Malachy Grapes se sentía feliz.
Su vida nunca había sido fácil, y de pequeño había tenido que escuchar innumerables veces cómo le llamaban «basura blanca». Hijo de una madre soltera adicta al crack, el pequeño Malachy había tenido que aprender a defenderse desde niño con la fuerza de sus puños, y cuando fue un poco más mayor, con navajas primero y armas de fuego después. Pasar de las pandillas de la calle a la Nación Aria fue fácil. El resto vino rodado.
Lo cierto era que Grapes llevaba toda su vida, incluida la larga temporada en la cárcel, rodeado de violencia. Y había aprendido a disfrutarla. De hecho, le gustaba. Oh, joder, vaya si le gustaba. El informe psiquiátrico de la cárcel hacía una descripción muy detallada de la personalidad de Grapes y de sus marcados raptos esquizoides, unidos a una inteligencia por encima de la media, pero eso a él le daba igual. El dolor ajeno era lo que le motivaba. Y el poder.
Pero nada de lo que había vivido hasta ese momento podía compararse a lo que sentía en aquel instante, de pie en medio de una calle en llamas del gueto de Bluefont, mientras sus hombres cazaban implacablemente hasta el último de aquellos negros y chicanos desgraciados.
Porque mientras sus botas chapoteaban en un charco de sangre que salía de la cabeza de un ilota y las casas se derrumbaban a su alrededor en un infierno de chispas y maderos carbonizados, Grapes se sentía más vivo que nunca. Se sentía como si fuera un dios, un dios de la guerra, violento y destructivo. Y la sensación era tan potente y arrebatadora que casi le mareaba.
Iba a acabar con todos ellos aquella misma noche. Y no pensaba perdonar ni siquiera a los dos mil ilotas que le había pedido el reverendo Greene. Ya se inventaría después una excusa para justificarlo. Se resistieron demasiado, reverendo. No quisieron aceptarlo. No se dejaron coger vivos. Qué más daba. Algo se le ocurriría. Pero en aquel momento estaba tan borracho de sangre que un solo tipo de pensamiento le ocupaba la cabeza. Matar, arrasar, mutilar. Causar dolor.
—Eh, Malachy —dijo una voz a su espalda. Era Seth Fretzen, su mano derecha—. Me dicen por radio que las calles de aquel lado están bajo control, pero parece que tenemos algunos problemas en la zona del centro del gueto. Los negratas se están poniendo tontos y nos están disparando.
Grapes bajó la mirada y contempló sus nudillos, con el tatuaje HATE JEWS escrito en ellos, sin molestarse en ocultar una sonrisa. Aquellos imbéciles del gueto le estaban dando la excusa que él necesitaba.
—No pasa nada, Seth —dijo amigablemente—. Iremos hasta allí a patear sus culos morenos. A ver si aprenden de una puta vez quién manda aquí.
Seth Fretzen sonrió, mostrando una dentadura irregular y podrida en la que faltaban varias piezas. Él también estaba disfrutando de lo lindo con aquello. Hizo una seña al amplio grupo de milicianos y Guardias Verdes que rodeaban el vehículo de Grapes y se sentó al volante del coche de Grapes, mientras su escolta subía a sus propios transportes. Con un rugido de motores, la pequeña caravana comenzó a avanzar por las calles en llamas de Bluefont. A su paso, docenas de figuras corrían a esconderse entre las sombras.
Grapes las miró, despectivo. Ya se encargarían de ellas después. Primero había que eliminar a los que aún tenían agallas para enfrentarse a sus hombres. Una vez hecho eso, el espinazo de la Resistencia estaría partido por la mitad y el resto serían como corderitos.
Aquellos imbéciles. Los Justos, se hacían llamar.
Como si la justicia tuviese algo que ver con todo aquello. En lo que a Grapes respectaba, la justicia había muerto junto con el antiguo mundo, arrasado por el Apocalipsis.
Ahora sólo imperaba la ley del más fuerte. Y él, con el permiso de Greene, era el más fuerte.
Su convoy dobló la esquina y de repente comenzaron a sonar disparos desde todas partes. Grapes oyó un aullido de dolor a su lado. El miliciano que ocupaba la torreta de 50 milímetros de su Humvee cayó dentro del vehículo con la mitad de la cabeza reventada por un balazo. Una ráfaga de ametralladora punteó todo un lateral del vehículo y agrietó los cristales reforzados. Como un reflejo, una serie de bultos aparecieron por el lado interior de la puerta, marcando los lugares donde habían impactado las balas. Si ésta no hubiese estado blindada Grapes habría quedado acribillado en ese preciso momento.
