Páramo
Día 2
Desperté con el cuerpo dolorido, mientras el sol de la tarde me daba en la cara. Había caminado toda la noche, hasta que el frío y el agotamiento me habían hecho parar. Tenía que mantenerme en movimiento y detenerme poco, si quería tener alguna posibilidad, pero en aquella noche sin luna corría el riesgo de partirme una pierna, así que finalmente decidí dormir toda la mañana, hasta que pasasen las horas de más calor. Me había refugiado en el esqueleto de un autobús para dormir. Al principio dudé, pues temía que dentro de aquellos restos se ocultasen serpientes de cascabel, escorpiones o una docena más de bichos, reales o imaginarios que saturaban mi sobrecargada imaginación. Finalmente, se impuso el sentido común. Había oído el aullido de coyotes muy cerca, y aquél era un riesgo real. No sabía si los coyotes atacaban a los humanos, pero no merecía la pena correr riesgos.
Bebí un trago de agua mezclado con el medicamento y abrí una ración de emergencia. Intenté que Lúculo comiese algo, pero estaba demasiado débil para masticar. Contemplé preocupado al gato persa. Ya no quedaban dudas de que la herida del rabo se le estaba infectando. Si no encontraba antibióticos pronto, mi gato moriría. Pero, sobre todo, necesitaba un medio de transporte. Tras calcular el Cladoxpan que había consumido en veinticuatro horas, me di cuenta de que mis reservas tan sólo me durarían cinco días más. Seis, estirándolo mucho. Y si seguía a pie no llegaría a Gulfport hasta pasadas tres semanas, en el mejor de los casos.
Salí de los restos del autobús y comencé a andar de nuevo. Me sentía curiosamente excitado y libre. Como al principio del Apocalipsis, volvía a estar solo y únicamente dependía de mí. Aquello hizo que el recuerdo de Lucía me asaltase con una punzada dolorosa. Quería a mi mujer con toda la fuerza de mi alma, pero en aquel instante su vida —y la mía— corrían por distintos caminos. Recé para que estuviese bien y, sobre todo, para poder volver a encontrarla en este mundo.
Al cabo de dos horas de marcha me detuve de golpe. A lo lejos, en medio de un chaparral de arbolillos enanos y sin hojas se distinguía un pueblucho al lado de las vías. Mi corazón se aceleró. Saqué la pistola de la bolsa y comprobé el cargador. Antes de ajustármela al cinturón, saqué dos balas y me las guardé en un bolsillo, con un escalofrío. Si todo iba mal, una de esas balas era para Lúculo. La otra sería para mí.
Al acercarme al pueblo comencé a caminar con cautela. El pequeño andén de la estación del pueblo estaba cubierto de cuerpos sin vida, esqueletos y restos de ropa. Aquél debía de ser otro de los apeaderos donde los guardias de Greene se deshacían de su miserable carga humana. Con todos los sentidos alerta, y pegado a una pared, caminé entre los restos.
La estampa era muy parecida al lugar donde nos habían dejado a nosotros. Allí no quedaba nadie con vida.
Me aventuré a caminar por la calle central del pueblo desierto. No debía de tener más de veinte casas, y desde todas las ventanas huecas las sombras del interior me contemplaban, oscuras y amenazantes. No se oía ni un solo ruido. Tan sólo el chirriar de mis zapatos sobre la gravilla que cubría el asfalto cuarteado.
Un gemido a mi espalda me hizo volverme como una serpiente, con la Beretta en ristre. Bajé el cañón, temblando. Tan sólo era un viejo cartel de Coca-Cola chirriando a merced del viento.
Con todos los sentidos alerta entré en la única cafetería del pueblo. Los cristales de las ventanas, reducidos a astillas, crujieron bajo mis pies cuando accedí al interior en penumbra.
Allí no había nadie. Sin perder de vista la puerta, me abrí paso entre las sillas rotas y las mesas volcadas hasta el interior de la barra. Comencé a abrir cajones, con furia. Al cabo de cinco minutos me dejé caer, desalentado.
No había absolutamente nada que comer o beber allí dentro. Era de esperar. Los supervivientes de los sucesivos viajes habían saqueado hasta la última migaja de aquel pueblo. Cualquier cosa aprovechable que pudiese haber allí ya habría desaparecido hacía mucho tiempo. No me hacía falta revisar el resto del pueblo para adivinar que en todas las demás casas me encontraría con algo parecido.
