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—¡Cuidado, Viktor! —Justo después de pronunciar esas dos palabras, una ola del tamaño de un edificio de dos pisos se derrumbó sobre el maltrecho casco del Corinto II haciendo gemir todos los cabos y provocando que el mástil se doblase peligrosamente hacia estribor. La borda quedó totalmente sumergida bajo el agua y por un momento estuve seguro de que el barco iba a volcar y de que había llegado nuestra última hora.

Me enjugué el agua salada que me inundaba los ojos y volví a mirar fijamente hacia la proa, al lugar donde el pequeño ucraniano estaba apenas dos segundos antes tratando de cazar una escota que se había soltado a causa del fuerte viento. Entre las turbonadas de aire y las ráfagas de agua que salpicaban en todas direcciones adiviné la figura de Pritchenko, envuelto en un impermeable de mal tiempo y sujeto a un cabo de seguridad, tosiendo y jadeando como un perro a punto de ahogarse. El golpe de mar lo había lanzado contra el mástil, con tan buena fortuna que el chaleco salvavidas que llevaba puesto había amortiguado el golpe. Si el agua lo hubiese arrastrado tan sólo cuarenta centímetros a un lado o a otro del poste de fibra de carbono, posiblemente habría salido despedido por encima de la borda.

—¿Estás bien? Viktor… ¿Estás bien? ¡Contesta, joder! —Hice bocina con las manos, para que mi voz llegase hasta mi amigo, pero el aullido del viento entre las jarcias era tan salvaje que resultaba imposible que el ucraniano me oyese, aunque se encontraba a apenas tres metros de mí. Sin embargo, debió de adivinar cuál era mi pregunta, porque con un gesto cansado levantó los dos brazos por encima de su cabeza con los pulgares extendidos.

El huracán llevaba azotándonos sin misericordia desde hacía seis horas y para mí resultaba un auténtico misterio que no hubiésemos muerto ahogados al menos una docena de veces a lo largo de todo ese tiempo. Aquel yate no estaba diseñado para aguantar ráfagas de viento de semejante fuerza, ni siquiera cuando era un flamante velero recién salido de un astillero, y mucho menos en su actual estado. La primera muestra de que las cosas no iban bien fue a las dos horas de tormenta, cuando la vela génova se partió con un sonido chirriante y se alejó volando en medio del vendaval como la capa aleteante de una bruja.

Desde aquel momento habíamos estado capeando el temporal con muy poco trapo en el mástil, tratando de ir siempre por delante de las olas que amenazaban con tragarnos en cualquier instante. Hacía mucho rato que había perdido la noción del tiempo. Sentía los brazos agarrotados tras tantas horas tratando de sujetar el timón. Nuestra única posibilidad de supervivencia pasaba por mantenernos siempre en la dirección del viento y de las olas. El Corinto II se había portado admirablemente bien hasta entonces, cabalgando las monstruosas olas cada vez que una de aquellas moles del tamaño de colinas nos alcanzaba por popa.

Cuando eso sucedía, el barco comenzaba a trepar lentamente por la superficie abombada del mar hasta llegar a la cima de la ola, coronada por un remolino de espuma de color sucio. En ese momento, todo el casco quedaba expuesto a la acción del viento, lo que hacía que el velero avanzase con rapidez hasta llegar al borde de la cresta. Entonces, en medio de un ruido atronador producido por miles de toneladas de agua desplazándose a toda velocidad, el yate se precipitaba por la otra cara de la ola, con la proa apuntando directamente al seno que se producía entre dos ondas. Al llegar allí, se clavaba como un cuchillo en mantequilla caliente y, por unos segundos, hundido entre dos olas gigantescas, el viento dejaba de soplar. Entonces, la siguiente ola levantaba la popa del Corinto II y el ciclo volvía a empezar, una y otra vez. Así durante seis interminables horas.

