Grapes disparaba con la furia de un maníaco. Habían conseguido detener a los tipos de la caravana (que parecían chinos, o japoneses) tras su línea de blindados, y aunque no habían podido reducirlos, los tenían clavados en aquella posición.
A regañadientes, Grapes tuvo que reconocer que los amarillos eran muy buenos. Una vez recuperados de la sorpresa, se habían replegado ordenadamente y devolvían el fuego con disciplina y puntería. Un oficial alto y macilento se movía detrás de ellos, impartiendo órdenes apresuradas. Grapes había tratado de alcanzarlo en varias ocasiones, pero estaba a mucha distancia y nunca se quedaba en el mismo sitio demasiado rato.
Los amarillos habían tratado de flanquearlos, pero Grapes había previsto aquel movimiento y había preparado emboscadas similares en las calles adyacentes. La lucha callejera, sucia y cruel, igualaba las diferencias de experiencia y formación entre los dos bandos. En algunos sitios ya se luchaba con cuchillos, bayonetas y hasta con los puños desnudos. Nadie daba cuartel.
De súbito, una ráfaga de balas alcanzó al Guardia Verde que estaba situado justo a su lado. Un rosario de flores rojas se abrieron en su espalda, y el Ario cayó muerto al suelo sin proferir ni un lamento.
Grapes abrió los ojos, confundido.
¿De dónde coño han salido esos disparos?, se preguntó. Sin embargo, tuvo que tirarse al suelo para esquivar una segunda ráfaga, que agujereó las ventanillas y las ruedas de su Humvee.
El Ario volvió la cabeza en la otra dirección. Desde el extremo de una bocacalle, un grupo de hombres con brazaletes blancos en su antebrazo derecho abrían fuego contra los confundidos milicianos, atrapados de repente entre dos fuegos.
Brazaletes blancos. El sueco bujarrón llevaba uno igual.
—¡Son los Justos! —gritó—. ¡Son los jodidos traidores! ¡Disparadles!
Los milicianos se giraron y abrieron fuego contra los Justos, que tuvieron que refugiarse a toda prisa detrás de la casa. Los coreanos, igual de sorprendidos que los hombres de Greene por aquella súbita aparición, no se lo pensaron dos veces y comenzaron a avanzar, cubriéndose y saltando, sin dejar de disparar.
De repente, una columna de vehículos variopintos llegó rugiendo desde el fondo de la avenida. Era una extraña mezcolanza de blindados, camiones de la basura, turismos y furgonetas. En todos y cada uno de ellos, una multitud de ilotas vociferantes preparaban sus armas.
Los coreanos, sorprendidos por la espalda, se giraron para enfrentarse a aquella nueva amenaza. Uno de los soldados apuntó cuidadosamente un RPG a uno de los camiones e hizo fuego. El cohete salió con un silbido y avanzó hacia su objetivo serpenteando a toda velocidad, hasta impactar contra el radiador.
El camión voló por los aires y todos los tripulantes del mismo fueron engullidos por la bola de fuego en la que se transformó. El resto de los vehículos comenzaron a zigzaguear y los ilotas saltaron apresuradamente para ponerse a cubierto y comenzar a disparar.
El caos en la avenida era total. En medio de la oscuridad, los cuatro grupos se atacaban entre sí, sin estar seguros de quién estaba frente a ellos. Hong contempló asombrado cómo los recién llegados abrían fuego contra ellos, pero también contra los que habían organizado la emboscada, y algunos, incluso contra el grupo que había aparecido por el otro extremo de la calle, que a su vez devolvía el fuego. Sus hombres, por su parte, abrían fuego a discreción contra cualquiera que se moviese, ya fuese a un lado o a otro de su posición. En aquel tumulto, con pelotones corriendo por todas partes, era imposible saber quién era quién y dónde estaba cada uno.
—¡Kim! ¡Kim! —gritó, llamando a su ayudante. De repente se dio cuenta de que el teniente no estaba allí, sino que debía de estar asaltando el petrolero en aquel momento. A Hong se le escapó un reniego. La situación se estaba complicando por minutos. Tenía que sacar a su grupo de allí o estarían perdidos.
¿Cuántos bandos hay aquí?, se preguntaba furioso, mientras recorría sus líneas, cada vez más delgadas. ¿De parte de quién está cada uno?
Dos segundos después de que el Ithaca reventase, una bola de fuego de casi cuatrocientos metros de radio se derramó sobre los muelles, atomizando al instante todo lo que se encontraba allí. El mar de fuego cruzó la calle y se tragó las casas situadas en primera línea, que se encendieron como si fuesen de papel. El monstruo siguió avanzando, impulsado por una gigantesca onda expansiva que había reducido todas las ventanas de Gulfport a un montón de cristales rotos. Un viento huracanado e hirviente avanzaba por delante de las llamas, arrancando los tejados de cuajo y volcando los coches aparcados en la calle.
