Tauben
A 20 kilómetros de Gulfport
—¡Virgen del Kazán! ¡Qué olor más espantoso! —gimió Viktor mientras se tapaba la nariz.
—Pues eso no es nada —replicó Mendoza alegremente—, ya verás cuando lleguemos al vertedero. Está a menos de dos kilómetros, pasada esa loma. Allí la peste es verdaderamente insoportable.
El convoy rodaba lentamente por una carretera en mal estado que serpenteaba entre construcciones abandonadas. Era una caravana de una docena de vehículos, formada por dos blindados, que abrían y cerraban la marcha, y diez camiones de basura con la cabina reforzada mediante barrotes de hierro.
Gulfport se deshacía de sus residuos en un vertedero situado a pocos kilómetros de la ciudad. No de todos, evidentemente, ya que la mayor parte se arrojaban al mar, pero sí de aquellos más tóxicos y más contaminantes, incluidos los cadáveres de los ilotas que fallecían en el gueto y de los No Muertos que se derrumbaban por los hongos demasiado cerca del Muro. Nadie quería sufrir una epidemia a causa de la putrefacción de cientos de cadáveres.
Así, aquel convoy lamentable había salido de la ciudad al caer la tarde, a través del sistema de compuertas del Muro. Tras atravesar lentamente la multitud de No Muertos que rodeaba la ciudad mediante el sutil método de empujarlos a los lados con un bulldozer (debía de haber unos cien mil cadáveres vivientes tratando de encontrar una posible entrada), la caravana se había alejado a la mayor velocidad posible para evitar que parte de aquellos No Muertos les siguiesen. Eso era fácil, ya que la carretera estaba despejada por expediciones anteriores y, además, el estado general de los seres cadavéricos era más bien lamentable. De ninguna manera podían competir con la velocidad de los vehículos, ni siquiera los que estaban más «frescos».
Cuando a Pritchenko le contaron que los No Muertos estaban siendo devorados por hongos y líquenes, el ucraniano no se lo creyó. Tan sólo cuando lo vio con sus propios ojos pudo dar fe de que aquello era real. Y de que se abrían un montón de interesantes variables. Pero antes era necesario hacerse con el control de Gulfport, y de las reservas de Cladoxpan, o todos los ilotas estarían irremediablemente condenados antes de llegar al siguiente nivel.
—¿Estás seguro de que llevamos el cargamento con nosotros? —preguntó a Mendoza, por tercera vez desde que habían salido.
—No lo sé, güero, no lo sé —replicó el otro, molesto—. Hasta que saquemos una tonelada de basura y cadáveres de encima no lo sabremos. Pero si de algo estoy seguro es de que los Justos jamás nos han fallado, y no creo que ésta vaya a ser la primera vez.
Viktor asintió y comprobó el seguro de su arma. La tensión dentro del convoy era evidente. El asalto definitivo a la ciudad estaba previsto para la noche siguiente y, a menos de veinticuatro horas de jugarse el todo por el todo, los ilotas y sus aliados estaban realmente nerviosos. Jamás habían conseguido madurar un plan hasta aquel punto. Incluso la red de chivatos de Greene parecía estar dando palos de ciego. El reverendo sabía que algo se estaba cociendo dentro del gueto, pero no sabía qué era ni cuándo iba a ser. La única pieza que faltaba en el puzle era la reserva de Cladoxpan que se suponía que estaba oculta dentro de aquellos camiones.
En cuanto la tuviesen en sus manos, la Ira de los Justos podría desatarse sobre la ciudad blanca.
El convoy subió trabajosamente la loma. Al llegar a la cima se detuvo. En el fondo de una hondonada, unas montañas de deshechos medio carbonizados se consumían lentamente en una hoguera que no se apagaba desde hacía meses. Un grupo de una docena de No Muertos errantes vagaban aquí y allá entre los restos, perdidos en medio de aquel paisaje lunar. El blindado que iba en cabeza pegó un acelerón y se internó entre las fogatas, con un par de tiradores asomados por las escotillas. Sin detenerse ni un segundo, se acercaban a los No Muertos y les descerrajaban una ráfaga de balas antes de irse a por el siguiente. Antes de que Viktor pudiese darse cuenta, habían asegurado todo el entorno.
—Ahora son pocos, y es muy fácil —explicó el conductor del camión, un hindú entrado en años y en carnes—. Hace un tiempo, tardábamos varias horas en poder acercarnos para vaciar con seguridad, y además se gastaba un montón de munición.
—Hazle caso a Apu. Es uno de los habitantes del gueto más antiguos. Lleva casi dos años haciendo esta ruta y sabe de lo que habla —intervino Mendoza.
El hindú hizo un gesto modesto y levantó el brazo mientras le mostraba a Viktor una deslumbrante y blanca sonrisa. En su antebrazo se veía la huella de una vieja herida.
—Hace año y medio —explicó—. Casi no lo cuento. Había unos doscientos podridos aquí y uno de esos cabrones consiguió colarse dentro de la cabina. Pero salimos adelante, como siempre.
Viktor se le quedó mirando, pensativamente. Aquella gente no dejaba de sorprenderle. Pese a todas las circunstancias y las dificultades, pese a vivir una existencia esclava y miserable, aún seguían teniendo una enorme alegría de vivir. Era admirable.
—¿De verdad te llamas Apu? —le preguntó, zumbón.