El Ario contempló la puerta, estupefacto, mientras uno de los vehículos de su escolta saltaba por los aires en medio de una bola de fuego. Dos ilotas se alejaron del lugar corriendo, después de haber arrojado unos cócteles molotov, pero cayeron acribillados por sus hombres antes de poder alcanzar un refugio.
Su ordenado convoy se había convertido de repente en un caos completo. Grapes sintió que las venas del cuello se le hinchaban de furia.
—¡Seth, que todos los refuerzos vengan aquí inmediatamente! ¡Vamos a joder a esos cabrones! ¡Y que traigan un blindado pesado cagando leches!
El lugarteniente asintió y pronunció unas palabras por radio. Mientras, Grapes saltó del vehículo y fue organizando a sus hombres en una línea de fuego que les permitiese salir de la emboscada. Las balas repiqueteaban alrededor del Ario, pero éste las ignoraba. Estaba demasiado furioso como para darse cuenta.
Finalmente, consiguió formar un semicírculo en una esquina de la plaza, mientras los ilotas se concentraban principalmente en el otro lado. Sus milicianos disparaban a ciegas contra la oscuridad, gastando munición como si estuviesen en un concurso de tiro. No importaba. Tenían de sobra. Todo el jodido depósito de la Marina de Gulfport a su entera disposición.
Sin embargo, el fuego de los ilotas se había reducido bastante, y ya sólo era un petardeo esporádico, comparado con el huracán de fuego que estaban desatando sus hombres. Grapes gruñó satisfecho. Sospechaba que los negratas estaban quedándose sin munición, pero no quería arriesgarse.
De repente, un Humvee similar a los suyos, pero sin la cruz verde de Greene en el costado, apareció por una de las bocacalles que desembocaban en la plaza. El conductor pegó un frenazo, tan sorprendido por el encuentro como los hombres de Grapes. Sin embargo, reaccionó con prontitud y aceleró a toda velocidad, mientras su tirador abría fuego contra su línea. La pesada ametralladora de 50 milímetros perforó los blindajes laterales como si fuesen latas de refresco y media docena de sus chicos cayeron retorciéndose de dolor en el suelo. El Humvee aceleró y desapareció entre las sombras, como un espíritu malvado.
Grapes escrutó la noche, con el ceño fruncido, mientras trataba de seguir el rugido del motor. El Humvee se movía rápidamente, de una esquina a otra, aprovechando los charcos de oscuridad para ocultarse y evitar ser un blanco fácil. Cuando sus milicianos quisieron responder al fuego, ya había desaparecido al otro lado de las casas. Desde dentro de los refugios de los ilotas se oyó un aullido de júbilo.
El líder de los Verdes maldijo por lo bajo. De alguna manera aquellos bastardos se las habían arreglado para apoderarse de uno de sus vehículos. No podía ser otra cosa. A no ser que tuviesen aliados en el otro lado del Muro. Eso sería mucho más preocupante. Grapes trató de adivinar quién iba dentro de aquel vehículo, que en aquel instante hacía otra pasada, pero estaba demasiado lejos, y el destello de los disparos le deslumbraba.
El convoy de Grapes se había detenido y era tan amplio que suponía un blanco fácil. Prácticamente todas las balas en esa segunda pasada dieron en la diana y obligó a sus hombres a refugiarse detrás de los vehículos más blindados. Grapes se arrepintió de no haber cogido los aparatos de visión nocturna que habían encontrado en el depósito militar. Ni en su más delirante pesadilla se le hubiese ocurrido que los negratas y los sucios chicanos ofreciesen tanta resistencia.
Justo en aquel instante sintió temblar el suelo bajo sus pies. Doblando la esquina, una pesada tanqueta Bradley llegaba rodando sobre sus cadenas, mientras el asfalto se agrietaba a su paso.
—¡El blindado está aquí, Malachy! —gritó Seth, exultante.
—Que avance y que acabe con esos pirados de una vez —gruñó Grapes, señalando las casas del otro lado.
El conductor del Bradley escuchó la orden y asintió. Poco acostumbrado a aquel vehículo, hizo chirriar las marchas un par de veces antes de engranar la correcta, pero cuando lo consiguió, el pesado blindado comenzó a avanzar de forma imparable hacia los ilotas.
El Humvee se cruzó en su camino a la desesperada, disparando casi a quemarropa los proyectiles de su ametralladora, pero el blindaje del Bradley era demasiado grueso para que le afectase. En ese preciso instante, el conductor del Humvee cometió un error fatal y giró en un ángulo demasiado pronunciado para evitar una ráfaga bien dirigida procedente de la línea de Grapes. Al hacerlo, el vehículo se tambaleó y el conductor tuvo que reducir la velocidad para recuperar el control del mismo. El artillero del Bradley aprovechó ese momento para disparar una andanada contra el Humvee, que había quedado como un pato de feria en su línea de tiro.