Mi mirada se detuvo en un montón de facturas y papeles que se apilaban debajo del fregadero. Más por curiosidad que por otra cosa, los saqué para echarles un vistazo. Era el papeleo habitual de un bar, pero en medio de todos ellos había un pequeño tesoro. Era un folleto cutre, en una hoja fotocopiada, de un rancho llamado Doble Jota.
¿Quieres sentirte como un auténtico cowboy?
En Doble Jota te permitimos vivir la auténtica EXPERIENCIA TEXANA
¡PASEOS A CABALLO! ¡MARCADO DE RESES!
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¡¡¡DOBLE JOTA!!! ¡¡Nunca lo olvidarás!!
Al final había un número de teléfono y un mapa muy esquemático que llevaba de Sheertown (así se llamaba aquel pueblo fantasma) al rancho; todo ello sobre un fondo más bien hortera de caballos al galope y vaqueros sonrientes apoyados en una cerca.
Me preguntaba qué diablos se le habría pasado por la cabeza al dueño de aquel rancho para pensar que alguien querría viajar hasta aquel rincón perdido en el culo del mundo para vivir la «auténtica experiencia texana». Incluso antes del Apocalipsis, Sheertown era un lugar deprimente. De todas formas, la calidad del panfleto me hacía pensar que nunca debió de ser muy difícil conseguir plaza en el comedor del Doble Jota. Más bien, debía de ser extremadamente raro haberse encontrado a otro visitante.
Una idea absurda empezó a germinar en mi cabeza. El rancho quedaba cerca del pueblo, a menos de seis kilómetros, y estaba en dirección opuesta a las principales vías de salida de aquel sitio. Era posible que nadie hubiese reparado en él hasta entonces. Si era así, tenía una oportunidad de encontrar material de veterinaria y alimentos allí. Quizá incluso un coche que aún funcionase. Y si no hallaba nada de eso, por lo menos tendría un sitio donde pasar la noche. Por nada del mundo pensaba quedarme en Sheertown a dormir. Aquel pueblo fantasma era como un cementerio al aire libre. Algo maligno circulaba por el aire. En aquel lugar sólo quedaba desgracia y dolor, mucho dolor. Podía sentirlo en todos mis huesos.
Sin mirar atrás, comencé a caminar. Salí del pueblo y tras diez minutos por la carretera me encontré un camino de tierra sin señales que se bifurcaba hacia el oeste. Miré el mapa, para estar seguro. Era por allí, no cabía duda. El camino de tierra estaba cubierto de restos de vegetación, y las malas hierbas lo habían obstruido casi por completo en algunos sitios. No se veía ni una sola huella, aparte de las dejadas por los coyotes. Daba la sensación de que nadie pasaba por allí desde hacía mucho tiempo.
Caminé durante una hora por aquel camino polvoriento, jurando en arameo cada vez que me quedaba enganchado en un arbusto espinoso. Hubo un momento en el que incluso tuve que abrirme camino entre una masa tan densa de vegetación que no se veía el otro lado. Aquello hizo que mis esperanzas aumentasen. Si la pista de tierra estaba en ese estado tan lamentable, era de esperar que nadie hubiese visitado el rancho en mucho tiempo.
Finalmente, al coronar una pequeña loma tropecé con el rancho Doble Jota.
Era un lugar miserable, con una casa de madera rodeada de vallas. Cerca de la casa había un enorme granero pintado de rojo y una construcción alargada y baja que supuse que debían de ser las cuadras de los caballos. Aquel sitio nunca debía haber tenido un aspecto muy saludable, pero en aquel instante resultaba realmente tétrico. Uno de los cercados situados al lado de la casa contenía los esqueletos blanqueados de medio centenar de cabezas de ganado, que se deshacían lentamente al sol. No hacía falta ser un adivino para intuir que aquellas pobres vacas habían muerto de hambre y de sed dentro del cercado, cuando sus dueños dejaron de cuidar de ellas. Al pensar en eso caí en la cuenta de algo.
Los antiguos dueños tenían que estar en alguna parte. Puede que allí mismo.
Con la Beretta bien sujeta en mi mano derecha me fui acercando a los edificios. Al llegar al arco que cubría la entrada, apoyé en el suelo la mochila de fortuna y la cesta con el gato. Era mejor que entrase allí sin nada que me estorbase.
