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Kilómetro 177,5. Interestatal 196,

en algún lugar entre Mississippi y Louisiana

El coronel Hong estaba furioso. La caravana se había detenido por tercera vez en lo que iba de día. Y en aquella ocasión parecía que la pausa iba para largo. El obstáculo estaba en un puente sobre una quebrada de más de doscientos metros de largo, obstruido por dos camiones cruzados en medio de la calzada. Uno de los conductores había abandonado su vehículo cuando se había quedado sin combustible y el otro había impactado más tarde contra él, dejando un montón de hierros retorcidos en medio del puente. Parte del tráiler colgaba en equilibrio inestable sobre el borde, desafiando a la ley de la gravedad.

Tras dos semanas de viaje a través de lo que quedaba del sur de Estados Unidos, incluso el equilibrado Hong notaba que sus nervios estaban a punto de saltar en pedazos. Aunque el viaje había sido bastante rápido, no había estado exento de dificultades. La principal había consistido en encontrar el suficiente combustible para seguir avanzando. Si bien era cierto que las carreteras estaban llenas de vehículos abandonados que se pudrían lentamente a la intemperie, la mayor parte de ellos no tenían ni una gota de combustible en sus depósitos. Sus dueños habían circulado con ellos hasta que se habían quedado secos y, después, simplemente habían seguido andando, dejando sus coches abandonados de cualquier manera en la calzada.

Sin embargo, ésos constituían una minoría. La mayor parte de los vehículos no eran más que un amasijo de hierros y cristales rotos. Hong sospechaba que la rápida expansión del virus había provocado que sus conductores ya estuviesen infectados en el momento de salir huyendo de sus hogares. El TSJ no se contagiaba tan sólo con una mordedura, sino que el mero contacto con cualquier mucosa (un beso, el sexo) hacía que un portador infectase a toda una familia en el lapso de horas. La mayor parte de los No Muertos habían llegado a su lamentable condición en los primeros días de la pandemia, sin haber sido nunca conscientes de ello. Cada vez que veía uno de esos vehículos estrellados, Hong podía imaginarse perfectamente a un tipo conduciendo un coche atestado, con toda su familia dentro, huyendo de su ciudad natal presa del pánico, y cómo a medida que iban pasando las horas se iba sintiendo cada vez peor, hasta que llegaba un momento en el que alguien dentro del coche… bueno, incluso para el duro coronel resultaba una visión desasosegante. Los restos carbonizados y arrugados en los arcenes, con sus sonrientes calaveras dentro, demostraban que su teoría era terriblemente cierta.

Aquello había supuesto que la búsqueda de combustible se transformase en una auténtica pesadilla. Los motores de sus blindados aceptaban gasolina normal, mediante unos filtros modificados, pero éstos tendían a obstruirse y los motores sufrían enormemente con aquella mezcla extraña. Por culpa de eso ya habían tenido que dejar abandonados dos de sus vehículos por el camino. Los tripulantes de aquellos blindados habían tenido que apretujarse en los vehículos supervivientes, y aquello había causado sus primeras bajas: dos soldados se habían acercado demasiado a la cubierta del motor, para estar más calientes, y se habían ahogado con el monóxido de carbono de los escapes.

Hong encendió otro cigarrillo, mientras observaba cómo uno de sus bulldozer traqueteaba por el puente en dirección a los restos retorcidos, guiado por un soldado que caminaba delante de la máquina. Veía esa maniobra al menos dos veces al día desde que habían llegado.

¿Cuántos coches había en Estados Unidos antes de la pandemia?, se preguntaba a menudo el coronel. A veces le daba la sensación de que cada americano tenía al menos tres vehículos, a juzgar por la cantidad de ellos con que se habían cruzado por el camino.

El coronel coreano miró su cigarrillo y le dio una profunda calada. Aquello era una de las pocas cosas buenas que, hasta el momento, habían sacado en limpio de la expedición. El tabaco americano era muchísimo mejor que la espantosa picadura china a la que estaban acostumbrados, y no faltaban lugares en la carretera donde abastecerse. Sus hombres eran fumadores, como la mayor parte de la población norcoreana; Hong estaba convencido de que se podría seguir el rastro de su expedición por el aroma a Lucky Strike que iban dejando tras ellos.

