—Alejandra, necesitamos más trapos —dijo Lucía—. Y unas cuantas botellas vacías. Se nos están acabando.
La mexicana se levantó y se acercó hasta una caja situada al fondo de la sala donde ellas dos y otra media docena de personas se afanaban preparando cócteles molotov. Cogió un fajo de tiras de trapos de algodón y un carrito lleno de botellas de cristal vacías y volvió con ellas a su puesto junto a Lucía.
Todo el gueto estaba lleno de pequeños talleres como aquél, donde los ilotas se preparaban para el inminente asalto al Muro del gueto. En algunos, como aquél, se preparaban cócteles molotov, y en otros habían montado rudimentarias fábricas de munición, pero estaba por ver su fiabilidad en el fragor del combate.
Viktor tenía razón, pensó Lucía. Casi no tenemos armas. Si no lo conseguimos a la primera nos aplastarán como a chinches.
El buen humor de la muchacha había desaparecido por completo y en su lugar se había instalado una negra nube de amargura que no la abandonaba ni un solo momento. Los primeros dos días en el gueto los había vivido con excitación, permanentemente asomada sobre la muralla exterior, oteando el horizonte en busca de la menor señal de alguien volviendo a Gulfport. Se había pasado tanto tiempo encaramada en la valla, sin que le importase la lluvia constante ni los No Muertos que rugían bajo ella a pocos metros, que por un momento Pritchenko y Alejandra pensaron que la joven estaba a punto de perder el juicio. Sólo se bajó de la muralla cuando Mendoza se lo ordenó de forma tajante. Su presencia allí era un reclamo para las patrullas de la Milicia de Greene y en cualquier momento podía atraer preguntas incómodas. Preguntas que nadie quería responder a pocos días de que el gueto estallase en llamas contra sus opresores.
La excitación del principio se fue marchitando, junto con sus esperanzas, a medida que los días iban pasando. Aunque no quería reconocerlo, era perfectamente consciente de que a cada hora que pasaba las posibilidades de que él regresase eran menores. No se trataba tan sólo de los peligros del exterior, incontables y desconocidos, ni de la infección que sabía que corría por sus venas, sino de algo mucho peor. No tenía la certeza plena de que no lo hubiesen matado nada más bajar del tren. Ésa era una pesadilla que la despertaba por las noches, entre gritos, y después lo único que podía hacer era acurrucarse en su camastro, temblando y esperando a que la débil luz de la mañana le indicase que había llegado un nuevo día. Otro día sin noticias suyas.
Su cara, abotargada y con profundas ojeras, indicaba el infierno que estaba pasando. Había dejado de comer y se sentía como un cuerpo sin vida, ajena a todo y a todos. Finalmente, Alejandra se había plantado delante de ella una mañana y la había sentado en una de las líneas de producción.
—Necesitas ocupar tu cabeza con otras cosas —le había dicho—. Hazlo o te volverás loca por el dolor. No eres la primera que ha pasado por esto, ni serás la última. La gente lo enfoca de dos maneras distintas: o tratas de digerir ese dolor y transformarlo en algo pequeño y manejable, o dejas que ese dolor crezca tanto que al final te aplasta debajo de ti y no te deja respirar. Tú has cogido ese segundo camino, y créeme, sólo conduce a una vida gris, triste y sin futuro. Tienes que seguir adelante.
—No quiero seguir adelante —se había limitado a decir Lucía—. No sin él.
—Seguirás, claro que seguirás. —Alejandra le dio un apretón afectuoso en el brazo y le levantó el mentón para mirarla directamente a los ojos—. Tienes que seguir, por ti y por todo lo que representabais los dos juntos. Por él, y por su recuerdo. Pero, sobre todo, tienes que seguir porque no puedes abandonar, no a estas alturas. El futuro está muy cerca. Esta pesadilla va a acabar tarde o temprano y entonces el mundo será un lugar muy grande para muy poca gente. Y tú tienes que llegar hasta allí como sea. Así que siéntate y empieza a fabricar los pinches molotov como si te fuese la vida en ello. Deja la mente en blanco, si es necesario, piensa en cualquier otra cosa, ¡pero lucha por vivir!, o nada de lo que hayas hecho hasta ahora, por ti misma o con él, tendrá ningún sentido.
