Gulfport, oficina del sheriff
A la mañana siguiente vinieron a buscarme un grupo de Guardias Verdes y de Milicianos de Greene. Era demasiada escolta para un único preso, pero no parecían querer llevarse ninguna sorpresa de última hora. Me hicieron asomar las manos por entre las rejas para esposarme y a continuación me sacaron de la celda, con tres hombres delante y otros tres detrás. En vez de salir por la puerta principal de la comisaría, me evacuaron del edificio por una puerta lateral que en otra época debía de utilizarse para sacar la basura. Allí me esperaba una furgoneta municipal con el estúpido rótulo de
SERVICIOS MUNICIPALES
GULFPORT
¡La ciudad que mira al mar con alegría!
escrito en los costados. Estábamos en un callejón, así que no había testigos incómodos o manifestantes furiosos que quisieran lanzarme piedras. Casi lo agradecí.
El trayecto en furgoneta fue breve. Nada más subir me pusieron un saco de tela en la cabeza, para que no pudiese ver nada. Aquel saco debía de haber contenido cebollas en algún momento, porque su olor era mareante. Tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para no vomitar durante el trayecto, pero no porque temiese ensuciar el estado del suelo del furgón (que no estaba precisamente limpio), sino porque vomitar podía costarme la vida. Necesitaba retener dentro de mi cuerpo tanto líquido como fuese posible, pero sobre todo, no podía permitirme perder ni una sola gota de Cladoxpan.
La noche anterior lo había probado por primera vez, en cuanto Grapes se hubo marchado, y conseguí que mi grado de ira bajase un par de peldaños. El líquido tenía un aspecto bastante repulsivo, y su olor no era nada del otro mundo. Realmente recordaba a algo entre la leche estropeada y un zumo de frutas que ya lleva cierto tiempo exprimido, con ese toque ácido que hace arrugar la nariz. Sin embargo, su sabor era una cosa totalmente distinta. Cuando le di un sorbo la primera impresión fue absolutamente maravillosa. Aunque el líquido estaba a temperatura ambiente, sentí una sensación refrescante, como si estuviese bebiendo una jarra de agua helada. Aquel líquido parecía abrir todos los poros de mi piel, haciendo que respirasen de nuevo. Al mismo tiempo, la sensación de calor que sentía disminuyó y los temblores que sacudían mis manos cesaron de inmediato. No tenía ningún espejo a mano, aunque apostaría lo que me quedaba de Cladoxpan a que las pequeñas venas reventadas sobre mi piel habían desaparecido como por arte de magia.
Tuve que hacer gala de toda mi fuerza de voluntad para parar de beber. El sabor era dulzón y cremoso, y hasta la última célula de mi cuerpo clamaba para que siguiese bebiendo indefinidamente. Estoy seguro de que si hubiese tenido un barril a mi disposición, habría bebido hasta que no cupiese ni una sola gota más en mi estómago, y entonces habría vomitado para seguir bebiendo. Hasta ese punto era adictivo aquel maldito brebaje.
Sin embargo, después de haberlo bebido me sentía físicamente exultante, mejor que en mucho tiempo. Era como si me hubiesen chutado una docena de anfetaminas en vena. Estaba pletórico, electrizado y con ganas de moverme.
Comprendí que aquel efecto era muy beneficioso cuando las tropas de ilotas tenían que salir a saquear por el exterior del Muro. Recordaba las historias que me había contado mi abuelo sobre la guerra, y cómo repartían generosas raciones de coñac entre la tropa antes de un asalto a la trinchera contraria. Con el Cladoxpan aquello era innecesario. Me sentía con fuerzas suficientes para retorcer el pescuezo a un bisonte. De ahí que hubiesen mandado media docena de hombres para escoltarme. Con ironía, me di cuenta de que desde ese momento era un yonki, pero un yonki colocado hasta arriba.
La furgoneta traqueteó cuando cruzamos por encima de algo rugoso. Sospechaba que eran las vías de un tren, pero no podía estar seguro. Una mano se apoyó súbitamente sobre mi cabeza y arrancó el saco de un tirón. Bizqueé, deslumbrado por la luz y el sonido. Debía de ofrecer un aspecto espantoso, con el pelo apelmazado, la sangre reseca sobre mi cara y un enorme costurón en la frente.
—Ten cuidado, Sal —le dijo un miliciano al tipo que me había sacado la capucha—. Este cerdo tiene la cara cubierta de sangre.