El bulldozer llegó junto a los restos de los camiones y levantó su pala modificada en forma de un gigantesco tenedor para comenzar a empujar. Al principio sólo se oyó el rugido del motor, pero poco a poco los restos de los camiones empezaron a deslizarse sobre el puente, en medio de un concierto de chirridos, arañazos y un penetrante aroma a plástico quemado. Con un último esfuerzo, el operario del bulldozer levantó la cabina del camión menos dañado y lo empujó sobre el borde del puente. La parte del tráiler que colgaba sobre el vacío osciló peligrosamente, pero la cabina se había quedado enganchada en un poste de acero que sobresalía del pretil del puente y los restos no se movieron ni un milímetro más. El conductor del bulldozer metió marcha atrás, ganó un par de metros y con un rugido de motor se lanzó de nuevo contra el chasis retorcido, como un carnero metálico de treinta toneladas dando un topetazo.

Cuando la pala impactó contra la cabina empezaron a suceder muchas cosas en cadena. El poste de acero que la mantenía sujeta al puente se desgajó como una brizna de hierba, y el camión quedó libre. Entonces comenzó a caer al vacío, arrastrando con ella al remolque; éste basculó sobre sí mismo como una peonza y golpeó los restos del otro vehículo, que salieron inesperadamente proyectados hacia delante sin que el conductor del bulldozer lo advirtiera.

Los restos achicharrados del segundo camión golpearon al vehículo coreano por un lateral con tanta fuerza que lo desplazaron medio metro. No era mucha distancia, pero la suficiente para que el bulldozer se ladease y cayese sobre el borde del puente a cámara lenta.

—¡No! —rugió Hong, arrojando su cigarrillo al suelo, impotente ante lo que estaba pasando justo delante de sus ojos.

El bulldozer vaciló unos instantes en el borde del puente, como si en el último instante el destino se lo hubiese pensado mejor. Sin embargo, su conductor, presa del pánico, abrió la puerta lateral reforzada y se encaramó sobre el chasis, tratando de escapar de una muerte casi segura. De haberse quedado sentado en su puesto, la propia inercia habría vuelto a colocar al bulldozer sobre sus cuatro ruedas, pero aquel movimiento repentino desestabilizó por completo el frágil equilibrio en el que se encontraba. Con un sonido rasposo de metal contra cemento el bulldozer se precipitó al vacío, arrastrando con él a su conductor y los restos destrozados de dos camiones estrellados sobre aquel puente maldito mucho tiempo atrás.

La masa enredada de pala y camiones se estrelló contra el fondo del barranco con un sonido retumbante que tuvo que oírse en muchos kilómetros a la redonda. Una enorme columna de polvo y humo se levantó en el lugar del impacto y, por un instante, toda la expedición se quedó congelada, contemplando el lugar del accidente con incredulidad.

—Señor. —El teniente Kim se acercó al coronel Hong con cautela. Sabía que su superior era un hombre equilibrado, pero muy peligroso cuando se enfurecía. Y no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que Hong estaba ardiendo de rabia—. Hemos perdido una de las palas, pero el camino está abierto.

Hong respiró profundamente un par de veces, con las mandíbulas tensas. Perder un blindado era malo, pero perder una de sus dos palas reforzadas era una auténtica tragedia. Aquellos vehículos habían sido diseñados especialmente para abrirse camino a través de carreteras plagadas de obstáculos y con la presencia de No Muertos. Las cabinas estaban protegidas con cristal reforzado y situadas en una posición más alta de lo habitual, de forma que el conductor siempre estaba a salvo. La pérdida de una de ellas era irreemplazable.

No vale la pena llorar sobre la leche derramada, pensó Hong, con fatalismo oriental. Y hay un plazo de tiempo que cumplir.

—Tenemos que seguir adelante —le indicó al teniente—. Además, el culpable ya está muerto. Nada nos retiene aquí. —Se encaramó en su blindado e hizo girar su brazo en alto dos veces sobre su cabeza para indicar que encendiesen los motores—. ¡Vámonos!

Con un estruendo, la columna cruzó en fila de a uno aquel puente, dejando en el fondo del barranco una pira ardiente donde el bulldozer y el cuerpo de su conductor se consumían entre chasquidos.