La ráfaga alcanzó el motor y éste reventó con un sonido sordo, proyectando esquirlas de metralla en todas direcciones. Los tripulantes del Humvee salieron a toda velocidad por el lado opuesto, perseguidos por una lluvia de balas desde la línea de Grapes. Dos de ellos cayeron de espaldas cuando fueron alcanzados, y otro soltó un grito cuando una bala le atravesó una pierna.
A Grapes se le escapó una maldición. Los tipos muertos del Humvee eran blancos.
Eso significaba que podía haber más como ellos, incluso en su retaguardia. De repente ya no se sintió tan seguro, ni tan poderoso. El temor a caer en una emboscada se comenzó a filtrar en su mente, artero y silencioso. Pero ya había avanzado demasiado para retroceder.
El fuego desde las casas de los ilotas se había reducido a la mínima expresión. Desde las ventanas llovían cócteles molotov sobre el Bradley, pero éste continuaba rodando como si tal cosa.
La tanqueta lanzó una rápida serie de proyectiles incendiarios dentro de las casas. En menos de dos minutos las llamas comenzaron a asomar por las ventanas de la planta inferior. Algo explotó con violencia dentro de una de las viviendas, y parte del tejado se elevó en el aire como el sombrero de un marinero, para acabar estrellándose a pocos metros de allí. Toda la plaza quedó sembrada de escombros y restos carbonizados.
Desde los pisos superiores los ilotas se arrojaban al vacío, con sus ropas envueltas en llamas. Los milicianos les disparaban a medida que caían, y los cuerpos quedaban inmóviles en medio de la calzada, chisporroteando lentamente.
Unos cuantos salieron por la puerta, envueltos en una densa nube de humo, tosiendo y tropezando. Grapes adivinó unas figuras conocidas en medio de los fugitivos y levantó el brazo.
—¡Alto el fuego! —rugió—. ¡Que nadie dispare, joder! ¡Quiero vivos a esos de ahí!
Un grupo de milicianos se adelantó y rodeó a los supervivientes. No eran más de media docena, y estaban cubiertos de cortes y heridas. A Grapes se le abrieron mucho los ojos cuando los llevaron ante él.
—No puede ser. —Meneó la cabeza, incrédulo—. Pero si es el pichafloja de Strangärd… Asqueroso sueco presumido y arrogante. ¡Tú eres uno de esos Justos de mierda!
El sueco levantó la cabeza y miró a Grapes con serenidad. Su pierna derecha tenía una fea herida de bala y no dejaba de sangrar.
—Grapes, esto es una masacre —le dijo—. No tienes por qué hacer esto. No es necesario. No tienes por qué obedecer a Greene hasta este extremo. Estás acabando con vidas de inocentes por culpa de los delirios de un viejo loco.
Grapes se lo quedó mirando de hito en hito como si no diese crédito a lo que estaba oyendo. De repente estalló en carcajadas mientras se palmeaba las piernas.
—¡Siempre pensé que eras un pichafloja, pero esto es lo máximo! —Se abalanzó de improviso sobre Strangärd, lo cogió por el cuello de su chaqueta y acercó su boca al oído del sueco, de forma que nadie más les oyese—. ¿De verdad crees que hago esto sólo por el reverendo, grandísimo estúpido? ¿No te das cuenta de que esto es el primer escalón hacia algo más grande? ¿Acaso no ves que éste es mi destino manifiesto? Subiré por encima de los cuerpos de todos y cada uno de estos jodidos negratas, si es necesario, pero nadie puede detenerme. Nadie. ¿Me oyes? Soy un dios de la guerra, pedazo de sueco maricón. Y has cometido un gran error cruzándote en mi camino.
Se irguió en toda su estatura y desenfundó su pistola. La amartilló ruidosamente y la apuntó contra la cabeza del sueco.
—Vuestro golpe ha acabado antes de empezar. —Señaló hacia las ruinas ardientes de las casas de la plaza. El tiroteo en el resto del gueto seguía, pero era cada vez más débil y vacilante. Los Verdes, más numerosos y mejor armados, estaban tomando el control de la situación—. Si te sirve de consuelo, no teníais ni la más mínima oportunidad. Pero ahora quiero que me digas quiénes son tus compinches al otro lado del Muro. Quiero nombres, direcciones, planes. Lo quiero todo.
