36

Convoy de deportación 17J

En algún lugar a 300 kilómetros de Gulfport

No iba a conseguirlo.

Aquel maldito tren parecía que no iba a detenerse nunca, y las cosas allí dentro iban de mal en peor.

Tras casi cinco horas de viaje, el ambiente dentro del vagón se había cargado de una manera atroz, hasta el punto de transformar la atmósfera en un puré viciado y casi irrespirable. Al olor corporal de ciento cincuenta personas apretadas y sudorosas se le sumaba el aroma agrio de varias vomitonas y el toque dulzón y empalagoso de las deposiciones que salpicaban el vagón. Nada más iniciarse la marcha, unas cuantas voces juiciosas habían propuesto transformar una esquina del vagón en una letrina. Todo el mundo estuvo de acuerdo, excepto en un pequeño detalle: nadie quería que la esquina elegida fuese la más cercana a ellos.

Así, tras una serie de discusiones subidas de tono, no se escogió ninguna esquina y todo el mundo comenzó a hacer sus necesidades allí donde le cuadraba. Como consecuencia, aquello se semejaba cada vez más a un muladar sobre ruedas, y el suelo estaba cubierto de una capa de limo espeso y maloliente que corría de un lado a otro en función de la inclinación del convoy.

Yo era relativamente afortunado. Había conseguido un sitio contra una pared, así que tenía donde apoyarme. Había colocado la cesta de mimbre de Lúculo formando una especia de parapeto y, gracias a ella, podía disponer de un espacio mínimo de unos treinta centímetros donde poder girarme un poco. La ventana más cercana se encontraba a unos cuatro metros de distancia, por lo que la mayor parte del tiempo estaba en penumbra. Tan sólo cuando alguien encendía un cigarrillo o una linterna durante un breve momento, la luz me permitía ver con detalle lo que me rodeaba.

Normalmente aprovechaba esos pequeños momentos para echarle un vistazo a mi gato. Lúculo permanecía enrollado en el fondo de la cesta, en un estado de duermevela preocupante. Al principio pensé que se debía a la pérdida de sangre, pero empezaba a sospechar que la herida del muñón se le estaba infectando. El gato persa se agitaba de vez en cuando y lanzaba un débil maullido de dolor que a mí me partía el corazón.

Sin embargo, aquél era el menor de mis problemas. La sed se estaba transformando en algo cercano a una obsesión. Los Verdes habían arrojado un par de bidones de agua dentro del vagón antes de cerrar las puertas, pero uno de ellos parecía haber desaparecido en una esquina, entre un grupo de Latin Kings malcarados y desafiantes que lo defendían celosamente con navajas en la mano, y el otro ya estaba vacío. Sentí un escalofrío al pensar en aquel bidón. Cualquier atisbo de orden para beber había desaparecido en cuanto la primera persona puso sus manos sobre la garrafa. En medio de la penumbra se habían oído gritos y puñetazos, mientras el recipiente pasaba de mano en mano, derramando la mayor parte de su contenido por el camino. Cuando pasó cerca de donde estaba yo, tuve la oportunidad de darle apenas un sorbo, antes de que alguien me pegase un puñetazo en la espalda y seis personas distintas lo arrancasen de mis manos.

Volví a sentarme en mi rincón, pasando la lengua de forma ansiosa por los labios humedecidos. Comencé a chuparme los dedos, que habían quedado empapados tras agarrar el bidón, pero nada más hacerlo me arrepentí amargamente y tuve que escupir. Mis manos estaban chorreando sangre.

El jodido bidón volaba de un lado a otro del vagón empapado en la sangre de algún pobre diablo. Tuve que esforzarme por controlar las arcadas.

La sed y el hambre tampoco eran el problema principal. Todos los presentes sabíamos que nos enfrentábamos a algo peor, algo que iba a aparecer en algún momento, porque vivía dentro de nosotros. Y el miedo y la angustia nos hacía retorcernos, defendiendo celosamente las menguantes reservas de aquel líquido lechoso llamado Cladoxpan que era nuestra última y débil defensa contra la locura.

El primer afectado se manifestó al cabo de una hora.

Fue una mujer gruesa, de unos cincuenta años, con un aspecto inequívocamente caribeño. Estaba algo alejada de mí, por lo que no pude ver bien qué sucedía. Sin duda ya estaba transformándose cuando la subieron al tren, pero en medio del caos y el desorden ni siquiera los que estaban a su lado se habían dado cuenta. Después, en medio de la penumbra del vagón, el TSJ finalizó su trabajo y comenzó a mostrar su verdadero rostro.