Una hora más tarde, Hong suspiró y se dejó caer en su asiento. El viaje estaba siendo una auténtica locura. Desde un principio habían decidido utilizar vías secundarias en su avance, confiando en dejar atrás los principales núcleos de población, pues allí se encontraban las concentraciones más altas de No Muertos. Además, en aquellas vías alternativas era más difícil que la ruta estuviese cortada. El reconocimiento por satélite previo había detectado varios puntos a lo largo de las principales vías que eran absolutamente intransitables. En algunos lugares, las autoridades locales habían volado puentes y túneles, en un último intento desesperado por atajar la propagación de la enfermedad, tal y como se hacía en la Edad Media para evitar que se extendiera la peste negra. En otros había embotellamientos masivos de tráfico de varios kilómetros de extensión, imposibles de cruzar. Finalmente, algunas carreteras cruzaban zonas (antes) tan pobladas que hubiesen tenido que abrirse camino a hierro y fuego para ganar un par de kilómetros al día.

Así que circulaban por viejas carreteras estatales o locales, e incluso en un par de ocasiones habían hecho largos recorridos campo a través. La zona del sur de Texas era muy llana y despejada, lo que les había ayudado a avanzar con rapidez, pero desde que habían entrado en Louisiana todo se había complicado horrores y su avance se había visto enormemente ralentizado.

Lo más escalofriante de todo eran los pueblos. Aquellas carreteras secundarias cruzaban docenas de pueblecitos y pequeñas ciudades imposibles de rodear. Cada vez que llegaban a una de ellas, Hong daba la orden de cerrar los blindados y atravesar las calles a toda velocidad. Y siempre que llegaban a una de esas poblaciones muertas sucedía lo mismo: el increíble espectáculo de una formación cerrada de blindados cruzando la desierta calle principal, esquivando coches, árboles caídos y restos de basura mientras docenas de No Muertos, que llevaban vegetando meses, se reactivaban al sentir la presencia de humanos y se interponían en su ruta.

Por norma general no suponían un problema demasiado grande. La población de aquellos puebluchos no solía pasar en ningún caso de las mil personas, y el convoy atravesaba tan rápidamente las calles que no daba tiempo que se concentraran más de cien o doscientos No Muertos. Tan sólo en una ocasión, en un villorrio perdido llamado Livingston, en Texas, muy cerca de la frontera con Louisiana, se habían encontrado en un serio aprieto.

Livingston era la capital del condado de Polk antes del Apocalipsis, y también la ciudad más grande de su zona, con unos cinco mil habitantes. Aunque sabían ese dato antes de entrar en el pueblo, decidieron cruzarlo igualmente, ya que rodearlo hubiese supuesto un desvío de más de setenta kilómetros. Ése fue su primer error.

El segundo error fue dividir el grupo en dos unidades, para tratar de conseguir combustible. Cruzar el pueblo en dos grupos doblaba el riesgo, pero también las posibilidades de lograr fuel. Sabiendo que las calles laterales eran más estrechas que la principal, el coronel decidió dejar las dos palas en aquel grupo, por si se quedaban atascados. Hong sabía que aquél era un riesgo casi inaceptable, pero no tenía otro remedio. Después de haber cruzado el sur del estado de Texas en el asombroso tiempo de dos semanas estaban bajo mínimos. No les quedaba gasoil para más de unos cincuenta kilómetros y Livingston era la única población en muchos kilómetros a la redonda. El coronel sospechaba que si en alguna parte podían encontrar fuel era allí, así que la culpa no era totalmente suya.

El tercer error tampoco era achacable al coronel, sino a una circunstancia externa. La gente del condado de Polk y de los alrededores habían sido agricultores y ganaderos, desconfiados con los extraños y con el gobierno federal. Cuando llegó la orden de agruparse en los Puntos Seguros la mayor parte hizo caso omiso y prefirió concentrarse en el sitio que les inspiraba más confianza. Y ese sitio era Livingston, la capital del condado.

Por eso, cuando una semana antes el convoy norcoreano se internó en aquella ciudad y se separó en dos grupos para comenzar el rastreo en busca de gasoil, no sabían que se estaban metiendo en un hormiguero donde más de quince mil No Muertos aguardaban desde hacía casi dos años, expectantes, a que apareciesen sus primeras víctimas humanas.