Y Lucía había bajado la cabeza y había comenzado a trabajar en silencio, tragándose las lágrimas y guardando el dolor en un cajón muy profundo y enterrado de su corazón. Pronto descubrió que el trabajo mecánico de la línea la ayudaba a mantener la cabeza a flote y aunque no le permitía olvidar, al menos estaba ocupada. Y aquello era lo que más necesitaba en aquel momento.
—¿Cómo pretenden abrir un hueco en el Muro? —le preguntó a Alejandra, mientras rellenaba con cuidado una de las botellas con medio litro de gasolina y virutas de jabón potásico.
—No tengo ni idea —replicó la muchacha—. Es un secreto que sólo saben unos cuantos. Se rumorea que en uno de los sótanos están juntando enormes cantidades de fertilizante y Dios sabe qué cosas más para fabricar un explosivo muy potente, pero no sé si es cierto. —Miró a los lados cautelosamente antes de seguir hablando—: Las paredes pueden oírnos.
—Espero que funcione, sea lo que sea, porque… —La joven se interrumpió de golpe. Habían sonado un par de disparos aislados. Todo el mundo en el taller levantó la cabeza, alarmados, y de repente una ráfaga larga sonó de nuevo, con el tableteo cruzado de varios fusiles de asalto de fondo.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Lucía, alarmada.
—No lo sé, pero no es bueno. —Alejandra pegó un salto y abrió con cautela una de las ventanas del piso superior de la casa.
Las ventanas estaban cerradas a cal y canto para impedir que nadie viese lo que sucedía en el interior, así que tuvo que luchar durante un rato con los cierres hasta que consiguió abrir la hoja de guillotina. Asomó la cabeza al exterior y casi al instante volvió a meterse dentro a toda velocidad.
—¡Toda la calle está llena de Verdes y de milicianos! —gritó, alarmada—. ¡Y traen camiones, docenas de ellos!
—¿Cuántos son? —preguntó un hombre alto y chupado, con una incipiente calva en medio de una madeja de rizos negros, mientras se metía en el cinturón un par de cócteles molotov de una caja.
—No lo sé, pero son muchísimos, más que nunca. Deben de haber enrolado a milicianos adicionales, porque están por todas partes.
—¿Qué vamos a hacer? —murmuró una mujer, asustada—. Gato y la mayoría de los líderes están fuera de la ciudad y no queda casi nadie que pueda coordinar a los grupos.
—Tendremos que actuar por nuestra cuenta. —Lucía se quedó sorprendida al oír que aquellas palabras salían de su boca, pero al mismo tiempo sintió una sensación de paz interior como no había sentido en muchos días. Quería tomarse la justicia por su mano. Joder a aquellos que habían destrozado su vida. Que compartiesen un poco de su dolor—. ¿No hay manera de lanzar una señal? —preguntó.
—Sí, un juego de bengalas rojas —contestó Alejandra—. No sé dónde están, pero estoy segura de que alguien se encargará de eso de un momento a otro.
—Pues encarguémonos de repartir unos cuantos de éstos —dijo Lucía arrastrando un cajón lleno hasta los topes de cócteles molotov—. Y el primero de esos malnacidos que asome la nariz delante de nosotros que rece lo que sepa.
Cargaron los cócteles en las mochilas que tenían preparadas y salieron a la calle. Por todas partes sonaban disparos, gritos y el sonido de cristales y maderos rotos. Los Verdes se estaban empleando a fondo para limpiar los reductos más duros del gueto, y ya no tenían que disimular. Aquélla era la Gran Limpieza, y los que se resistiesen debían ser eliminados sin compasión. Las máscaras habían caído.
Un par de explosiones sacudieron la calle. De repente, el tableteo de armas de fuego alcanzó un paroxismo demoníaco y una enorme bola de fuego se elevó en la otra punta del gueto, en medio de un rugido devastador.
—¡Les están haciendo frente! —rugió el hombre alto, levantando un puño—. Eso que suenan son cuernos de chivo, [6] no los M4 de los Verdes.
—Tenemos que darnos prisa —les urgió Alejandra—. No creo que tengan munición para sostener este tiroteo durante mucho tiempo. Necesitarán toda la ayuda que podamos darles. Dividámonos en varias direcciones y repartamos los molotov.
El pequeño grupo se dispersó en las cuatro direcciones. Lucía y Alejandra se fueron con el mexicano alto, que parecía estar muy seguro de por dónde ir. El fragor del tiroteo era generalizado y el cielo reflejaba el resplandor rojizo de una docena de incendios aquí y allá. Por todas partes corrían personas, muchas de ellas gritando asustadas, pero otras muchas provistas de una colección variopinta de armamento y con una mirada de determinación en los ojos que no admitía discusión.