Seguramente, alguien que estaba a su lado se dio cuenta de repente de que la piel de la mujer estaba desacostumbradamente fría. O que sus ojos habían reventado en un carnaval de venas rotas, cubriendo toda la parte blanca de sangre. Nunca lo sabríamos. Lo cierto es que, en algún momento, alguien se dio cuenta y gritó, alarmado, mientras intentaba alejarse de aquel engendro. Como reacción se produjo un movimiento de pánico entre la multitud; las personas que estaban a su lado dieron instintivamente un paso atrás, y entonces se desencadenó el desastre. El gesto se reprodujo al instante en los que estaban al lado y, de golpe, como una gigantesca ola humana, se propagó en todas las direcciones del vagón. Las personas caían las unas sobre las otras, pisoteándose y aplastándose, poseídas por un pánico colectivo ciego y sin posibilidad de control. El anciano negro que tenía a mi lado casi me aplastó al caerme encima, cuando el movimiento de la multitud nos alcanzó con fuerza.

Se oían gritos y chillidos por todas partes mientras los ocupantes del vagón trataban de violar las leyes de la física y atravesar una montaña de cuerpos que casi les impedían moverse. La gente se apelotonaba y se aplastaba, asfixiándose en la marabunta. Por encima del caos se oyó un sonido familiar y susurrante que hizo que se me pusieran todos los cabellos de punta. Era un gemido bajo y rasposo, que se repetía monótonamente y que ya había oído en infinidad de ocasiones.

Mwaaaaeeergh…

Mwaaaaaeeeeeeerghhh…

Entre gemido y gemido se oía una respiración rápida y agitada, como la de una persona que acabase de correr una maratón. Una bola de hielo se instaló en mi estómago. Estaba pasando.

Al cabo de un par de minutos se oyó un gemido mucho más fuerte, casi un alarido, como si algo (oscuro) dentro de aquella mujer se hubiese despertado. Una especie de «Hola, mundo», pero cargado de veneno y muerte. Casi al instante otro grito, éste de dolor, sonó en el mismo lugar. El del segundo grito había sido un hombre.

El caos —ahora de verdad— se desató dentro del vagón. La multitud, ciega y aterrorizada corría (o más bien, trataba de hacerlo) en cualquier dirección, sin saber hacia dónde iba, ni importarle contra qué chocaba. Varias personas tropezaron entre ellas y cayeron sobre mí. Tan sólo tuve tiempo de levantar la cesta de mimbre y apuntalarla entre la pared y el suelo del vagón, como un ridículo parapeto para evitar ser aplastado.

No podía moverme. Alguien había caído sobre mis piernas y me tenía atrapado. Levanté la cabeza y choqué contra la espalda de un hombre que aullaba de dolor, con su brazo derecho retorcido de forma antinatural entre otras dos personas que, a su vez, luchaban por su vida. Intenté deslizarme, pero me moviese hacia donde me moviese había cuerpos humanos apilados. Un tipo delgado y con barba rala estaba tumbado boca abajo, y su cabeza tocaba con la mía. A tan poca distancia podía sentir su aliento, caliente y con olor a picante, mientras el tipo, con los ojos fuera de las órbitas hacía un esfuerzo sobrehumano por liberarse del montón de personas que le habían caído encima. Las venas de su cuello se hincharon como gruesos cables cuando el hombre intentó levantarse, pero era imposible. Me miró con expresión enloquecida y musitó un sofocado «ayuda», inaudible en medio de toda aquella locura.

Le miré, impotente. Aunque hubiese querido ayudarle, tenía uno de mis brazos aprisionado debajo de mi propio cuerpo; además, si tiraba de él, yo no tendría sitio para respirar. Así que lo único que pude hacer fue quedarme mirando con espanto cómo la cara de aquel hombre se ponía primero muy roja, un poco más tarde de un terrible color azulado y finalmente caía muerto con la lengua fuera de la boca y con el rictus deformado.

Al cabo de los cinco minutos más largos y espantosos de toda mi vida, el pánico comenzó a perder intensidad. Los gritos se volvieron más sordos y apagados, pero por todas partes se oían sollozos y voces de personas llamándose las unas a las otras. Alguien tiró de una de las personas que me aplastaban y por primera vez pude incorporarme un poco. Con el brazo derecho aún dormido, me levanté, apoyando la espalda en la pared del vagón. Sentía las astillas de madera clavándose en mi piel, pero las ignoré por completo.