Cayeron sobre ellos desde todas partes. La primera señal que tuvieron de que algo iba mal fue cuando una multitud de cerca de mil No Muertos se concentró en un extremo de la avenida principal de Livingston, obstaculizando el paso de una de las mitades del convoy… precisamente la que no contaba con bulldozers. Los blindados arremetieron contra la muchedumbre, pero el vehículo que iba en vanguardia tuvo que detenerse cuando el torso mutilado de un cadáver se enganchó en el hueco que quedaba entre el eje y el chasis delantero. La calle era demasiado estrecha para seguir avanzando, y la caravana quedó atrapada en un atasco fenomenal.

Los norcoreanos, encerrados en sus blindados, escuchaban aterrados cómo una multitud enorme les rodeaba por completo, gimiendo y golpeando con sus manos desnudas los costados de sus transportes. Aún más terroríficos eran los gritos de los pobres desgraciados del primer vehículo que, contraviniendo órdenes, abandonaron su BTR-60 bloqueado. Al principio dispararon como locos, mientras aporreaban las compuertas del resto de los blindados pidiendo ayuda. Hong tuvo que hacer gala de toda su autoridad para impedir que sus hombres ayudasen a sus camaradas en apuros. Sabía que si una sola de las compuertas se abría, en cuestión de segundos los No Muertos entrarían dentro de los vehículos. Finalmente los gritos fueron disminuyendo hasta que cesaron del todo.

Hong ordenó entonces que los blindados se empujasen unos a otros, creando una suerte de inmensa oruga blindada. Con la fuerza combinada de varios motores consiguieron apartar el vehículo atascado a un lateral y abrirse paso lentamente entre la multitud, a la que aplastaban sin compasión. Cuando llegaron al otro extremo del pueblo tuvieron que esperar durante media hora a que llegase la otra columna, que con mejor suerte, había podido salir sin apenas un rasguño. Pero el combustible seguía sin aparecer.

No fue hasta esa tarde cuando al fin llegaron a una estación de servicio perdida en medio de ninguna parte. En aquel lugar abandonado tan sólo encontraron a cuatro No Muertos (el dueño de la estación y su familia, de hecho), que no supusieron un serio problema para los hombres de Hong. El propietario, además de miembro activo de la Asociación Nacional del Rifle y fanático de las armas (dentro de su casa encontraron un auténtico arsenal) había sido un tipo precavido, que había instalado un doble sistema de cierre en los depósitos. Para un viajero solitario, aquello hubiese supuesto un desafío insalvable, pero Hong contaba con los hombres, los medios y la fuerza bruta necesaria, lo que le permitió reabastecerse en menos de media hora y cargar además una buena cantidad de barriles llenos de combustible a los lomos de sus BTR-60.

Y además de todos los problemas con el combustible estaban los No Muertos, naturalmente. Los coreanos habían sido testigos de cómo los hongos y las bacterias se estaban comiendo lentamente a aquellos seres, aunque no a todos por igual. El efecto era mucho más acusado en las zonas más húmedas y en aquellos individuos que tenían heridas abiertas. Mientras rodaban por el interior seco y polvoriento de Texas, los No Muertos tenían un aspecto más o menos «normal» (o al menos todo lo normal que podía ser una persona muerta y reanimada).

Pero a medida que se acercaban a Mississippi, y aumentaba la humedad ambiental, el aspecto de los engendros había ido variando sustancialmente. Todos los No Muertos presentaban un grado mayor o menor de infestación de hongos en mayor o menor medida, desde luego, pero cada vez que se acercaban al Gran Río, el grado era mucho mayor. En algunos casos constituía una imagen horrorosa, cuerpos humanos totalmente cubiertos por una pelusa de hongos verde, azul, naranja o una combinación de todos ellos, como si estuviesen envueltos en una delicada gasa multicolor. En otros casos no era una gasa, sino una capa densa que casi no dejaba adivinar el cuerpo que estaba debajo de todo aquello, y que se movía torpemente. Y por último, los innumerables montones de carne podrida y cubierta por colonias de hongos que se encontraban aquí y allá, cada vez con mayor frecuencia, indicaban el punto donde un No Muerto había caído para no volver a levantarse nunca más.