—No te preocupes —replicó el otro—, llevo guantes y gafas. Vamos, amigo. —El tipo me dio un empujón con la culata de su M16—. Fuera de la furgoneta.
Bajé trastabillando. Estábamos en lo que en su día había sido una terminal de carga ferroviaria. A lo lejos, hacia mi izquierda, se adivinaba el edificio de la terminal de pasajeros, lo suficientemente alejada como para que ningún vecino de Gulfport pudiese ver cómo la gente de Greene sacaba la basura de su idílico paraíso.
El andén estaba formado por una enorme explanada de cemento, al lado de unas grandes instalaciones de servicio. En las vías, justo delante de mí, un pequeño convoy de media docena de vagones esperaba, con una reluciente locomotora de Amtrak en la cabeza. En la parte delantera llevaba acoplada una especie de enorme pala invertida de unos dos metros de largo, semejante a la que solían usar los trenes de vapor del Antiguo Oeste para apartar los animales muertos de las vías. Sin duda aquel trasto era muy útil para empujar a cualquier No Muerto que tuviese la mala idea de atravesar su cuerpo putrefacto en el camino del convoy. La locomotora tenía los motores en marcha y un penetrante ruido a diésel resonaba en toda la explanada.
Al mirar los vagones me quedé asombrado. No eran vagones de pasajeros, sino vagones de carga con una puerta corredera lateral que se cerraba desde el exterior. Frente a cada una de las puertas abiertas había una rampa que conducía a su interior. Al lado de cada vagón estaban apostados un grupo de milicianos armados hasta los dientes, que reían y se pasaban botellas de whisky para hacer más llevadero el trabajo. En cada uno de los grupos uno de los hombres sujetaba una traílla de pastores alemanes de aspecto salvaje, que ladraban de forma enloquecida. Si no fuese tan horriblemente espantoso, me daría la risa. Aquello era como una copia barata de la estación de Auschwitz, sólo que sin uniformes de las SS. Me pregunté si alguno de aquellos malnacidos sería consciente del siniestro paralelismo. Supuse que no.
Un enorme grupo de ilotas, compuesto principalmente por mujeres, ancianos y niños, estaba siendo embarcado en uno de los vagones en aquel momento. Los pocos hombres de edad madura que iban mezclados entre ellos ofrecían un aspecto tan lamentable como el mío, cubiertos de sangre, heridas y golpes. Los guardias tenían la precaución de mantenerse lo más alejados posible y utilizaban a los perros para azuzar a los rezagados, como un pastor con sus ovejas. El conjunto era deprimente.
Los vagones de la cabeza del convoy ya estaban llenos y habían cerrado las puertas. Desde dentro se oía el gemido ahogado de una multitud comprimida en un espacio demasiado pequeño, tratando de conseguir un poco de aire fresco. Los vagones que tenían ventanucos mostraban una colección completa de rostros anhelantes, que se asomaban por turnos para conseguir una bocanada de aire limpio. Aterrado, comprobé que otros vagones ni siquiera tenían aquella mínima comodidad. Eran como enormes féretros con ruedas. Comprendí que aquel viaje iba a ser un auténtico infierno.
—Vamos, amigo. —El miliciano de antes volvió a empujarme por la espalda—. Únete a ese grupo.
Miré a mi alrededor, desorientado, pero no podía hacer otra cosa. Un Ario se acercó y me quitó las esposas; antes de que me diese cuenta de lo que pasaba me habían unido a una multitud de personas llorosas y asustadas que se agolpaban en la puerta de un vagón.
—¡Un momento! —Una voz conocida resonó de golpe por encima de nuestras cabezas—. Acercadme a ese prisionero.
Los guardias, de mala gana, me sacaron del grupo. Querían acabar cuanto antes y aquel retraso los estaba poniendo de un humor de perros. Flanqueado por dos cañones de rifle de asalto, salí obedientemente del grupo hasta encontrarme de pie frente al oficial Strangärd.
El apuesto marino parecía estar totalmente fuera de lugar en aquella explanada castigada por el sol. Vestía su impecable uniforme azul naval y su rostro permanecía impenetrable, sin dejar traslucir la más mínima emoción. En aquel momento no recordaba en absoluto al sonriente oficial que nos había rescatado en medio del océano, hacía ya un millón de años.
—Como oficial ejecutivo de las Milicias Cristianas de Gulfport estoy obligado a entregarle una copia de su sentencia de extradición. Las normas así lo requieren. —Strangärd me tendió un par de folios grapados, totalmente envarado.
