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Habían pasado las últimas tres horas ocultos en las cercanías de un denso manglar, a apenas seiscientos metros en línea recta del Muro exterior de Gulfport. Sus hombres mantenían una férrea disciplina de silencio, mientras la niebla que surgía de los pantanos los envolvía en jirones perezosos. Las dos patrullas que había enviado a recorrer el perímetro confirmaron lo que el reconocimiento por satélite ya les había dicho semanas antes. Toda la ciudad estaba fortificada mediante un muro de hormigón, lo suficientemente fuerte como para mantener a los No Muertos fuera.

Pero aquel muro no sería ningún problema para Hong y sus hombres.

La primera idea había sido enviar un ultimátum a la ciudad pidiendo su rendición. Capturar el enclave de una pieza podría tener un gran valor, si luego podía usarse como cabeza de puente para una posible invasión. Pero Hong enseguida se dio cuenta de que tenía muy pocos hombres para eso. Además, sólo los débiles se rendían, y en el mundo ya sólo sobrevivían los fuertes.

Mientras contemplaba las luces de la torre de craqueo de la refinería que brillaban en la distancia, el coronel era consciente de que sus planes originales habían cambiado. Ya no se trataba tan sólo de descubrir el origen del petróleo que mantenía con vida a la ciudad. Su mirada se desviaba cada pocos segundos a aquel bote de líquido lechoso apoyado sobre su petate. No, aquél era el verdadero premio gordo. Con aquel producto milagroso, podrían enviar a todo un ejército a conquistar el mundo sin preocuparse de la infección. Y podrían enviarlo mañana mismo, por lo que el combustible ya no sería un problema.

Tan sólo faltaba saber de dónde salía aquel líquido espeso y de olor dulzón. Y el coronel pensaba resolver esa incógnita en breve.

—¿Está todo listo? —preguntó Hong a su ayudante. El teniente Kim asintió con expresión seria mientras se encaramaba al árbol desde donde el coronel escrutaba la ciudad a través de sus prismáticos.

—En cuanto rompa el sol y tengamos suficiente luz entraremos por allí —dijo Hong mientras señalaba un sector del Muro cercano a la factoría.

En aquella zona había menos No Muertos que en el resto del perímetro, a causa de las pozas de agua empantanada y de la refinería. Aun así, pululaban por el sector al menos unos dos millares de monstruos, aunque prácticamente la mitad estaban en un estado tan lastimoso que el coronel dudaba que pudiesen dar más de cincuenta pasos sin desmoronarse. Sin embargo, el resto continuaban activos y eran muy peligrosos.

—Las cargas explosivas ya están colocadas, camarada coronel —musitó Kim, mientras sacaba una libreta, listo para tomar notas—. Y las patrullas dicen que apenas han visto guardias sobre el muro.

—Es extraño —murmuró Hong. Había supuesto que tendrían que reducir a los centinelas de la ciudad, pero no había casi ninguno a la vista.

De repente, un repiqueteo de armas de fuego sonó en la distancia, a su derecha. El stacatto de disparos fue creciendo hasta que de golpe una explosión sacudió la atmósfera, seguida de otras tres más en rápida sucesión. A lo lejos, en la otra punta de la ciudad, comenzaban a brillar las llamas de varios incendios.

Al principio, el coronel Hong pensó que los habían descubierto. Pero los disparos sonaban muy lejos, y nada parecía perturbar la quietud de aquel rincón húmedo y maloliente del pantano.

—¿Qué está pasando, mi coronel? —preguntó Kim, confundido.

—No tengo ni idea, pero no me gusta —replicó Hong, alarmado. Alguien estaba luchando en el interior de la ciudad, pero no sabía quién ni por qué.

Una nueva explosión, ésta más potente, iluminó por un instante el cielo, como un gigantesco flash.

—¡Esa explosión ha sido en el muro, coronel! —susurró Kim, excitado. Los No Muertos de su zona, atraídos por el ruido, comenzaban a caminar en la dirección de los disparos. Algunos daban tres pasos y se derrumbaban, deshaciéndose prácticamente, pero el resto se movía a buen ritmo.

—Ya lo veo —replicó Hong. Una terrible corazonada le acababa de invadir. Alguien más estaba asaltando la ciudad. Alguien que les estaba tomando ventaja.

¿Quiénes pueden ser? ¿Serán rusos? O puede que sean los chinos. Si nosotros hemos localizado Gulfport, ellos también pueden hacerlo. O quizá algún país imperialista europeo…

Con horror, el coronel se dio cuenta de que podían robarle el éxito cuando estaba tan cerca del final. Debía recuperar la iniciativa.

—¡Kim! —ordenó a su ayudante—. Todo el mundo preparado. Que vuelen el sector minado del muro en dos minutos. Vamos a entrar ahora.

—¿Ahora? —preguntó Kim, confundido—. Pero, mi coronel, entrar en una ciudad desconocida, de noche…

—¡Tenemos que hacerlo ya, o será demasiado tarde! —le urgió Hong mientras descendía del árbol a toda velocidad. El coronel conocía los riesgos, pero no quedaba otra opción.

No puedo hacer otra cosa. El Politburó aceptaría un fracaso de la misión, pero nunca que otra potencia se hiciese con el control de la ciudad, y menos delante de mis propias narices. Es mi pescuezo el que está en juego.

Sería un asalto nocturno. A muerte.

Justo cuando el coronel se encaramaba en su blindado, sus artificieros volaban un sector entero del Muro con una explosión sorda. Los trozos de hormigón armado y hierros retorcidos volaron en todas direcciones.

Un trozo de hierro incandescente, uno entre varios cientos muy parecidos, salió proyectado hacia el recinto de la refinería. Tras recorrer casi quinientos metros, el trozo de hierro al rojo vivo impactó contra una gigantesca cuba que contenía más de diez mil litros de combustible refinado y atravesó el forro de acero y aluminio anodizado que la envolvía como si fuera un vulgar trozo de mantequilla. Al cabo de un segundo, una fabulosa explosión sacudió el aire y arrasó todo lo que estaba en un radio de doscientos metros en medio de una gigantesca y ardiente bola de fuego.

Los blindados norcoreanos temblaron a causa de la fuerza de la explosión. La bola de fuego no los alcanzó, pero la potencia de la onda expansiva arrancó de cuajo las ramas de los árboles que los habían mantenido ocultos. Horrorizado, Hong vio cómo los pocos No Muertos que aún permanecían en la zona giraban en un baile enloquecido, envueltos en llamas.

Ya no hay factor sorpresa. Ahora, todo depende de nosotros.

—Camaradas, adelante —dijo por la radio—. ¡Por nuestra gloriosa patria!

Con un rugido de motores, los blindados cruzaron la zona despejada alrededor del Muro y se colaron por la brecha abierta.

Y cinco minutos después de que el último blindado hubiese pasado, el primer grupo de No Muertos atraído por la explosión llegó hasta la brecha. Y sin que nadie se lo impidiese, comenzaron a colarse dentro del recinto, en un goteo imparable, mientras cientos de ellos continuaban afluyendo.

La última ciudad habitada de Estados Unidos estaba a punto de caer.