El primer sitio que inspeccioné fueron los establos. Era una nave alargada y ordenada, con un largo pasillo central flaqueado por dos docenas de boxes para caballos. La mitad estaban vacíos, y en la otra mitad tan sólo estaban los huesos de una docena de caballos. Las puertas metálicas estaban deformadas a golpes y algunas de ellas incluso tenían manchas de sangre. Los nobles brutos habían tratado de abrirse camino al exterior cuando enloquecieron de hambre y sed, pero no habían podido salir de allí. Por lo demás, aquel sitio estaba vacío.
Al salir me fijé en una pequeña nevera situada al lado de la pared. La abrí, sin grandes expectativas. Casi me caí de culo a causa de la sorpresa cuando una refrescante ola de aire frío me golpeó la cara y me bañó en una suave luz blanquecina.
La nevera aún funcionaba. El rancho aún tenía corriente eléctrica.
Por un instante me quedé inmóvil, extasiado con aquel chorro de aire fresco. Tardé un rato en descubrir cómo diablos era posible aquel pequeño milagro. El techo del establo estaba cubierto de paneles solares, que alimentaban un generador oculto en alguna parte. El antiguo dueño debía de ser un tipo al que no le gustaba pagar recibos de la luz o, lo más probable, que no se podía permitir un corte de luz en un sitio tan desolado. Tanto daba. Aquello era un golpe de suerte.
Dentro de la nevera se alineaban ordenados un montón de pequeños botes de medicamentos para animales. Rebusqué apresuradamente hasta que encontré un estante cubierto de antibióticos. Eran para caballos y vacas, así que no estaban pensados para gatos. Dudé, por un instante. Una dosis demasiado fuerte podía matar a Lúculo, y por otro lado, no sabía si sería incompatible. No tenía demasiadas opciones, así que me metí un puñado de aquellos frascos en el bolsillo y media docena de agujas hipodérmicas que encontré en un cajón.
Tras echar un último vistazo, salí del establo. Y entonces me encontré al primer No Muerto.
Era un hombre joven, de unos veintipocos años. Vestía un peto de dril y una camisa de cuadros rojos y negros. En el cuello llevaba anudado un pañuelo descolorido. El No Muerto se tambaleaba al andar y, atraído por mi presencia, acababa de doblar la esquina de la casa, en mi dirección.
Desde la distancia a la que estaba pude comprobar que el No Muerto no tenía ninguna herida aparente. Aquel hombre no se había transformado a causa del ataque de otro No Muerto, sino que el virus se había apoderado de él a traición, quizá por compartir una botella, o por un beso. Eso era relativamente bueno.
La mala noticia era que el No Muerto, al verme, soltó un gemido apagado y comenzó a caminar rápidamente en mi dirección. Con calma, dejé que se fuese acercando, para no fallar el disparo. De repente mi mirada se detuvo en un hacha apoyada al lado de la puerta. Tras un breve titubeo, bajé la Beretta y sujeté el hacha con las dos manos. Era pesada, y muy larga, y el filo estaba algo embotado, pero aun así tenía un aspecto temible. Sería mucho menos ruidosa que la pistola.
Cuando el No Muerto estuvo a menos de tres metros levanté el hacha sobre mi cabeza. Sólo entonces me di cuenta de que si fallaba el primer golpe no tendría una segunda oportunidad. Quizá no dispararle no había sido tan buena idea después de todo. Pero no tuve mucho más tiempo para dudar. El No Muerto se abalanzó sobre mí con un rugido. Cuando sus dedos casi me tocaban dejé caer el hacha sobre su cabeza con todas mis fuerzas.
El filo se clavó en medio de su cara con un chasquido apagado, frenándolo en seco. Apoyé un pie en su pecho y de un tirón arranqué el hacha, que salió con un chuuup acuoso que me puso los pelos de punta. A causa del impulso, el No Muerto cayó de espaldas sobre el polvo y se quedó allí como una tortuga a la que le dieran la vuelta. Aprovechando la oportunidad, descargué un segundo hachazo. Esta vez, la hoja del hacha penetró profundamente en su cráneo y le destrozó el cerebro. El No Muerto pataleó un par de veces y se quedó definitivamente inmóvil.