—No era necesario que se molestase —respondí, sarcástico—. No contaba con volver a verle.
—El reverendo en persona me ha encomendado este servicio. Dado que fui yo quien le introdujo dentro de nuestra sociedad, ha considerado oportuno que sea yo quien le despida de ella.
—No hacía falta. —Señalé con el mentón los papeles que me tendía—. Y con respecto a esa sentencia, les invito a usted y al reverendo a que se la metan por su piadoso y blanco culo. No la quiero.
—He de insistir. —La voz de Strangärd sonó un tanto forzada mientras volvía a tenderme los papeles.
De repente vi un brillo extraño en sus ojos. Trataba de decirme algo, pero no sabía qué era. Instintivamente, agarré la sentencia sin despegar los ojos de la cara del sueco, pero su expresión volvía a ser pétrea.
—Tengo algo más que darle. —Un ayudante le tendió una cesta de mimbre con un pasador en su tapa. Al mover la cesta, algo dentro de ella se movió y lanzó un débil maullido. !Lúculo!
Prácticamente arranqué la cesta de las manos de Strangärd. Abrí la tapa y suspiré aliviado. En el fondo de la cesta, hecho un ovillo sobre una manta sucia estaba mi pequeño amigo, con el muñón de su rabo envuelto en un trozo de gasa estéril. Mi gato no tenía muy buena pinta, con su lustroso pelaje manchado de sangre; sin embargo, al verme, su cara se iluminó.
—Estaba abandonado en la comisaría —dijo Strangärd, como explicándose—. Consideré que era mi obligación traérselo.
De repente, como si se hubiese avergonzado de decir aquello, o como si pensase que había hablado de más, el sueco se puso rígido, dio un taconazo, me saludó marcialmente y se despidió.
Los guardias volvieron a empujarme entre la multitud que embarcaba en un vagón. Afortunadamente, pude comprobar que el que nos habían asignado contaba con un par de ventanucos a cada lado. Por lo menos, no moriríamos asfixiados. O al menos, no todos nosotros. En aquel coche cabían como mucho cincuenta personas de pie, y los guardias estaban tratando de meter al menos al triple de gente en su interior.
—¡No cabemos aquí dentro! —gritó alguien al otro lado del grupo—. ¡No cabemos!
Los guardias no hicieron el menor caso y continuaron azuzándonos hasta que consiguieron que todos entrásemos dentro del vagón. Cuando finalmente lo consiguieron, cerraron la puerta con un ruido sordo y echaron el candado por el otro lado.
Al principio no pude ver nada, debido al contraste entre la claridad del exterior y la relativa oscuridad del interior del vagón. Tan sólo oía un concierto de toses, quejidos y conversaciones en voz baja a mi alrededor. Poco a poco mi vista fue acostumbrándose a la penumbra y cuando pude ver lo que me rodeaba me quedé conmocionado. Éramos unas ciento cincuenta personas comprimidas en un pequeño espacio en el que no había hueco ni tan siquiera para poder sentarse. Permanecíamos de pie, hombro con hombro, apretados como una multitud a la salida de un concierto. Las personas más bajas, sobre todo los niños, comenzaban a dar muestras de tener problemas para respirar, y la temperatura del vagón empezaba a subir de forma lenta pero constante, debido al calor que desprendíamos.
Sin embargo, ése era el menor de nuestros problemas. En el círculo más cercano de donde yo me encontraba ya podía distinguir al menos a media docena de personas que sudaban profusamente, se rascaban de forma convulsiva o tenían temblores. Un anciano, apoyado en una pared, tiritaba violentamente y ya mostraba un preocupante mapa de venas reventadas irradiando desde su nariz.
Horrorizado, fui consciente de que todas o casi todas las personas de aquel vagón (de todos los vagones, sin duda) estaban infectadas de TSJ. En pocas horas aquella cabina sería una ventana abierta al infierno. No podía imaginarme nada peor. Un espacio cerrado, con casi doscientas personas hacinadas y convirtiéndose en No Muertos. ¿Qué pasaría cuando se completasen las primeras transformaciones? No teníamos a donde huir. Era una trampa mortal de la que ninguno saldría vivo.
Súbitamente, con una sacudida que casi nos arrojó a todos al suelo, el vagón comenzó a moverse, a medida que la locomotora iba arrastrando su carga maldita, rumbo a ninguna parte. Supuse que el destino era lo de menos, ya que cuando llegásemos allí todos seríamos unos monstruos sin conciencia.