Aquello tan sólo tenía un final posible. En algún momento, alguna ola traicionera viraría el barco unos cuantos grados a babor o a estribor, dejando el velero situado de través en el seno que se formaba entre dos olas. Cuando la siguiente ola golpease el barco lo haría volcar de manera inevitable.

Un crujido ominoso me devolvió a la realidad. A lo largo de la base del mástil había aparecido una fina grieta del grosor de la punta de un lápiz que un segundo antes no estaba ahí. Atónito, comprobé cómo cada vez que el barco alcanzaba la cima de una ola, la grieta se extendía y se ensanchaba. Calculé mentalmente que seguramente el mástil aguantaría apenas un par de minutos antes de partirse por completo.

—¡Prit! ¡Prit! —aullé con desesperación mientras señalaba hacia el mástil haciendo grandes aspavientos—. ¡Los cabos! ¡Hay que cortar todos los cabos inmediatamente!

El ucraniano me miró confuso al principio, pero enseguida comprendió la gravedad de la situación. Si el mástil se rompía y caía por la borda, todavía permanecería sujeto al resto de la embarcación por los gruesos obenques de acero trenzado que lo mantenían en posición. Con el mástil y todo el aparejo haciendo de lastre bajo el agua, el Corinto II perdería toda maniobrabilidad y moriríamos en pocos segundos.

Prit no era un marinero nato, pero desde luego era un tipo despierto. Su rapidez de reflejos le había mantenido con vida mientras miles de millones de personas habían fallecido durante aquella locura. Actuando con celeridad sujetó el obenque más cercano y con la punta de su cuchillo atacó los pasacabos y tiradores que lo mantenían sujeto a cubierta, tratando infructuosamente de liberar el cable de acero. Las venas del cuello del ucraniano se hincharon mientras hacía palanca con la hoja del cuchillo. Incluso entre las rachas de viento que me sacudían de un lado a otro pude oír el gruñido que emitió cuando la punta de su cuchillo se partió y quedó insertada en el hueco.

—¡Es inútil! —me gritó, mientras sacudía su cuchillo inservible sobre la cabeza—. ¡No puedo soltar esta maldita cosa!

Me quedé helado. Estábamos muertos. Total y jodidamente muertos.

Una mano firme me golpeó en la espalda. Sin soltarme del timón me giré y vi que Lucía había subido a cubierta. La joven llevaba puesto un salvavidas de emergencia, al igual que nosotros, pero no iba equipada con el impermeable de tormenta. La lluvia y las olas que saltaban sobre la popa la habían empapado por completo en los pocos segundos que llevaba allí; sin embargo, no parecía afectarle en absoluto. Era evidente que había oído la conversación y, pese a ello, en sus ojos brillaba una férrea determinación por mantenerse con vida.

—¡Intentémoslo con esto! —me gritó al oído mientras me alargaba un objeto largo y pesado con su mano libre.

Lo agarré como pude. Era uno de los dos fusiles de asalto HK que teníamos a bordo. Me di cuenta de que su idea era buena, pero difícil de llevar a cabo. Aunque tampoco teníamos nada mejor que intentar.

—¡Tendrás que hacerlo tú! —tosí, tras tragarme al menos un millón de litros de agua salada de la ola que acababa de inundar la popa del barco—. ¡Yo tengo que mantener el rumbo! ¡Cuando hayas soltado el obenque de popa, pásale el HK a Viktor para que haga lo mismo en proa!

Lucía asintió y se giró hacia el soporte que estaba colocado justo en la borda de popa, por encima del timón. En esa posición el viento le azotaba directamente la cara, proyectando una lluvia continua de agua salada a sus ojos.

—Tranquila, pequeña, tranquila —murmuré, más para mí que para ella.