Cuando la bola de fuego alcanzó su punto máximo, comenzó a replegarse sobre sí misma, dejando un reguero de cientos de casas en llamas. La onda expansiva, por su parte, continuó avanzando, derribando todo lo que encontraba en su camino.
—¿A quién cojones le estamos disparando? —le grité a Mendoza en el oído, pero el mexicano me ignoró. Con un M4 en las manos hacía fuego de forma constante, seleccionando cuidadosamente su blanco antes de disparar.
Viktor se arrastró hasta mi lado, sorteando un montón de cristales rotos. Por encima de nuestras cabezas se oía el chasquido de docenas de balas impactando contra el chasis del camión, que estaba quedando como un colador.
—¡Esto es una locura! —aulló el ucraniano, para hacerse oír por encima del estruendo de las armas—. ¡Parece un todos contra todos! ¡Si nos quedamos aquí mucho rato más nos van a matar! ¡Tenemos los flancos al descubierto!
—¡Tenemos que llegar hasta Greene! —contesté también a gritos—. ¡Si acabamos con él, la mitad de los milicianos saldrán por piernas!
—¡Esos de ahí no son milicianos! —Viktor me señaló a unos soldados con un uniforme extraño que estaban tomando al asalto una de las casas—. ¡Por el uniforme, parecen norcoreanos!
—¿Norcoreanos? ¡Tienes que estar de coña! ¿De dónde han salido? —pregunté.
Por toda respuesta, el ucraniano se encogió de hombros, mientras disparaba contra un grupo de bultos que se acercaban en medio de la oscuridad.
Y de repente, todo se detuvo.
Primero fue un fogonazo de luz tan intenso que nos dejó deslumbrados. A continuación, un volcán de fuego de proporciones épicas asomó por encima de los tejados, y un segundo más tarde, el estruendo más formidable que había oído en mi vida nos alcanzó en medio de un huracán de viento hirviente.
La onda expansiva llegó con tal fuerza que las casas a los lados de la avenida se ladearon y crujieron. Hasta el último vehículo, excepto los blindados más pesados, volcaron en medio de una lluvia de trozos de madera y cemento que nos golpeaba como metralla. Salí despedido por los aires, junto con otras doscientas personas, que súbitamente dejaron de dispararse, atrapadas en aquella vorágine.
Acabé a casi cinco metros de distancia, sobre un arriate de violetas que amortiguó mi caída. Por un instante me quedé conmocionado, tumbado boca arriba y viendo un montón de luces de colores orbitando sobre mí. En mis oídos no dejaba de sonar un penetrante pitido.
Me incorporé como pude, maltrecho, mientras descubría, aliviado, que aún estaba de una pieza. A mi alrededor sólo se oía el crepitar de los incendios y el ruido de los fragmentos de casa que caían al suelo después de haberse elevado a cientos de metros de altura. Entonces empecé a escuchar los gemidos de los heridos.
Al menos la mitad de los hombres y mujeres que hasta un instante antes luchaban en aquel trozo de avenida yacían muertos en el suelo, o tan gravemente heridos que estaban más allá de cualquier posibilidad de salvación. No muy lejos de mí, un ilota contemplaba con estupor un trozo de tubería que le asomaba por el estómago. El fragmento le había golpeado con la velocidad de una flecha y lo había ensartado de parte a parte. Por todos lados se veían cuerpos lacerados por la explosión y por la metralla.
—¡Viktor! ¡Viktor!
—Estoy aquí —dijo el ucraniano, saliendo a rastras de debajo de un trozo de uralita—. ¿Qué diablos ha pasado?
—No tengo ni idea, pero esto es el infierno —contesté rápidamente. Todas las casas de la calle estaban destrozadas y, al fondo, podía adivinar un resplandor reflejado en el cielo que no podía ser otra cosa sino un incendio. Uno realmente grande.
—El fuego va a devorar toda la ciudad antes de que nos demos cuenta —musitó el ucraniano mientras se sacudía la ropa.
De entre las ruinas, los civiles que habitaban las casas salían corriendo en dirección a la oscuridad, tratando de ponerse a salvo. No tenían manera de saber que el Muro exterior tenía varias brechas y que no había nada entre ellos y los No Muertos.
—¡Tenemos que llegar al ayuntamiento! —Sujeté a mi amigo por los hombros, con la angustia reflejada en mi voz—. ¡La fuente del Cladoxpan está allí! ¡Si no conseguimos uno de esos hongos madre, Lucía y yo estaremos condenados! ¡Y todos los ilotas que aún estén con vida!
Viktor miró al otro lado de las llamas, con expresión afligida. Al fondo, el ayuntamiento brillaba entre los incendios, con el tejado destrozado y todas las ventanas rotas. No quedaba ni rastro de la bandera de Greene.
—Va a ser la carrera de nuestras vidas —dijo sencillamente, mientras cambiaba el cargador de su AK-47—. ¿Estás preparado?
Asentí, muy asustado pero totalmente decidido.
—Vamos allá —gruñó Pritchenko—. Nos veremos al otro lado.