—Vete a la mierda, Grapes —escupió Strangärd—. No vas a dejar que salga vivo de aquí, y ambos lo sabemos. No puedes amenazarme con nada, así que métete tus «quieros» por el culo.
El Ario contempló por unos segundos al sueco tirado en el suelo.
—Está bien. —Señaló con la punta de su pistola a Alejandra y a Lucía, que estaban al lado de Strangärd, con las ropas chamuscadas y una expresión de horror en el rostro—. Seth, coge a una de estas dos y llévatela ahí detrás.
Seth Fretzen se acercó exhibiendo su sonrisa podrida, como si aquél fuese el día más feliz de su vida. Del bolsillo de su guerrera sacó unas tiras de papel reactivo y las desprecintó. Pasó una tira por uno de los rasguños que Alejandra y Lucía tenían en sus caras y esperó unos segundos. De golpe su sonrisa se hizo aún más fiera, y adquirió un matiz que hizo que a las dos muchachas se les secase la boca de puro pánico.
—Están limpias, Malachy —dijo—. Las dos. Ni rastro del puto virus.
Grapes hizo un gesto con la pistola, como diciendo «Eso no me importa». Sus ojos no se apartaban del sueco.
—Nombres, mariconazo —repitió—. Quiero nombres.
—Y yo te repito que te vayas a la mierda —musitó Strangärd, un poco más pálido pero igual de firme.
—Muy bien —dijo Grapes—. Todo lo que suceda a partir de ahora es por tu culpa.
Dos Verdes sujetaron por los brazos a Alejandra y la levantaron en vilo. La mexicana pataleó y los maldijo, pero no era rival para los Arios.
—¿Qué hacéis? —gritó Lucía—. ¡Soltadla, cabrones!
—No tengas prisa, bonita —se carcajeó Seth, mientras arrastraban a Alejandra detrás del blindado, fuera de la vista del resto del grupo—. Enseguida será tu turno. Tenemos de sobra para las dos.
Pasaron unos segundos. Alejandra gritaba y se debatía, forcejeando con sus captores. Sonó un puñetazo y de repente los gritos de la muchacha se mezclaron con sollozos. Alguien desgarró una pieza de ropa. A continuación se empezaron a oír unos sonidos apagados que no dejaban lugar a dudas de lo que estaba sucediendo. Unos golpes rítmicos contra el costado del blindado fueron ganando intensidad hasta alcanzar un paroxismo. Entonces, una voz de hombre bramó, y el golpeteo cesó. Tan sólo se oían los gemidos de la joven mexicana.
Al cabo de unos segundos, Seth Fretzen apareció de nuevo desde detrás del blindado, subiéndose la petrina del pantalón con expresión satisfecha. Al otro lado de la tanqueta, el golpeteo y los sollozos volvieron a comenzar cuando otro Verde ocupó su lugar. Y había otros seis esperando su turno con expresión golosa.
—Nombres —repitió Grapes—. Dame lo que quiero o la siguiente será ella.
Strangärd, por toda respuesta, escupió sobre las botas de Grapes. El Ario, enfurecido, le propinó una patada en el pecho que dobló al sueco por la mitad.
—Lo siento —jadeó Strangärd, mirando a Lucía—. Lo siento, pero no puedo hacerlo. Va a matarnos de todas formas.
El segundo Verde gimió de forma aún más ruidosa que el anterior al llegar al clímax. Cuando el tercero ya se desbrochaba los pantalones se oyó un tiroteo muy fuerte, acercándose a toda velocidad. La radio del Humvee de Grapes cobró vida repentinamente, con un parloteo excitado de los milicianos.
—¡Una columna de camiones desconocidos se está abriendo paso a través del gueto! —gritó Seth, alarmado, sacándose los cascos de la radio.
—¡Que los detengan y se los carguen de una vez, joder! Se están quedando sin munición —replicó Grapes, molesto por la interrupción.
—Dicen que no pueden —contestó Seth, repentinamente asustado—. Están armados y han arrollado a nuestros milicianos. —El Verde tragó saliva—. Vienen directos hacia aquí.
Grapes levantó la cabeza y por segunda vez en aquella aciaga noche dudó. ¿Era una emboscada? ¿Había subestimado a los negratas?
—¿De dónde han salido? —preguntó dubitativo.
—Dicen que vienen de… de… —Seth Fretzen dudó, como si no creyese lo que le estaban diciendo por la radio—. Vienen de fuera del Muro, Malachy.
El Ario se tambaleó al oír la noticia, pero se recuperó enseguida. Ellos eran más. Además, tenían blindados y munición de sobra. Les prepararían una sorpresa que no olvidarían fácilmente.