Estábamos en lo alto de una inmensa ola, en el punto de máxima exposición al viento y el mástil comenzaba a lanzar unos sonidos alarmantes. Pedazos enteros de fibra de carbono se estaban desprendiendo longitudinalmente y la grieta ya tenía el grosor suficiente para que pudiera introducir un dedo entero. Todo el aparejo aullaba, llevado más allá del límite máximo de tolerancia que había establecido el fabricante y amenazaba con venirse abajo de manera inminente. El balandro escoró bruscamente mientras cabalgaba la cima de la ola, atrapado en una ráfaga de especial intensidad y con un rugido se precipitó por la pendiente del agua envuelto en una cascada de espuma.

Durante apenas dos segundos el viento pareció calmarse de golpe. El Corinto II, atrapado en el hueco producido entre dos inmensas ondas de más de treinta metros de altura, quedó a cubierto del viento, y por un instante irreal todo volvió a la calma. Pude oír perfectamente el clic-clic que hacían las gotas de agua que caían de la eslinga al golpear la cubierta. Ese momento de calma era lo que Lucía había estado esperando. Con gesto tranquilo se echó el HK al hombro y, durante el tiempo de una inspiración, apuntó al soporte que sujetaba el obenque de popa y apretó el gatillo.

El HK, en posición automática, pareció cobrar vida en las manos de la chica, que a duras penas pudo soportar el potente retroceso del arma. Un rosario de agujeros negros apareció en la cubierta trasera del barco, mientras una lluvia de pedazos de teca, fibra de vidrio y metal caliente nos bañaba de arriba abajo. De repente, dos de las balas impactaron en el punto exacto donde el obenque se sujetaba al casco del velero.

Todo sucedió muy rápido. El grueso cable de acero, cargado de tensión debido a la enorme fuerza que el viento hacía contra la vela, se partió por un lateral como si fuese mantequilla tras el impacto de la bala de 5,56 milímetros del HK y empezó a deshilacharse delante de nuestros ojos.

—¡Cuidado! —me dio tiempo a gritar mientras soltaba las manos del timón y empujaba a Lucía al suelo. Caí sobre ella mientras el cable se partía a mi espalda con un chasquido y salía disparado como un latigazo.

El extremo desgarrado del obenque pasó por el lugar que había ocupado la cabeza de Lucía apenas unos segundos antes y se estrelló con violencia contra la portañola levantando un reguero de enormes astillas de teca y vidrios rotos. Tras reventar la puerta, el cable se levantó en el aire sacudiéndose como una cobra enfurecida y pasó al otro lado del mástil, donde desgarró parte de la vela de tormenta que llevábamos izada. Sólo en ese momento me di cuenta de que Viktor no tenía ninguna posibilidad de cortar el obenque que estaba en proa, pero el propio huracán se encargó de solucionar el problema.

El barco se había vuelto a encaramar en la cresta de una ola y en ese instante una ráfaga particularmente fuerte nos golpeó por popa. El mástil, ya debilitado tras largas horas de lucha, se rindió definitivamente. Con un crujido que me hizo rechinar los dientes, la grieta del palo se ensanchó como una boca oscura y finalmente estalló salpicando toda la cubierta con trozos de fibra de carbono. Por un momento fuimos testigos de un espectáculo que pocos marineros han tenido la oportunidad de ver y poder contar más tarde. El mástil del Corinto II se elevó en el aire, succionado por la tremenda fuerza del huracán, con el obenque de proa colgado de un extremo. Durante unos tres o cuatro segundos se mantuvo en el aire, a proa del barco, sujeto a éste por el otro obenque, como si fuese una extraña cometa fabricada por un carpintero loco. De repente, con una sacudida, el otro obenque se partió por su extremo y el mástil se alejó en medio de los torbellinos de lluvia hasta caer en el mar, en el seno de dos gigantescas olas que nos adelantaban por la derecha.

Nos habíamos salvado por un pelo. Pero la situación no tenía pinta de mejorar.

—¡Será mejor que entréis dentro! —les aullé por encima del viento—. ¡Aquí arriba no podéis hacer nada!

