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Viktor saltó del camión un segundo antes de que éste se detuviese por completo y echó a correr hacia la mula.

Sabía que tenía que ser él. Lo sabía.

Cuando llegó junto al animal se detuvo, jadeando. El jinete estaba caído de bruces sobre el cuello de la mula, y tenía las piernas atadas con unos cordeles a un par de alforjas destrozadas sujetas en el lomo del equino. De no ser por aquella sujeción de fortuna, habría caído sin remedio al suelo.

Algo rebulló dentro de una de las alforjas, profiriendo un maullido que al ucraniano le sonó muy familiar. A Pritchenko se le iluminó el rostro y avanzó la mano hacia la alforja.

De repente, el cuerpo derrumbado sobre la mula soltó un gruñido aterrador.

Viktor se quedó completamente paralizado por la impresión. El cuerpo situado sobre la mula se irguió torpemente y miró al ucraniano con una expresión perdida y apagada que le era terriblemente familiar. Su piel estaba cubierta de miles de pequeñas venas a punto de explotar y tenía una palidez cadavérica.

Oh, joder, vamos, no puede ser…

—¡Apártate de eso! —gritó Mendoza a su espalda, mientras trataba de recuperar el resuello. El mexicano había subido corriendo la colina detrás de Viktor y acababa de llegar junto a él. Al ver lo que había sobre la mula desenfundó su pistola y la amartilló ruidosamente.

—Acabemos con esto de una vez —murmuró mientras apuntaba cuidadosamente.

—¡No! —gritó Viktor—. ¡No lo hagas! ¡Mira sus venas!

—Están hinchadas, como las de todos estos monstruos —replicó Mendoza, sin entender demasiado lo que quería decir el ucraniano.

—¡Sí, pero no han reventado todavía! —Pritchenko le sujetó por una manga y le hablaba rápido, con urgencia—. ¡Aún no se ha completado la transformación! ¡Todavía podemos ayudarlo!

—Si aún no se ha transformado, no le falta mucho —replicó Mendoza, cáustico—. ¿Cómo quieres ayudarlo?

—Con el Cladoxpan —replicó Viktor, muy serio—. Con una dosis masiva. Podría funcionar.

—No podemos prescindir del que tenemos —contestó Mendoza, dubitativo—. En pocas horas vamos a comenzar una revolución, y necesitaremos hasta la última gota.

—Mendoza, no me jodas —replicó Viktor, con una nota de amenaza en su voz—. Tienes varios miles de litros aquí mismo, y sólo necesito tres o cuatro de ellos. ¿Vas a dármelos por las buenas o tendrás que romperme otro par de costillas para convencerte?

—Está bien, güero, tranquilo. —Mendoza levantó las manos, conciliador—. Coge lo que necesites. Pero se lo darás tú. Yo no pienso acercar ni un dedo a esa boca rabiosa.

Como si le hubiese comprendido, el ser situado sobre la mula emitió un gemido amenazador mientras estiraba las manos hacia el mexicano. Viktor, sin hacer caso, corrió hacia el primer camión y agarró por el pescuezo a dos ilotas que estaban mirando la escena a unos cuantos metros. Tras un par de minutos volvió a subir la colina con los ilotas, que le ayudaban a rodar uno de los barriles llenos de Cladoxpan.

—¿Cómo pretendes hacérselo beber? —preguntó Mendoza—. No creo que acepte una copa, ya me entiendes.

—Lo haremos mediante el buen y viejo método del ejército soviético —replicó Viktor mientras ponía el barril de pie y sacaba la tapa superior con la punta de su cuchillo—. Si no puedes hacer algo de buenas maneras, prueba con la fuerza bruta.

El ucraniano se acercó por detrás al jinete y antes de que le diese tiempo a reaccionar lo sujetó mediante una llave de judo. Al mismo tiempo los dos ilotas, uno por cada lado, cortaron las correas que lo mantenían sujeto a la mula. Aprovechando el impulso, Viktor le dio un empujón y le hizo caer de cabeza dentro del barril.

Al principio se sacudió furioso, pero el ucraniano le sujetó la cabeza debajo del líquido con una mano de hierro, mientras con la otra le hacía un placaje en la espalda. Cuando el jinete no pudo aguantar más la respiración, comenzó a tragar. Entonces, el ucraniano le levantó la cabeza tirándole del pelo, y después de unos segundos volvió a metérsela de lleno en el barril.

Pritchenko repitió esta maniobra una docena de veces, con el furor implacable de un interrogador. En cada una de las ocasiones, conseguía hacerle tragar una cantidad de Cladoxpan cada vez mayor. Finalmente, las convulsiones comenzaron a cesar y su cuerpo se relajó. Viktor, por fin satisfecho, lo apartó del barril y lo tumbó con delicadeza en el suelo, al lado de la mula, que los miraba con ojos sorprendidos.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Mendoza.

—Ahora sólo queda esperar —contestó Viktor tratando de aparentar más calma de la que realmente sentía—. Y supongo que cruzar los dedos para que todo vaya bien.

Lo primero que noté cuando abrí los ojos fueron unas náuseas muy potentes. Había un olor insoportable en el aire, y sentía los pulmones encharcados, como si hubiese estado a punto de ahogarme. Estaba tumbado boca arriba, y alguien me había puesto una manta por encima. Ya había anochecido, y las estrellas titilaban débilmente en el firmamento. La luz de un puñado de enormes hogueras alumbraba por un lado y me permitía distinguir una serie de figuras entre las sombras.