Jadeé, tratando de recuperar el resuello. Tuve que hacer tres intentos antes de poder sacar el hacha de su cabeza, pero finalmente lo logré. Con el filo ensangrentado del hacha por delante comencé a caminar hacia la casa. Parecía un psicópata enloquecido.
Abrí la puerta con cuidado y me asomé al interior. Estaba claro que el propietario nunca había sido un dechado de orden. Dos años de abandono habían cubierto todos los muebles de una fina capa de polvo del desierto. Sin embargo, en medio del suelo polvoriento se distinguían perfectamente un par de huellas titubeantes. Con la sangre palpitando seguí las huellas hasta la cocina.
Al final del rastro, junto a una chimenea, el cuerpo de una No Muerta se reanimó al oírme llegar. La mujer se lanzó sobre mí, pero tropezó con un pequeño escabel tirado en el suelo y cayó desmadejada. Sin dudarlo ni un minuto, la golpeé con el hacha una y otra vez, hasta que su cabeza se transformó en una masa informe de hueso, carne y sesos.
Me dejé caer sobre un sofá, levantando una nube de polvo. Con toda la tranquilidad del mundo, cogí un paquete de Marlboro arrugado que estaba tirado por allí y me encendí un cigarrillo. Estaba asombrado de mí mismo. Me había llevado por delante a dos monstruos en menos de cinco minutos y ni siquiera se me había acelerado el pulso. Un tiempo atrás, aquello habría sido impensable. Qué curioso…
La sangre de la No Muerta se abría paso entre la arenilla del suelo, creando extraños meandros a medida que se extendía. Cuando la sangre llegó hasta mi zapato se dividió en dos ramales que se perdieron debajo del sofá. Tiré el cigarrillo al suelo después de darle dos caladas. De repente se me habían ido las ganas de fumar.
Recorrí toda la casa sin encontrar a nadie más. En el sótano, sin embargo, me llevé una maravillosa sorpresa. Un arcón congelador, lleno hasta los topes de enormes trozos de carne de ternera congelada. Se me hizo la boca agua nada más verla. Aquella noche tendría una cena de primera.
Tan sólo me quedaba por registrar el granero. Salí de nuevo al exterior y crucé el patio en dirección a la gran estructura de madera roja. Sobre el cuerpo del vaquero que acababa de matar dos buitres negros se daban un festín, engullendo con parsimonia los sesos desparramados del No Muerto. Las aves me miraron con curiosidad mientras pasaba, pero no hicieron el menor amago de huir. Poco a poco, le iban perdiendo el miedo al ser humano. Observé que estaban gordas y lustrosas. No era de extrañar. En los últimos tiempos no les había faltado la comida.
La puerta del granero estaba cerrada por fuera con un grueso candado. Maldije por lo bajo. La llave podía estar en cualquier parte, y no tenía ni tiempo ni ganas de buscarla. Desenfundé la Beretta y apunté al candado.
El disparo sonó como un trueno y los buitres, asustados, levantaron vuelo, aleteando malhumorados. El disparo tenía que haberse oído muy lejos, pero no me importaba. No había nadie —ni siquiera No Muertos— en muchos kilómetros a la redonda.
El interior del granero estaba oscuro, y muy fresco. Una sensación de humedad muy intensa me sorprendió nada más entrar. Al cabo de un instante descubrí el motivo. Una bomba de agua situada al fondo del edificio había reventado en algún momento. El agua salida de un pozo artesano fluía a borbotones y tras crear un pequeño lago en la parte posterior del granero se escapaba por debajo del muro de madera, hasta perderse en el desierto.
El interior estaba cargado de humedad, y algunos sacos de cereales habían reventado, cuando el grano que contenían había germinado. Todo el granero estaba impregnado de un curioso olor. En medio del charco, un enorme tractor John Deere dormía un sueño eterno, esperando una cosecha que iba a tardar muchos años en llegar.
Rodeé el tractor con cautela y divisé un bulto blanquecino junto a la pared. Estaba situado junto a una mesa de trabajo y una apolillada alfombra naranja enrollada, cubierto con una sábana blanca. Rodeé la mesa y la alfombra y, con la mano que me quedaba libre, tiré de la sábana.
—Gracias, Dios —murmuré a través de mis labios agrietados—. Gracias.
Porque lo que se escondía debajo de aquella sábana eran dos hermosas y resplandecientes motocicletas.