—¡Y una mierda! —me espetó Pritchenko, sin ninguna consideración, mientras me ayudaba a levantarme—. ¡Si tengo que ahogarme quiero que sea al aire libre, y no encerrado dentro de esta bañera!

—Prit… —Apreté los puños, tratando de controlarme. Era muy peligroso permanecer en cubierta, pero el ucraniano podía ser muy cabezota cuando se empeñaba en algo.

—¡Entra de una puñetera vez! ¡Es peligroso estar en cubierta!

—¿Estás de coña? ¡Yo no me muevo de aquí!

—¡Entra de una vez, ruso cabezota!

—¡He dicho que no! ¡Y soy ucraniano, no ruso!

Justo en ese instante, Lucía interrumpió la discusión al asomar su cabeza por la puerta destrozada que daba paso al camarote. Tan sólo con mirar su cara nos dimos cuenta de que algo no iba bien.

—Hay dos palmos de agua dentro de la cabina —dijo quedamente, tratando de controlar el miedo—. Nos estamos hundiendo.

Lo que faltaba, pensé. El viejo casco debía de tener alguna microfisura tras pasarse años flotando al sol en algún puerto deportivo olvidado. En algún momento, tras meses de dilatación y contracción, una burbujita de aire oculta en medio de las láminas del casco había hecho «puf» y había comenzado a abrirse paso entre la fibra de vidrio. En medio de la tormenta aquella fisura había decidido hacerse mayor de edad sin previo aviso y el agua se estaba filtrando por algún punto bajo la línea de flotación. No sabía a qué velocidad, pero en cuestión de minutos, horas o días (depende del tamaño de la brecha, si tuvieses algo más de experiencia marinera lo sabrías, capullo) el barco estaría irremediablemente condenado.

Un barco sin mástil, con una vía de agua de tamaño desconocido y en medio de la peor tormenta que había visto en mi corta experiencia marinera. De puta madre. Fabuloso. ¿Quién necesitaba a los No Muertos? Yo solito me bastaba para arrastrar a la muerte no sólo a mí sino a todos los que me rodeaban.

—¿Es cierto eso? —preguntó Prit, con voz helada—. ¿Nos hundimos?

—No —mentí—. Tan sólo es agua que se ha filtrado por los ojos de buey rotos. Pero, por si acaso, podrías poner a funcionar la bomba de achique.

—Ya voy yo —dijo Lucía.

Estreché la mano de mi chica por un segundo. En sus ojos pude ver miedo, pero también una serenidad enorme, hija del sufrimiento continuado a lo largo de los últimos meses. Si íbamos a morir, Lucía lo haría con aplomo, mirando a la muerte a los ojos… Y probablemente escupiéndole a la cara.

Tenía que contarle a Viktor la verdad. El barco podía irse a pique en cuestión de minutos y el ucraniano debía saberlo. Me giré hacia él, y antes de poder decir nada, mi viejo compañero adivinó lo que sucedía sólo con mirarme a los ojos.

—Estamos jodidos, ¿verdad?

No contesté. Mi mirada se había quedado atrapada en el horizonte, en el horrible revoltijo donde se mezclaban de manera indistinguible el agua y el cielo. Había perdido la noción del tiempo hacía horas, pero debía de ser cerca de medianoche. Las ráfagas de espuma y las olas apenas permitían ver más allá de cien o doscientos metros a través de la oscuridad; además, el barco se sacudía de tal manera que era casi imposible mantener la vista fija en un punto. Pero, por un instante, por un único y miserable instante, creí ver algo a no mucha distancia. Me froté los ojos y traté de localizar de nuevo aquella imagen. Al cabo de un momento, cuando el mar nos hizo cabalgar de nuevo sobre una ola y elevó el Corinto II a una considerable altura lo vi de nuevo. No había la menor duda.

A menos de media milla náutica a sotavento brillaba una luz verde.