En aquel vagón había alguien que ya no era humano. Y yo no podía saber si alguno de los bultos que se me acercaban era un No Muerto.

Con la mano temblorosa, amartillé la Beretta y la apoyé contra mi cadera. De repente, una figura baja y compacta se me acercó tropezando por mi lado izquierdo. Respiraba rápidamente y llevaba los brazos extendidos delante de su cuerpo, como una especie de Frankenstein borracho. Levanté el arma y la apunté contra su cara. En ese preciso instante el tren cruzó un sector de vías en mal estado y todo el vagón osciló violentamente, sacudiéndonos como guisantes dentro de una lata. Tuve que abrir las piernas para afianzarme y lanzar mi mano libre a uno de los remaches metálicos de la pared para evitar caerme.

Cuando levanté la mirada de nuevo, se me escapó una maldición. Ya no veía a la sombra.

!¡¿Dónde estás? ¿Dónde cojones estás? ¿Dónde estás?!!

Una mano se cerró en torno a mi brazo. Solté un aullido de terror y mi primera reacción fue disparar mi rodilla contra la entrepierna de aquella persona. Un sonido de dolor ahogado escapó del desconocido y, antes de darle tiempo a cualquier otro movimiento, descargué la culata del arma contra su sien.

El desconocido cayó como un fardo de ropa sucia a mis pies. Me agaché junto a él, al tiempo que apuntaba mi pistola en todas direcciones, tratando de adivinar otra posible amenaza. En la breve penumbra, contemplé a mi víctima. Era un hombre mayor, de casi setenta años. El pobre diablo, que estaba inconsciente y con un feo moratón en su sien derecha, no era un No Muerto.

Me había dejado llevar por el pánico, pero no me sentía ni avergonzado ni culpable por haber golpeado a un anciano. Aquel vagón era una antesala del infierno y estaba luchando por salvar mi alma.

Dos fogonazos iluminaron por unos segundos todo el vagón, cuando alguien disparó en rápida sucesión dos descargas de revólver. El sonido del arma dentro de aquel espacio cerrado fue tan potente que por un momento fui incapaz de oír nada, aparte de un penetrante y molesto pitido.

No eres el único con un arma. Ten cuidado, vaquero.

El caos volvió a desatarse. El tirador disparó su arma de nuevo y durante el espacio de un latido pude ver la escena macabra que tenía lugar allí dentro. El suelo estaba cubierto de cuerpos apilados, muchos de los cuales aún se movían entre gemidos, aunque la mayoría permanecían inmóviles por completo. En todas partes grupos de dos o tres personas peleaban con una furia homicida, bien porque estaban convencidos de que su rival era un No Muerto o porque aprovechaban el caos para tratar de conseguir una botella del preciado Cladoxpan.

—¡Una pistola! —aulló alguien—. ¡Tiene una pistola! ¡A por él!

Por un aterrador segundo pensé que se referían a mí, pero el movimiento de la masa se lanzó en la dirección del tirador oculto (no podría jurarlo, pero creo que era uno de los Latin Kings). Al pistolero le dio tiempo de hacer un disparo más antes de que una turba enloquecida y sedienta de sangre cayese sobre él y lo asesinase a golpes, patadas y puñetazos.

La muerte de aquel muchacho supuso una especie de punto de inflexión. Entre la multitud del vagón —bastante más reducida que unos minutos antes— fue disminuyendo la ira lentamente, como el agua escapándose por un desagüe. La gente, que hasta un instante antes se estaba estrangulando en una lucha a muerte, se soltaba con aire confundido, como si acabasen de despertar de un mal sueño. El pánico se había evaporado y una sensación pesada, mezcla de miedo, vergüenza y horror, se instalaba silenciosa y fríamente en el alma de los supervivientes.

Guardé mi Beretta discretamente en la cesta y comprobé que Lúculo seguía vivo, sumido en su duermevela febril. Ayudé a levantarse a unas cuantas personas y me aparté a un lado, sintiendo escalofríos. La mujer caribeña que había iniciado el caos yacía muerta en medio del vagón, con la cabeza abierta de par en par por algún objeto contundente y pesado. A su lado, un hombre con el cuello desgarrado se convulsionaba de manera antinatural, de una forma que todos los presentes conocíamos demasiado bien.