Al mirar aquellos sucios montoncitos Hong comprendió, con un escalofrío de terror, que aquel viaje que estaban haciendo hubiese sido absolutamente imposible el año anterior.

En una ocasión habían atravesado una pequeña población sin nombre en la que no quedaba absolutamente nadie. Ni personas, ni No Muertos, ni siquiera animales. Estaba totalmente vacía. Y mientras la columna de Hong la cruzaba lentamente, con sus soldados mirando a todas partes y susurrando atemorizados entre ellos, el coronel se sintió como si fuesen los últimos hombres vivos sobre la faz de la tierra.

Por eso, cuando cinco días más tarde se cruzaron con un grupo de personas vivas, su sorpresa fue mayúscula.

El convoy se había detenido a la sombra de un bosquecillo de fresnos. Habían aparcado formando un círculo, al estilo de las carretas de colonos del Antiguo Oeste, mientras repostaban y hacían una revisión mecánica rutinaria. Dentro del círculo, sus hombres habían encendido unas fogatas y hervían arroz. La mitad de sus muchachos descansaba o trataba de dormir, mientras que la otra mitad vigilaba que no hubiese ninguna visita inoportuna. Hong había ordenado colocar su mesa debajo de un árbol especialmente frondoso, y estaba ocupado rellenando el informe diario (incluso en medio del caos; así era el ejército norcoreano) cuando escuchó los disparos.

Lo primero que pensó fue que estaban sufriendo un ataque, así que su mano soltó inmediatamente la estilográfica para aferrar la Makarov que colgaba de su cintura. Sin embargo, la soltó enseguida y se levantó como un huracán. Los disparos sonaban apagados, y en la lejanía.

—¡Kim! ¡Kim! —bramó mientras se abrochaba la guerrera del uniforme y cruzaba a la carrera el círculo central de su campamento. Su ayudante apareció de golpe a su lado, como salido de una chistera, silencioso como de costumbre.

—Ya lo he oído, coronel —dijo tranquilamente mientras revisaba el cargador de su rifle—. Suenan al sudoeste, como a unos cuatro kilómetros, aunque la distancia es difícil de precisar. Con este silencio, el sonido viaja muy lejos.

—Manda a dos blindados de reconocimiento. —Hong no pensaba arriesgar a toda su columna, lanzándose a ciegas en un lugar desconocido y sin saber a qué se enfrentaba. De repente se lo pensó mejor y arrebató a Kim el fusil que tenía en las manos—. Mejor todavía, quédate aquí y mantén contacto permanente por radio. Iré yo personalmente.

—Coronel, no creo que sea prudente —trató de interrumpirle el teniente, pero una breve mirada venenosa de Hong le puso nuevamente en su sitio—. Como usted diga, mi coronel.

Hong se encaramó en uno de los blindados ligeros de reconocimiento, que ya estaba listo y con el motor en marcha. Los hombres del coronel eran tropas curtidas y experimentadas que no necesitaban que les diesen órdenes en situaciones de combate. Cuando el coronel subió al carro de asalto, todos estaban en sus puestos y con las armas preparadas.

—Vamos allá, muchachos —les animó Hong mientras la adrenalina le rugía en las venas—. Sentid el aliento y la presencia del Amado Líder con vosotros. ¡Adelante!

Los dos blindados ligeros abandonaron la seguridad del círculo y se dirigieron rápidamente hacia el origen del sonido, rodando por una idílica carretera bordeada de arces que corría al lado de un pequeño río. Las hojas de los árboles estaban rojas y creaban un agradable dosel vegetal. Sin embargo, a Hong le daba la sensación de circular bajo un manto de sangre. Pero el ardor del combate le llamaba. Los disparos indicaban la presencia de humanos, y los humanos sin duda eran un reto mucho más interesante que los podridos. Los humanos hablaban, y tenían información, justo lo que más necesitaba Hong en aquellos momentos.

A medida que se iban acercando, el ruido de los disparos se hacía cada vez más audible. Incluso, en determinado momento, oyeron unas cuantas explosiones, que el oído entrenado de Hong clasificó inmediatamente como de granadas de mano. Aquello era bastante tranquilizador, porque los blindados ligeros de Hong no tenían armamento pesado. Si se encontraban con una compañía pesada, o un grupo muy numeroso, podrían tener problemas.