—Es una historia muy larga —replicó el otro, haciendo un gesto con la mano—. Mi verdadero nombre tiene demasiadas consonantes para los que no han nacido en Sri Lanka.
—Puedo imaginármelo —dijo Viktor, volviéndose hacia Mendoza—. Y ahora ¿qué?
—Ahora, a trabajar de basureros, carnal—contestó, mientras el camión se colocaba en posición—. Vamos a mancharnos las manos.
Los camiones colocaron sus volquetes en torno a un hoyo y fueron descargando por orden su pestilente carga. En medio de deshechos médicos y basura podrida, Viktor adivinó la presencia fugaz de brazos, piernas y cabezas que desaparecían con rapidez entre las llamas de la hoguera que rugía en el fondo. El olor a carne y pelo quemado era acre y penetrante.
—Vale, ahora con calma, ¡cuidado! —gritó Mendoza, haciendo un gesto.
Un par de ilotas se encaramaron en uno de los volquetes haciendo caso omiso del terrible olor que desprendía. Armados con linternas se metieron en su interior y asomaron al cabo de un rato.
—¡Están al fondo, sujetos con cables de acero! ¡Hay barriles, una docena de ellos por camión! —gritaron por encima del ruido de los motores, mientras sacaban uno con gran esfuerzo.
—Perfecto —murmuró Mendoza, que abrió la tapa del barril con la punta de su cuchillo—. Veamos qué hay aquí dentro.
Nada más destapar el barril, el penetrante y característico aroma del Cladoxpan impregnó la atmósfera. Los hombres sonrieron y se acercaron al barril, con expresión ansiosa. Unos cuantos incluso tenían los ojos vidriosos y no podían apartar la mirada del líquido lechoso.
—Gato…—El hindú del camión chasqueaba la lengua mientras trataba de tragar saliva. Las manos le temblaban como a un alcohólico—. Un traguito… creo que nos lo hemos ganado.
El mexicano les miró ceñudo, pero asintió ligeramente.
—Un vaso por cabeza. Ni una gota más.
Los ilotas aullaron y se congregaron en torno al barril. Viktor se apartó un poco para que pudieran beber a gusto. Se fijó en que los hombres tendían a apurar su vaso a grandes tragos, de manera golosa, mientras que las mujeres bebían a tragos lentos y comedidos, y algunas incluso dejaban una parte para después.
El ucraniano sonrió. Estaba seguro de que a su amigo el abogado se le habría ocurrido algún comentario jocoso sobre aquello, y que ambos tendrían que haber hecho un esfuerzo para no reventar a carcajadas. Habrían estado en una esquina, con los ojos llorosos y la boca contraída, tratando de sofocar las risotadas, disfrutando de aquel pequeño detalle.
Al pensar en eso sintió una enorme punzada de dolor. Aún no había aceptado su pérdida, y estaba seguro de que tardaría mucho en asumirlo. El ucraniano era un hombre duro. Había perdido a muchos amigos en Chechenia, en la guerra, y más tarde su mujer y su hijo habían desaparecido en medio del caos de la pandemia. Todo eso le había dotado de una gruesa piel de elefante, bajo la cual escondía sus sentimientos.
Pero estos sentimientos no desaparecían, sino que todavía estaban allí, y Viktor era consciente de que tarde o temprano tendrían que aflorar. Pero también sabía que cuando lo hicieran el dolor sería enorme, intenso y difícil de apaciguar.
Pero mientras tanto, debía aguantar y soportarlo. Sobre todo por Lucía. La joven estaba absolutamente destrozada.
Durante los tres primeros días habían albergado muchas esperanzas. Sabían que el antiguo abogado era un hombre de muchos más recursos de los que él mismo admitía poseer. Confiaban en que su vagón fuese uno de los que se descargase más cerca de la ciudad, y que desde allí encontrase un medio para volver a Gulfport. Aunque ningún deportado lo había logrado con anterioridad, sabían que era posible.
Pero ya habían pasado siete días desde la deportación, y no había ni el menor rastro de él. Incluso aunque estuviese todavía con vida, su reserva de Cladoxpan tenía que estar en las últimas. Strangärd les había dado la terrible noticia de que Greene le había inoculado el virus como parte de su condena de destierro, o al menos eso anunciaba el periódico local.
No, definitivamente, no quedaba esperanza.
—Bien, ya ha bebido todo el mundo. ¡Es hora de irnos! —gritó Mendoza.
Los ilotas, visiblemente relajados tras beber el medicamento, se aseguraron de que los barriles cargados de la preciosa mercancía estuviesen bien asegurados dentro de cada camión. Después, se encaramaron en sus vehículos y el mexicano dio la orden de iniciar la marcha.
La caravana comenzó a subir la cuesta de la colina, alejándose de la hondonada donde ardían los desperdicios y los cadáveres de la ciudad. De repente, uno de los ilotas apretujados con Mendoza y Viktor en la cabina señaló a lo lejos.
—¿Qué es aquello? —preguntó con los ojos como platos.
A Viktor se le escapó una ristra de palabrotas en ruso, mientras Mendoza se santiguaba dos veces en rápida sucesión. El conductor hindú del camión pegó un frenazo, asustado, y toda la columna se detuvo de inmediato.
Sobre la colina, una mula con un cuerpo desmadejado en su lomo trotaba alegremente hacia la caravana.