—Está bien —dijo—. Vamos a colocarnos de forma que esta plaza sea un campo de tiro perfecto. No saldrá ni uno solo vivo de aquí. Seth, que el Bradley se ponga en posición junto a aquellas…
Sus palabras se interrumpieron de golpe cuando el sonido de una enorme explosión tronó a través de la noche. Todos miraron alarmados hacia el horizonte. Al este, en la otra punta de la ciudad, una enorme nube de fuego se elevaba por los aires. Una ráfaga de aire caliente que olía a gasolina llegó a toda velocidad e hizo revolotear las pavesas ardientes de las ruinas.
—¿Qué carajo ha sido eso? —preguntó Grapes, notando que le fallaba la voz. Lo que le había parecido un plan sencillo cuando lo planeó con Greene se estaba transformando en una auténtica pesadilla llena de sorpresas.
—No tengo ni idea —replicó Fretzen—. Parece que ha sido cerca de la refinería, pero eso es imposible. Está fuera del gueto…
—¡Confírmalo por radio, pedazo de cretino! —aulló Grapes, repentinamente asustado. Había llevado con él casi todas las tropas disponibles para el asalto definitivo al gueto. Fuera de allí, tan sólo quedaban medio centenar de milicianos inexpertos y una guardia de seis Verdes protegiendo a Greene. Eso era todo lo que quedaba en Gulfport. Y de repente había una explosión en la otra punta de la ciudad. Aquello no era bueno. No, joder, no era nada bueno.
A lo lejos se oyó el sonido débil pero inconfundible de disparos. Eran ráfagas de fusiles de asalto. Grapes no lo dudó más. Algo muy gordo estaba sucediendo al otro lado del Muro interior, y tenía prioridad sobre aquello. Los negratas tendrían que esperar.
—Nos vamos —ordenó, de forma seca—. Seth, ordena por radio que todo el mundo se repliegue al otro lado del Muro interior cagando leches. Que suelten a los ilotas que tengan en los camiones y que corran hacia los disparos del otro lado. ¡Máxima urgencia!
—¿Y qué hacemos con ellos? —tartamudeó Seth, señalando a Strangärd y a Lucía.
Por toda respuesta, Grapes levantó su pistola y la pegó a la nuca del sueco. Sin pestañear, apretó el gatillo y disparó con frialdad. Strangärd cayó muerto sobre el regazo de Lucía, soltando sangre a chorros por el agujero abierto en su nuca. Lucía chilló aterrorizada, al notar la sangre caliente empapándola.
—Oh, cállate de una vez, zorra —murmuró Grapes, apuntando su arma hacia la muchacha. Justo en ese instante, el blindado arrancó el motor y se movió, dejando a Alejandra a la vista.
La joven mexicana tenía un aspecto horrible. Con toda la ropa destrozada, su cara estaba cubierta de hematomas y la sangre chorreaba por la cara interior de sus muslos desnudos. Grapes la vio por el rabillo del ojo un segundo antes de que la chica se lanzase sobre él con las manos desnudas y un brillo de furia homicida en los ojos.
El Ario saltó a un lado mientras apretaba el gatillo. La primera bala alcanzó a Alejandra en el hombro y la hizo girar como una peonza. La segunda le entró directamente sobre la sien, y la parte superior de su cabeza saltó por los aires como la tapa de una tartera, antes de caer al suelo.
Todo había durado menos de diez segundos.
Jadeando, Grapes se volvió para acabar con la última superviviente. El Ario soltó una maldición. Lucía había desaparecido. Paseó la mirada por los alrededores, tratando de perforar la oscuridad, pero no pudo ver nada. Lucía se había escabullido aprovechando la distracción.
Grapes se maldijo por su torpeza. Cuando había dado la orden de arrancar para regresar a Gulfport todo el mundo había corrido a sus vehículos, y los dos guardias que tendrían que haber estado vigilando a la chica estaban todavía muy ocupados, abrochándose la bragueta después de tirarse a aquella zorrita mexicana.
Y ahora puede estar oculta en cualquier parte, y yo no tengo tiempo, pensó Grapes.
—¡Volveré a por ti! —gritó hacia la oscuridad—. ¡Y por mucho que te escondas te encontraré!
Se subió de un salto a su Humvee y dio la orden de arrancar. Con un estruendo de motores, el convoy salió del gueto en llamas a toda velocidad, rumbo al otro lado del Muro interior. A sus espaldas, Bluefont era un mar de llamas, muerte y dolor lleno de miles de ilotas asustados y confusos. Frente a ellos, en la otra punta de la ciudad, comenzaba una batalla muy distinta.