—Está volviendo —murmuró alguien entre las sombras—. Hay que hacer algo.

Una mujer joven y guapa, con la cara cubierta de sangre y los hombros llenos de cabellos arrancados, se adelantó. Sujetaba el revólver del tirador en la mano, y la expresión de su rostro era fría e implacable. Sin dudarlo ni un minuto, levantó el arma, apuntó a la cabeza del hombre que se convulsionaba y apretó el gatillo.

El balazo abrió un enorme boquete en la cara del hombre, que dejó de moverse. La chica miró al sujeto durante un rato. Después contempló la pistola y finalmente la arrojó sobre el cadáver.

—Era la última bala —dijo, sencillamente, a nadie en particular, con voz anodina.

En ese momento, un calambre me sacudió todo el cuerpo, con tanta fuerza que me hizo doblarme en dos. Fue tan intenso y repentino que me cogió totalmente por sorpresa. Me incorporé, jadeando, y me di cuenta de que tenía toda la ropa empapada en sudor. Debía de llevar un buen rato ardiendo de fiebre, pero el caos del vagón no me había permitido percibirlo antes. Un nuevo calambre, esta vez mucho más fuerte, me obligó a encogerme sobre mí mismo, soltando un grito de dolor. Un tipo a mi lado me observó con una expresión desconfiada en el rostro, mientras se separaba de mí un paso. Vi miedo en sus ojos, pero también asco.

No me miraba como a una persona. Me miraba como si yo fuera uno de ellos.

Oh, no, a mí no, por favor. Precisamente ahora no, por favor.

—Todo está controlado —jadeé, mientras levantaba la mano como un borracho—. Tranquilo, hermano.

Me dejé caer al lado de la cesta y saqué el termo lleno de Cladoxpan. El cierre de rosca se me resistió al principio. Las manos me temblaban, incontrolables. El primer trago que le di a aquel brebaje fue tan maravilloso que por un breve momento me sentí transportado fuera de aquel vagón. El líquido bajaba por mi garganta, apagando el infierno de mi cuerpo y abriendo todas mis células sedientas.

Aparté el bote de mi cara y lo cerré, con los ojos entornados, mientras disfrutaba de aquella sensación placentera. Una parte de mi mente gritaba a voces que aquella sensación tenía que ser muy parecida al alivio que sienten los heroinómanos cuando se chutan una dosis. Hola, adicción. Soy un nuevo yonki. Encantado de ser tu esclavo. En fin. Ya me ocuparía de aquello más tarde.

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo alguien, con cierto tono de culpa en la voz.

—Ayudar a los heridos, eso lo primero —contestó otro.

—Lo más prudente sería abrirles la cabeza a los muertos, antes de nada —dijo la chica que había disparado, con voz fría. Lo decía con la naturalidad de alguien que habla de ir de compras.

Oye, cariño, de paso que sales, tráeme un kilo de mandarinas. Ah, y ya que estás, reviéntale la cabeza a pisotones a ese niño muerto que tienes a tu lado.

—¿Y cómo lo hacemos? —murmuró una mujer asustada, que sujetaba contra su falda a una niña pequeña que miraba a todas partes con los ojos inundados de terror—. No tenemos armas.

Uno de los Latin Kings supervivientes se adelantó y rebuscó entre un montón de restos. Cuando sacó la mano, llevaba un martillo de carpintero en ella, de esos que tienen la parte posterior afilada. Sin mediar palabra, se acercó al cuerpo caído de un muchacho de unos doce años y descargó un martillazo contra su cabeza. El martillo se hundió con un sonoro choop en la cabeza del chico, mientras el Latin King, con una mirada negra, ausente y perdida como la de un tiburón, seguía golpeando rítmicamente. Cuando se dio por satisfecho, la parte trasera de la cabeza del chico era una especie de mermelada rojiza, con trozos blanquecinos de hueso asomando aquí y allá.

—Así se puede hacer. —Le tendió el martillo al hombre que estaba a su lado, que lo cogió con la misma expresión que si le hubiese pasado una serpiente viva—. Cualquier objeto contundente vale. Pero antes de empezar asegúrense de que está muerto.

Los pasajeros del vagón le contemplaron durante unos instantes, horrorizados.

—No puedes estar hablando en serio —musitó el hombre que estaba justo a mi lado.

De repente, uno de los cuerpos caídos en el suelo se sacudió en medio de convulsiones.