Una hora más tarde estaba de nuevo dentro del granero. El sol ya se estaba poniendo y la noche caía sobre el rancho Doble Jota. Dentro del edificio de madera había encendido una fogata donde chisporroteaban a fuego lento unos fantásticos trozos de ternera llenos de grasa.
Lúculo dormía plácidamente tan cerca del fuego como podía soportar sin chamuscarse. Tras un buen rato dudando había decidido inyectarle tan sólo una pequeña parte de la dosis de antibiótico de un frasco. Calculé la proporción que correspondería a su peso y recé porque aquello no lo dejase seco. El antibiótico no parecía sentarle mal a mi pequeño amigo, que descansaba con suaves ronquidos y con mejor aspecto que unas horas antes. No podía jurarlo, pero estaba casi seguro de que le estaba haciendo efecto. Le había limpiado la herida y cambiado el vendaje. Aún tenía algo de infección, pero todo parecía indicar que Lúculo saldría de ésta. Se había dejado una de sus vidas gatunas en el camino, pero iba a lograrlo.
Yo estaba demasiado extasiado contemplando mi nueva adquisición. Debajo de la manta había dos motocicletas, una enorme y pesada Honda Goldwing y una moto coreana de ciento veinticinco centímetros cúbicos, fea y pequeña.
La Goldwing relucía a la luz de la hoguera. Era uno de esos transatlánticos de carretera, ancha y robusta, con un amplio asiento y un manillar repleto de diales. Era una moto para hacer miles de kilómetros, y estaba en un estado soberbio, al igual que la otra.
Evidentemente, mi primera opción había sido la Goldwing, pero tenía dos problemas. El primero era que la batería estaba totalmente descargada, y aquel motor de inyección no arrancaría de ninguna manera sin una batería. El segundo problema era que aquella moto era demasiado grande y poco manejable. En una carretera sin obstáculos sería perfecta, pero estaba seguro de que encontraría más de un atasco por el camino, atascos de los que tal vez necesitaría salir a toda velocidad.
Entonces me volví hacia la coreana. Era de una marca de la que no había oído hablar en la vida (¿¿Daystar??), y tenía un estilo chopper algo basto, con acabados baratos. Sin embargo era pequeña, ligera y de aspecto robusto y, lo más importante, tenía un motor de carburación, que se podía encender con un pedal de arranque.
Le di la vuelta a la carne sobre el fuego y me acerqué a la motocicleta. La hice rodar hasta el centro del granero y me subí sobre ella. Al menearla pude comprobar que el depósito estaba lleno. Perfecto. La puse en punto muerto y comencé a darle patadas al arranque de pedal durante casi diez minutos. El motor, tras dos años parado, se ahogaba y tosía, incapaz de encenderse. Saqué la bujía, la limpié con esmero y volví a colocarla en su sitio. Una vez más, me subí sobre el pedal de arranque y me dejé cae sobre él con fuerza.
El motor cobró vida con un sonido rasposo, y un petardazo de humo negro salió por el tubo de escape. Sonreí, aliviado, y di un par de acelerones. La Daystar rugía, con un sonido algo sordo, pero rugía. Tenía un medio de transporte para salir de allí.
Salté de la moto, eufórico y comencé a ejecutar una absurda danza irlandesa en medio del granero, demasiado feliz para permanecer quieto.
Y de repente, la alfombra naranja emitió un gruñido.
Solté un grito de espanto y me dejé caer al lado del fuego, con el corazón latiendo de forma salvaje. No podía haber oído bien. No podía ser cierto.
La alfombra emitió otro gruñido, como para demostrarme que estaba equivocado. Tropecé con todo mi equipaje mientras iba en busca de la pistola y sin querer arrojé las chuletas sobre las brasas.
El aire se llenó inmediatamente de un olor a carne quemada, mientras sujetaba la Beretta con manos temblorosas.
La alfombra volvió a gruñir y esta vez hizo un pequeño movimiento. Me acerqué con cautela, sin apartar la mirada de aquella montaña de tejido medio podrido. Al fijarme mejor sentí cómo todos mis pelos se erizaban.
Aquello no era una alfombra.
Era un maldito No Muerto.
Lo que había tomado por una capa de tejido era en realidad una enorme colonia de hongos filamentosos naranjas que cubrían todo el cuerpo de un pobre desgraciado. La oscuridad del interior del granero y el elevado nivel de humedad habían ayudado a que el moho se propagase rápidamente sobre el individuo, hasta ocultarlo por completo.