Podía leer en todos los rostros el mismo temor que me atormentaba. Cada uno veía en su vecino a un potencial asesino, incluso en el caso de familias completas de padres e hijos. El afable jamaicano de rastas, la guapa chicana que acunaba a su bebé de pocos meses mientras le cantaba una canción de cuna… en pocas horas se convertirían en algo muchísimo peor que los Guardias Verdes que nos habían metido a la fuerza en aquella ratonera. Era horrible.
Algunas personas sacaron de entre sus ropas los más singulares recipientes llenos de Cladoxpan. Los afortunados tenían botellas de más de tres litros, mientras que los menos previsores tan sólo poseían una cantidad ridícula, o lo que era peor, nada de nada. Todo dependía de lo que llevasen encima en el momento de su detención. Lo más razonable habría sido reunir todo aquel preciado líquido y racionarlo equitativamente entre la multitud, pero aquello no iba a suceder. Cada uno sujetaba su frasco con la mirada hosca y defensiva de un perro sujetando un hueso, y al fondo ya se oían los primeros gritos, empujones y amenazas. Sospechaba que antes de que acabase aquel viaje seríamos testigos de más de un asesinato.
De repente fui consciente de que yo no tenía más que la mitad del bote que me había dado Grapes la noche anterior. Angustiado, saqué el botellín y lo agité, con la estúpida esperanza de que por arte de magia se hubiese rellenado solo. Abatido, comprobé que tan sólo tenía unos quince centilitros. Con aquello podría aguantar unas tres o cuatro horas, nada más. Estaba jodido.
Lúculo se revolvió en su cesta, incómodo y dolorido. No tenía espacio para apoyarla en el suelo, así que me la colgué de un brazo y con el que me quedaba libre saqué al gato de su prisión. La herida no tenía mal aspecto, ya que alguien se había tomado la molestia de desinfectarla, pero mi gato había perdido mucha sangre, y sospechaba que se moría de sed. Sin duda, Lúculo no estaba en su mejor momento.
Cuando iba a volver a meterlo en la cesta me di cuenta de que aquella canasta de mimbre pesaba un montón. Demasiado, de hecho, para ser una cesta con una manta vieja en su interior. Procurando que no me viese nadie, metí de nuevo en ella al gato mientras rebuscaba en el fondo.
Mi mano tropezó con algo redondeado y frío al tacto. Apartando la manta, pude ver que en el fondo de la cesta había un termo que debía de tener unos cuatro litros de capacidad. Con cautela, desenrosqué la tapa y olfateé el contenido. El familiar aroma dulzón y ácido del Cladoxpan me golpeó la nariz.
Enfebrecido, seguí rebuscando en la cesta. Además del termo, encontré una brújula, un cuchillo de combate muy parecido al de Viktor y lo mejor de todo, una Beretta de 9 milímetros con el cargador lleno. No me valdría para defenderme en caso de que todo el vagón se transformase en No Muerto, pero me daba una posibilidad remota de sobrevivir si llegaba vivo al destino del tren.
¿Quién había metido todo aquello allí y por qué? Tenía que haber sido Strangärd, pero sería incapaz de decir por qué el sueco se había jugado el pescuezo para echarme una mano. De repente me acordé de los papeles de la sentencia que tanto había insistido en que cogiese.
A empujones, me abrí camino hasta un lugar que estaba más cerca de uno de los ventanucos, donde había suficiente luz para que pudiese leer. El dorso del documento contenía una cháchara legal en la que se me imputaba el cargo de asesinato en primer grado de la señora Compton y se me condenaba a la extradición. Pero lo realmente interesante estaba en el reverso.
La primera hoja contenía un mapa muy esquemático de la ruta del tren, con los lugares de destino, poblaciones cercanas, distancias y principales carreteras. La segunda contenía tan sólo un breve mensaje, pero al leerlo mi corazón casi estalló de felicidad.
Estamos bien los dos. Sobrevive y vuelve. Te amo. L
Levanté la cabeza y sonreí por primera vez en muchas horas. Los siguientes días iban a ser un infierno y, además, antes tendría que sobrevivir a aquel viaje en tren, pero al menos tenía una posibilidad, y un plan.
Y por si fuera poco, tenía un objetivo. Volver a Gulfport y reencontrarme con los míos.
Pero sobre todo, una idea brillaba obsesivamente en mi cabeza, con la intensidad de una llama.
Matar a Grapes y al reverendo Greene.