—Ahí tienes la respuesta, wey —contestó el joven, encogiéndose de hombros.

El hombre que tenía el martillo en la mano tragó saliva; tras un breve titubeo, se adelantó y descargó un golpe sobre la cabeza del cadáver que se convulsionaba. Aquello fue como la señal de salida; muy pronto, casi todos los pasajeros que aún estaban con vida se inclinaban obsesivamente sobre los cuerpos caídos y muertos en medio de la avalancha, golpeando sus cabezas con los objetos más variopintos.

Al cabo de un rato, la escena parecía sacada de un cuadro de El Bosco. Todos y cada uno de nosotros estábamos cubiertos de restos de sangre y sesos, y sobre las paredes de madera del vagón se dibujaban grotescos chorretones de sangre arterial proyectada, que se deslizaba lentamente hacia el suelo entre grumos resecos de materia gris.

Oí el sonido de alguien vomitando. Me encogí de hombros y di otro pequeño sorbo de mi Cladoxpan. Había sobrepasado mi umbral de horror, y aquello ya no me repugnaba. Además, no tenía nada sólido en el estómago.

Las siguientes horas fueron interminables. El tren rodaba en dirección noroeste a un ritmo monótono, salpicado con breves e inexplicables interrupciones —inexplicables para los que íbamos encerrados dentro—. En una ocasión, incluso dimos marcha atrás durante un par de kilómetros, sin ningún motivo aparente.

De vez en cuando todo el convoy se sacudía con un golpe sordo. Tras muchas cábalas llegamos a la conclusión de que se debían al impacto contra objetos situados sobre la vía (todos teníamos claro cuáles eran esos objetos). Tras un lento y tortuoso pulso, fui capaz de colocarme bajo una de las ventanas y, aupándome sobre una montaña de cadáveres apilados colocados allí con tal fin, pude asomarme por el ventanuco.

Lo primero que sentí fue un alivio enorme. El aire fresco del exterior, comparado con la apestosa pestilencia del interior del vagón, resultaba tonificante. Pero en cuanto se disipó esa primera impresión, el alma se me cayó a los pies. El tren rodaba por una planicie reseca y agostada, con grupillos de árboles retorcidos aquí y allá. Sospechaba que estábamos en algún punto del sur de Texas, cerca de la frontera norte de México, pero no podía precisarlo con seguridad. El elemental mapa que Strangärd me había facilitado contenía distancias y direcciones, pero no los nombres de los estados que atravesábamos.

El ambiente dentro del vagón era tétrico. Las conversaciones se habían reducido al mínimo, y cada uno parecía concentrado en sus propios pensamientos. Incluso los lloros y gemidos habían desaparecido, sustituidos por una sorda y profunda resignación, unida al miedo a lo desconocido. Nadie sabía dónde acababa aquel viaje, aunque por otro lado, el deseo común era que su fin llegase cuanto antes. Nada podía ser peor que estar encerrado en aquel vagón de la muerte.

De los ciento cincuenta viajeros originales quedábamos vivos menos de la mitad. El resto habían muerto aplastados en la avalancha de pánico o en alguna de las múltiples peleas.

Esas peleas habían cesado casi por completo. Los que quedábamos teníamos más sitio para movernos y los más necesitados de Cladoxpan habían saqueado lo que habían podido de los cadáveres. Incluso yo mismo había palpado sin ningún rubor la ropa del tipo delgado que había muerto a mi lado y había encontrado una pequeña petaca mediana. Rellené la petaca hasta arriba con el contenido de mi termo y lo oculté en el fondo de la cesta, debajo de Lúculo. Estaba seguro de que era, con diferencia, la persona con más reservas de medicamento, y no me apetecía hacer exhibición de ello. La muerte del Latin King me había demostrado que tener una pistola no era una garantía de supervivencia en aquel lugar repleto de gente desesperada y sin nada que perder.

Unas dos horas más tarde, se dio el segundo caso. Esta vez, estábamos mejor preparados.

En esa ocasión fue un hombre joven de apenas veinte años. El tipo era alto y corpulento, pero tenía una pierna rota y la cara destrozada a golpes. Alguien me susurró que a aquel hombre lo habían golpeado los Verdes en la redada, al intentar impedir que detuviesen a su hermana y a su madre. No sólo no lo había conseguido (al parecer iban en otro vagón), sino que casi había logrado que lo matasen. No sabía si en un último gesto había cedido su ración de Cladoxpan a su familia o estaba tan débil que no había podido impedir que alguien se lo robase, pero lo cierto era que aquel muchacho había sido el primero en quedarse sin el remedio.

