47

Habíamos entrado en la ciudad hacía apenas diez minutos a través de la doble compuerta de acceso, sin encontrar resistencia. Allí tan sólo estaban un par de milicianos aterrorizados, que salieron corriendo en cuanto nos vieron llegar. Dos ilotas treparon al Muro desde el techo de los camiones y consiguieron abrir la compuerta en menos de un minuto, mientras el blindado de la retaguardia se encargaba de impedir que ningún No Muerto accediese a la ciudad.

Cuando se cerró la compuerta exterior estuvimos esperando un minuto interminable, mientras los ilotas se esforzaban en abrir la compuerta interior.

—¡Abrid de una jodida vez! —gritó Mendoza, furioso. Desde allí se podía oír perfectamente el tiroteo dentro del gueto. Cada minuto que perdíamos significaba docenas de vidas.

—¡No podemos! —aulló uno de los ilotas—. ¡Los milicianos han destruido los controles antes de huir!

Mendoza soltó una maldición. Las compuertas estaban diseñadas para soportar una enorme presión. Embestirlas no serviría de nada.

—Tenemos que volarla por los aires —dijo, resignado—. Tendremos que utilizar los pocos explosivos plásticos que tenemos.

—Si vas a hacerlo, hazlo ya —le urgió Viktor, visiblemente preocupado.

Yo compartía su urgencia. Lucía estaba allí, en alguna parte en medio de aquel infierno.

Mendoza ladró dos rápidas órdenes, y un par de ilotas colocaron unos pequeños paquetes de C4 en los goznes de la enorme puerta. Se volvieron a la carrera, desenrollando un fino cable tras ellos. Al llegar a nuestra altura, conectaron el cable con un detonador e hicieron girar rápidamente la manilla.

Los explosivos estallaron con un sonido sordo y un intenso fogonazo, visible a mucha distancia. Los goznes saltaron en pedazos y la puerta se tambaleó como un gigante borracho antes de caer hacia el interior del gueto con un profundo estruendo, en medio de una nube de polvo.

—¿Cómo sabías que la puerta iba a caer hacia aquel lado? —le pregunté al tipo del detonador, un negro sombrío y demasiado joven.

—No lo sabía —respondió, encogiéndose de hombros.

Suspiré, desalentado. Los ilotas estaban llenos de valor y determinación, pero su experiencia y formación eran nulas. Recé para que no se pusieran demasiado a prueba.

El convoy entró en la ciudad a toda velocidad. El espectáculo era devastador. Al menos la mitad de las casas ardían y las aceras estaban cubiertas de docenas de cuerpos sin vida. Entre las sombras, podíamos distinguir a grupos de personas que huían de nosotros, aterrorizados, pensando sin duda que éramos hombres de Greene.

—Malditos cabrones —musitaba Mendoza, sin cesar—. Malditos cabrones. Mirad lo que han hecho.

Sin detenernos ni un segundo, continuamos avanzando. Un grupo de milicianos apareció entonces en medio de la calle. Por un instante nos miraron confundidos, como preguntándose quiénes éramos y de dónde salíamos. La respuesta les llegó en forma de una lluvia de balas que los diezmó. Los supervivientes trataron de huir, pero el convoy arrolló a la mayor parte de ellos.

—¡Viktor! ¡Allí! —grité mientras el camión se bamboleaba de una manera horrible al pasar por encima de un montón de restos ennegrecidos.

Habíamos entrado en lo que hasta unas horas antes había sido la plaza central del barrio de Bluefont. Todas las casas del lado norte se consumían en medio de un océano de llamas. En el lado sur, un charco de relucientes casquillos de cobre y restos de neumáticos en la calzada marcaban el sitio desde donde alguien había estado disparando con furia.

Al lado de los casquillos de cobre había dos cuerpos tendidos, y alguien arrodillado entre ellos. Alguien a quien yo conocía muy bien.

Salté del camión antes de que se detuviese del todo y me lancé cojeando hacia ella. La cara de Lucía se transformó por completo nada más verme. Se puso de pie y se lanzó a la carrera hacia mí, con la expresión de alegría más salvaje que jamás había visto en un rostro humano.

De repente me detuve, paralizado, al acordarme de algo terrible. Algo que hacía que, aunque estuviese a pocos metros de ella, me alejara a miles de kilómetros.

—Cariño, por favor, no te acerques. —Levanté el brazo para indicarle con voz temblorosa que se detuviese.

Lucía frenó en seco, con el desconcierto pintado en el rostro, luchando con el resto de sus emociones.

—¿Qué sucede? —Dio un paso hacia mí, con los brazos abiertos—. ¡Estás aquí y estás vivo! ¡Oh, Dios, estás vivo!

—No des ni un paso más, por favor. —Me costaba formular las palabras, que se atascaban en mi garganta—. Estoy infectado. Tengo el TSJ. Y con esos cortes abiertos, podría infectarte a ti también.

Lucía me miró durante un momento que se me hizo eterno. Después, muy lentamente, se acercó a mí y me cogió la mano. Su mirada se entrelazó con la mía, con tanta fuerza que de repente el resto del mundo desapareció por completo. No veía las llamas, ni oía los gritos ni los disparos. Sólo estábamos ella y yo.

—No puedo tocarte —tartamudeé—. Ni puedo besarte, ni puedo estar cerca de ti. Sólo permanezco con vida gracias a…

Lucía me silenció poniendo un dedo sobre mis labios. Me miraba con la expresión más tierna y dulce que jamás le había visto. Era una mezcla de amor profundo, afecto y compromiso, tan potente que me hacía temblar las rodillas. Sin pronunciar ni una palabra, enlazó sus brazos en torno a mi cuello y pegó su cara a pocos centímetros de la mía.

—Durante unos días he pensado que estabas muerto —me dijo, muy despacio, sin despegarse de mí—. Y cada segundo de cada minuto de cada hora de esos días ha sido como vivir en el infierno. Peor que eso. Ha sido como estar muerta en vida. Y no quiero volver a pasar por eso jamás.

Antes de que pudiese hacer nada para impedírselo, acercó sus labios a los míos y me besó. Fue un beso breve, suave y lleno de amor, pero nuestras salivas se juntaron.

—Ahora yo también estoy infectada —dijo, con toda tranquilidad—. Y lo acepto y lo escojo por propia voluntad. Si ése es nuestro destino, así será. Si he de vivir contigo el resto de mi vida, ya sea larga o muy corta, que sea compartiendo hasta nuestro último suspiro. Ahora, éste es nuestro vínculo para siempre.

—Nuestro vínculo —repetí, demasiado abrumado por aquella muestra de entrega—. Para siempre.

Y volvimos a besarnos, y esta vez el beso fue mucho más largo, profundo y apasionado. Y jamás, por muchos años que pasasen, volvería a saborear un beso como aquél, en medio de las ruinas desoladas de Bluefont.