—Cuando el ratón está acorralado en una esquina, se siente capaz de atacar al león —murmuró Lucía entre dientes.
—¿Qué dices? —preguntó Alejandra.
—Nada —contestó Lucía, sintiendo que un torrente de furia fría y dura como el hielo le inundaba las venas—. Repito algo que solía decir… Bueno, algo que solía decir él, ya sabes.
—Ya me lo contarás más tarde. —La mexicana le tiró del brazo—. ¡Ahorita tenemos que darnos prisa! ¡Corre!
Se oyó un chirrido de neumáticos cuando un camión pesado dobló la esquina, con un grupo de milicianos Verdes encaramados en su caja abierta. Habían sustituido la estrella blanca del ejército americano por la cruz verde de Greene, y avanzaban a toda velocidad, arrollando a las personas que se cruzaban en su camino. El conductor sonreía de forma sádica y hacía girar la dirección para embestir con las defensas reforzadas del camión a las personas que no eran lo suficientemente rápidas para alejarse de su trayectoria.
—¡Apartaos, muchachas! —gritó el mexicano alto que las acompañaba, mientras sacaba un molotov de la caja y se plantaba en medio de la calzada, con el artefacto oculto a su espalda.
El hombre encendió el molotov con un mechero, de forma que el conductor del camión no pudiese verlo, y se quedó quieto, a pie firme, en medio de la calle, haciendo gala de un valor casi suicida. Al verlo, el del camión no frenó, sino que aceleró con expresión feroz. El mexicano aguantó quieto, con los labios apretados y la mirada alerta hasta que el camión estuvo a menos de tres metros de él. Entonces, en un salto prodigioso se lanzó hacia un lado mientras arrojaba el cóctel molotov a través de la ventanilla abierta de la cabina del camión, que quedaba a menos de un metro de distancia de él.
La botella reventó dentro de la cabina formando una inmensa bola de fuego que envolvió de inmediato al conductor y a su acompañante. El camión zigzagueó por la calzada, con las llamas saliendo por las ventanillas, mientras los milicianos de la caja tenían que agarrarse con fuerza para no salir despedidos. Finalmente, el vehículo pesado se empotró contra el porche de un edificio con un estruendo enorme de hierros retorcidos y madera rota. Los soldados de la caja posterior salieron proyectados como balas de cañón en todas direcciones y la mayoría se estrellaron contra los restos de la casa. Los que no se desnucaron con el golpe se ensartaron en los maderos rotos de la fachada o cayeron en medio de las llamas que comenzaban a devorar la estructura. Al cabo de unos segundos, de entre las ruinas sólo se oía el rugido del fuego y los aullidos de dolor de los que agonizaban.
—Esto está listo —dijo el hombre alto, como si hablase de algo cotidiano—. Vámonos de aquí.
Recogieron las mochilas y continuaron bajando por la calle hasta llegar a la siguiente intersección. En una de las casas de la esquina se habían atrincherado un grupo de ilotas que hacían fuego graneado sobre los milicianos que trataban de atravesar el cruce. Sobre el suelo yacían los cadáveres de más de una docena de soldados de Greene, abatidos por los disparos. Los milicianos supervivientes se habían refugiado detrás de sus vehículos y respondían a los disparos de los ilotas con sus rifles de asalto. Su potencia de fuego era muy superior, pero los ilotas estaba bien protegidos dentro de la casa, y la situación había llegado a un punto muerto.
De repente asomó por una bocacalle un Humvee [7] blindado con una ametralladora M2 de 50 milímetros sujeta al techo. El Humvee se detuvo a cincuenta metros de la casa y un tripulante apuntó la M2 contra la fachada de la casa.
Los ilotas giraron su fuego hacia aquella nueva amenaza, pero era demasiado tarde. La M2 rugió con cadencia perezosa y la fachada de la casa se disolvió en una nube de madera pulverizada, cemento y sangre. Cuando cesó el fuego, al cabo de unos segundos, no quedaba nada intacto en la planta superior de aquel edificio.
—Esperad aquí —susurró el mexicano alto, y encendió dos cócteles molotov—. Esto va a ser muy fácil. —Con uno de ellos en cada mano comenzó a avanzar hacia el Humvee, bien pegado a las paredes de la acera contraria para evitar ser detectado por la dotación del vehículo.