Primero suplicó. Se irguió en medio del vagón, apoyado en una improvisada muleta y, haciendo acopio de toda la dignidad que le quedaba, como un mendigo en el metro, pidió que alguien le diese un trago de Cladoxpan. Todo el mundo (incluido yo) le miró de forma hostil, o desvió la mirada hacia otro lado, mientras apretaba con más fuerzas sus reservas de medicamento.

Por un instante estuve tentado de compartir con él mi reserva, pero el mero instinto de conservación me impidió abrir la boca. Si los cálculos que había hecho eran correctos, la cantidad de Cladoxpan que tenía me permitiría sobrevivir durante unos cinco días, racionándolo con severidad. Esos cinco días eran el tiempo que tendría para intentar llegar de nuevo hasta Gulfport, o por lo menos hasta una patrulla ilota. Si compartía mi ración con aquel hombre, mi tiempo se reduciría a la mitad, y mis posibilidades de sobrevivir también. Además, con una pierna rota, aquel chico estaba condenado de antemano, y hasta él lo sabía. Cada gota de Cladoxpan que bebiese sería medicamento desperdiciado.

Cuando vio que las súplicas no surtían efecto, decidió robárselo a alguien. El muchacho era fuerte, sin duda, y en condiciones normales no hubiese tenido problemas, pero en su estado hasta un anciano habría podido enfrentarse a él. Y no era que quedasen muchos ancianos dentro de aquel vagón. El darwinismo más salvaje se estaba imponiendo, y sólo los más sanos, jóvenes y fuertes estaban sobreviviendo. Tras unos cuantos intentos lamentables, y unos cuantos golpes, el pobre chico desistió.

Completamente derrotado, se dejó caer en el suelo del vagón para dejarse llevar por su agonía. Con un rosario en la mano comenzó a rezar quedamente, mientras su piel se iba cubriendo de miríadas de diminutas venas reventadas. De vez en cuando, un calambre le hacía retorcerse de dolor; al final, los temblores eran tan acusados que ya ni pudo sostener el rosario en las manos. Al cabo de cuarenta minutos, la sarta de bolas de madera le resbaló de entre los dedos y su mano se cerró como una garra, en un ángulo antinatural. Con los ojos totalmente cubiertos de sangre, el chico levantó la cabeza, con el último ápice de control sobre sí mismo, y gritó un «por favooooooooor» tan desgarrado que me removió el alma.

Sin pensar lo que hacía, me levanté y agarré el martillo de carpintero, que alguien había colgado de un clavo en la puerta del vagón. Antes de que nadie pudiese impedírmelo, me acerqué al muchacho, que se debatía entre temblores y que levantó sus ojos ciegos cuando sintió mi presencia a su lado.

—¿Estás seguro? —pregunté quedamente.

Por toda respuesta, el chico asintió y me aferró una pernera del pantalón, temiendo tal vez que cambiase de opinión. Al agarrarme susurró un «gracias» casi ininteligible. Sus labios comenzaban a dejar de obedecerle.

Levanté el martillo y, tras inspirar profundamente, lo descargué con violencia en el hueso occipital del muchacho. El joven cayó desplomado como un becerro sobre el suelo del vagón. Tuve que golpear tres veces más para estar seguro de que dejaba su cerebro lo suficientemente dañado como para que no volviera a levantarse de entre los muertos.

Cubierto con su sangre, me dejé caer en mi rincón. Todo el vagón contemplaba el cadáver en silencio. Sentí cómo la mayoría de las miradas me esquivaban, pero nadie se atrevió a acusarme. No había nada que decir.

Mientras el tren traqueteaba, me enjugué unas lágrimas furtivas. Al mezclarse con la sangre que me cubría el rostro formaron unos chorretones barrocos en mi cara que me daban el aspecto de un payaso psicótico. Pero no podía parar de llorar.

Había matado a un hombre. A un hombre vivo. El hecho de que estuviese a punto de convertirse en un No Muerto no mitigaba mi dolor. Era un asesino.

Y mientras el tren rodaba, fui consciente de que, aunque sobreviviese a aquel viaje infernal, algo de mí había muerto para siempre dentro de aquel vagón.

Y entonces, de repente, el tren se detuvo.