Recordé que el granero estaba cerrado por fuera cuando llegué. No era muy aventurado suponer que aquella persona había sido la primera en transformarse. Los otros dos habitantes del rancho no habían tenido agallas suficientes para matarle (¿eran sus padres?, ¿sus hermanos?) y lo habían encerrado dentro del granero, sin saber que el TSJ ya corría también por sus venas. Y allí había estado, pudriéndose lentamente en aquel ambiente cargado de humedad, hasta que había llegado yo.
Me pregunté por qué no se movía. Paso a paso me fui acercando con cautela, preparado ante cualquier movimiento imprevisto. Cuando estaba casi a su lado pude ver que el hongo había devorado la mayor parte de la masa muscular del (¿hombre, mujer? Es imposible decirlo) individuo. Por eso no se movía. No podía levantarse, ni mover los restos de músculo que le quedaban. Tan sólo era un esqueleto, apenas cubierto por los restos de carne que el hongo no había devorado todavía, envuelto en un espeso plumón de filamentos naranjas. Sin embargo, su cerebro, bien protegido dentro del cráneo, aguantaba hasta el final. Aunque suponía que tampoco debía de quedarle mucho.
Era horrible. No me podía imaginar una agonía peor.
Me senté muy despacio, sin apartar la mirada de aquella ruina humana. En el sitio donde tendría que haber estado la cabeza, un bulto se movía, siguiendo mis movimientos. Los ojos habían desaparecido hacía mucho tiempo, y sospechaba que todo el oído interno, cálido y húmedo, también, pero aun así aquel ser seguía sintiendo de alguna manera que estaba a su lado, muy cerca. Era escalofriante y repulsivo a partes iguales.
Medité sobre aquel asunto durante un rato, valorando sus implicaciones. Era tan asombroso que resultaba casi increíble. Descartando que fuese un caso especial, si los hongos se habían tragado a aquel No Muerto hasta casi destruirlo, era de suponer que todos los demás tendrían que seguir su mismo destino tarde o temprano. Al menos los que estaban en zonas húmedas y con temperaturas templadas, donde los hongos podían crecer con facilidad.
Los alrededores de Gulfport, pegados al mar, eran un lugar idóneo. Lamenté no haber tenido tiempo para poder hablar con algún ilota y preguntarle qué era lo que se estaban encontrando en el exterior. Me apostaría lo que me quedaba de Cladoxpan a que por los alrededores de la ciudad de Greene muchos No Muertos estaban adquiriendo un aspecto similar.
Eso me llevó a pensar en mi casa, en Galicia. Un sitio húmedo y lluvioso, como casi toda la costa atlántica, verde como Irlanda y mojado tres de cada cuatro días. Habían pasado dos años desde que había salido de allí. Me preguntaba si allí los No Muertos estarían igual. Sin darme cuenta comencé a sollozar, invadido por la nostalgia. Me sentía solo, muy solo, y muy lejos de cualquier sitio al que pudiese llamar hogar. Toda la euforia que me inundaba apenas un minuto antes se había evaporado por completo.
Oí un débil maullido. Lúculo asomó su cabecita desde dentro de la cesta y se las apañó para salir a tropezones. Resultaba descorazonador ver a un gato tan ágil tambalearse como un anciano. Con andares temblorosos se acercó hasta mi regazo. Haciendo un esfuerzo, se subió a mis piernas y se aovilló de nuevo sobre mí, ronroneando. Entonces rompí a llorar sin freno. Jodido gato. De alguna manera, se había dado cuenta de que lo necesitaba. De allí en adelante, cada vez que me preguntase por qué lo arrastraba conmigo a través de medio mundo, me acordaría de aquel momento.
Pasé el resto de la noche en un duermevela ligero. Antes de acostarme al lado de los rescoldos de la hoguera, decapité de un hachazo al No Muerto convertido en pelusa y aplasté su cabeza. Aunque no era un peligro para nadie, no podía dejarlo tirado de aquella manera. No era justo para él.
Me arrebujé en unas mantas de caballo y traté de conciliar el sueño. El día siguiente sería muy largo, y muy duro, pero me acercaría inexorablemente hasta Gulfport, donde me esperaba mi gente.
Y mi venganza.