvo más remedio que ponerse a cubierto detrás de un coche volcado, mientras las balas abrían agujeros en el cemento a su alrededor.
—¡No dejéis que escape! —rugió Grapes a sus hombres—. ¡Yo me encargo del otro!
Y saltando por encima de un montón de cuerpos caídos echó a correr detrás de la figura que, a contraluz, se acercaba a toda velocidad al ayuntamiento.