De repente, un miliciano lo vio y dio la voz de alarma. El mexicano, al verse descubierto, lanzó un alarido de guerra y comenzó a correr hacia el vehículo, mientras levantaba el primer molotov por encima de su cabeza, pero era demasiado tarde.
La ametralladora rugió de nuevo. Las balas impactaron contra el cuerpo del hombre con tanta violencia que lo serraron por la mitad. Se derrumbó en el suelo, como un muñeco de trapo, y al caer los cócteles molotov se rompieron y derramaron todo el líquido incendiario sobre su cuerpo. Al cabo de un momento tan sólo era un montón de carne ardiendo en medio de la calzada.
Lucía y Alejandra se miraron, aterrorizadas, pero antes de que tuviesen tiempo de hacer ningún movimiento, otro Humvee apareció a sus espaldas. Las muchachas se giraron, atrapadas entre dos fuegos. Lucía encendió con fiereza uno de los molotov, pero el segundo Humvee pasó de largo a su lado y se dirigió directamente hacia el grupo de milicianos, que les saludaban alborozados. De repente, el vehículo se detuvo y uno de sus tripulantes asomó por la escotilla superior. Los gestos de saludo de los milicianos se transformaron en gestos de terror cuando el tripulante del segundo vehículo apuntó su ametralladora pesada contra ellos y comenzó a disparar.
Una lluvia de balas de alto calibre segó a los milicianos como una gigantesca hoz. El primer Humvee estalló en una bola de fuego cuando las balas incendiarias de 50 milímetros penetraron en su depósito de combustible y le prendieron fuego. El tirador continuó haciendo fuego hasta que no quedó nadie que se moviese en la calle. La casa de madera y el vehículo incendiado ardían con fuerza e iluminaban de manera espectral a las docenas de cuerpos caídos en las más extrañas posturas.
La puerta lateral del Humvee se abrió y un soldado se asomó cautelosamente. Al verlo, Alejandra no pudo contener un grito.
—¡Strangärd!
El sueco saltó como un resorte al oír el grito y estuvo a punto de disparar su fusil. Cuando vio a Alejandra y a Lucía asomando del seto donde se habían ocultado soltó un suspiro de alivio.
—¿Qué diablos hacéis vosotras dos aquí? —preguntó—. ¡Casi os pego un tiro, por el amor de Dios!
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Lucía, a su vez.
—Hemos venido en cuanto hemos podido —explicó el sueco mientras bajaba el arma. Lucía observó que llevaba un brazalete blanco sujeto en su bíceps derecho—. Nos enteramos de que la limpieza iba a empezar y decidimos que teníamos que hacer lo que pudiésemos para impedir una masacre, pero esto es mucho peor de lo que podía imaginar. No somos muchos, pero estamos bien armados. Decidme, ¿dónde está Mendoza? Tengo que hablar con él.
—El Gato está fuera de la ciudad —contestó Alejandra—. Iba a por los barriles de Cladoxpan.
—¡Maldita sea! —renegó el sueco—. Precisamente ahora, ese condenado cabrón desaparece. Y el tipo rubio bajito, el militar ruso, ¿dónde está?
—Se fue con él —dijo Lucía—. Y no es ruso, es…
—Ucraniano, lo sé, lo sé —la interrumpió Strangärd—. Entonces, ¿quién está al mando de vuestras fuerzas?
—No tengo ni idea —contestó Alejandra, con sinceridad—. Queríamos llegar hasta el centro del gueto para enterarnos y para llevar todo esto. —Señaló las pesadas mochilas llenas de cócteles molotov.
—Andando no lo conseguiréis de ninguna manera —replicó Strangärd—. El grueso del combate está en el centro, y Grapes se ha traído tropas reforzadas. Ha entrado con casi mil hombres en el gueto. Subid al Humvee. Procuraremos acercarnos todo lo que podamos, y que Dios nos ayude.
Las chicas subieron al vehículo y cuando estuvieron dentro el conductor se puso en marcha. Al pasar por el centro de la calzada, el vehículo atropelló los restos incendiados del mexicano alto, que estaban quedando reducidos a una momia carbonizada.
Cuando el Humvee finalmente se alejó por la esquina de la calle, delante de aquella casa en llamas se hizo el silencio. Tan sólo quedaron los caídos de los dos bandos, mirándose los unos a los otros con los ojos vacíos de la muerte.