Me incliné hacia un lado y estuve vomitando lo que a mí me pareció una eternidad. Tenía la madre de todos los dolores de cabeza latiendo entre mis sienes, y en general me sentía como si estuviese padeciendo una de las resacas más monstruosas de la historia, pero estaba vivo.

Estaba vivo.

Vivo.

La inmensidad de aquella noticia me sobrecogió. De alguna manera había escapado de la muerte, o de la No Muerte, por un suspiro. Estaba débil, molido y cansado como pocas veces en mi vida, pero no me había transformado en un No Muerto.

—Vaya, mira quién se ha dignado despertarse —dijo una voz conocida a mi espalda.

—Lo habría hecho más tarde, pero este sitio apesta. Seguro que lo has escogido tú —repliqué mientras me sentaba haciendo un esfuerzo.

Viktor y yo nos fundimos en un prolongado abrazo. El ucraniano suspiraba de alivio y yo temblaba de forma incontrolable, mientras mi cuerpo trataba de readaptarse a la vida.

—Te he dicho un montón de veces que no te vayas por ahí sin mí —me espetó el ucraniano, bromista—. Ya ves que casi consigues que te maten.

—Ha estado muy cerca —repliqué, zumbón—. Pero no te habría gustado el viaje. No había ni un solo bar abierto en todo el camino.

Un par de ilotas se acercaron y comenzaron a susurrar entre ellos, mientras me señalaban. Al cabo de un rato se acercaron media docena más para contemplarme. Unos cuantos se santiguaban y me miraban con una expresión extraña y reverente mientras hablaban entre ellos.

—¿Qué diablos dicen? —preguntó Viktor, confundido. El cerrado acento puertorriqueño de aquellos hombres se le hacía incomprensible al ucraniano.

—Es un versículo de la Biblia. Dicen que «Descendió a los infiernos y resucitó de entre los muertos» —contesté mientras el cansancio me sumergía de nuevo en el sueño—. Creen que es una señal, como lo de la mula.

—¿Creen que eres el Mesías? —preguntó Viktor, incrédulo.

—No seas idiota —repliqué, adormilado—. No soy ningún Mesías. Pero si creer eso hace que sea más fácil derribar a ese falso Mesías que vive en Gulfport, me pondré una túnica blanca si es necesario.

—No hará falta —contestó Viktor, mientras me ayudaba a incorporarme—. En menos de veinte horas el gueto se alzará en armas. Vamos a acabar con Greene y su gentuza de una vez.

—¿De qué coño me estás hablando, Viktor? —pregunté. Era mi turno de estar confundido.

—Te lo explicaré por el camino —contestó el ucraniano—. Ahora tenemos que irnos de aquí.

Me subieron en la cabina de un camión mientras el resto del convoy encendía los motores. Ya era noche cerrada y los ilotas estaban un poco nerviosos ante la posibilidad de tener un mal encuentro en la oscuridad. Viktor se aupó conmigo al camión y la caravana echó a rodar.

—Te presento a Carlos Mendoza —me dijo y me señaló a un mexicano alto, moreno y fornido que me miraba con mala cara—. No hagas caso de nada de lo que te diga. Aunque es un gruñón y por su culpa me han roto la nariz, en el fondo no es un mal tipo. Es el líder de toda esta gente.

—Ya nos conocemos. El abogado del puente de Gulfport, ¿recuerda? —dije mientras le tendía la mano.

—Vaya, vaya. Así que tú eres el novio de la gachupina —replicó, sin hacer el menor ademán de saludarme—. He de reconocer que eres duro de pelar. Eres el primero que vuelve del Páramo, aunque te ha ido por poco.

—He tenido suerte —dije, mientras bajaba la mano—. Si no hubieseis estado aquí no habría durado ni media hora más. —Me volví hacia Viktor, que me miraba con los ojos llenos de orgullo. Parecía un padre viendo cómo su hijo aprende a montar en bicicleta—. ¿Qué diablos hacéis aquí, Viktor? ¿Qué está pasando?

El ucraniano empezó a explicarme todo lo que había sucedido en mi ausencia, desde que nos habíamos separado en el ayuntamiento. Mendoza se unió a la conversación, de mala gana al principio, pero cada vez más emocionado a medida que me iba desgranando sus planes. El levantamiento del gueto era una obsesión para él, su plan más preciado. Y estaba a pocas horas de llevarlo a cabo.

Cuando estábamos a menos de cinco kilómetros de Gulfport, de repente, el conductor del camión dio un frenazo. El blindado que abría la marcha se había detenido y sus tripulantes asomaban por la ventanilla. En el cielo, a lo lejos, una bengala roja subía en el aire, seguida de otras dos más.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué significa eso?

El mexicano nos miró. Su rostro, habitualmente tranquilo, estaba pálido y demudado.

—Es el gueto —contestó, sin poder controlar la furia—. Es la señal de emergencia para una redada. Los Verdes han entrado.

—¿Cómo de mala es la situación? —preguntó Viktor.

—Malísima. De alguna manera han descubierto nuestros planes y han adelantado los suyos. —Mendoza sujetó el walkie-talkie y dio orden a la columna de avanzar a toda velocidad, antes de volverse de nuevo hacia nosotros—. Preparaos para pelear, si es que llegamos a tiempo. La liquidación del gueto ha comenzado.