Al llegar a la cima de una colina, la pequeña caravana se detuvo de golpe. Hong abrió cautelosamente la escotilla superior y se llevó los prismáticos a los ojos. En el fondo de un valle, a menos de dos kilómetros, había un pequeño villorrio de no más de cuarenta casas. Y los disparos salían de allí.

El coronel norcoreano escrutó atentamente las calles del pueblo. Desde allí arriba podía verse al menos a dos docenas de pequeñas figuras vestidas de verde que hormigueaban entre las casas. En una esquina de la calle principal, media docena de vehículos, entre camiones y blindados ligeros, estaban aparcados, formando una barrera infranqueable. Muchas de las figuras de verde entraban en las casas y salían al cabo de un rato cargadas con un montón de cosas que iban introduciendo en los camiones. Otro grupo recorría lentamente la ciudad, abatiendo a los lentos y patosos No Muertos devorados por los hongos.

Hong bajó los prismáticos y meditó un instante. Aquel grupo estaba saqueando el pueblo, y los pocos No Muertos que había allí no suponían ningún reto para ellos. La pregunta que se hacía el coronel era si aquellos hombres eran un grupo aislado o formaban parte de un destacamento de exploración de algún lugar más importante y habitado. Como Gulfport, por ejemplo.

Tenía sentido. Al fin y al cabo estaban a menos de doscientos kilómetros de su objetivo. Si la población de Gulfport era tan grande como sospechaban, las partidas de abastecimiento debían tener que recorrer un radio cada vez mayor para conseguir suministros. Tan sólo había una manera de averiguarlo.

—Sargento, ruede con el blindado hasta un kilómetro del pueblo por su lado este y espere mi señal. Entraremos a pie por dos flancos simultáneamente. Esos imperialistas no nos esperan. —Sonrió, paladeando la intensa excitación de la caza—. Se van a llevar una buena sorpresa.

—¿No deberíamos avisar al campamento y pedir refuerzos, señor? —preguntó cautelosamente el sargento, un tipo alto y demacrado.

—No tenemos tiempo —replicó Hong, haciendo un gesto desmayado con la mano—. Ya están cargando los camiones y pueden irse en cualquier momento. Además, si traemos más hombres nos detectarán antes de que lleguemos. No, tenemos que aprovechar la oportunidad ahora mismo.

El sargento saludó y se alejó con los cinco hombres de su grupo en el blindado ligero. Hong, por su parte, ordenó que su blindado, con los otros cinco soldados, rodase lentamente colina abajo. Al llegar a unos ochocientos metros del pueblo, hizo que el conductor del vehículo lo aparcase en medio de un maizal de aspecto salvaje devorado por las malas hierbas. Una vez detenido, bajaron del vehículo y comenzaron a acercarse al pueblo a pie.

Los saqueadores del pueblo tenían los motores de todos sus vehículos en marcha, y además los disparos de sus armas habían ocultado cualquier ruido que pudiesen haber hecho los coreanos al acercarse, pero el coronel era prudente. Quería que la sorpresa fuese total.

Al llegar a la primera casa del pueblo, y antes de entrar en ella por la puerta trasera, dividió a su pequeño equipo en dos pelotones. Aunque estaban en clara inferioridad numérica, Hong contaba con la sorpresa y con que sus soldados eran unos excelentes profesionales. Sin riesgo no hay victoria, era el lema de su unidad, y el coronel aplicaba esa norma a rajatabla.

Sin hacer ni un solo ruido, el coronel se arrastró hasta la ventana de la casa para obtener una visión directa de la calle. Al acercarse, el hombro de Hong golpeó ligeramente una mesilla situada junto a un sofá orejero. Hong estiró la mano para evitar que los marcos de fotos de encima de la mesa cayesen al suelo. Al hacerlo, una sonrisa irónica asomó a su cara. En la foto que sostenía en su mano se veía a un serio marine americano de los años cincuenta mirando a la cámara, junto a otros tres compañeros, alrededor de un poste kilométrico donde ponía «Pyongyang 115».

La casa de un veterano de la guerra de Corea. Tiene gracia. Este cabrón seguramente mató a muchos compatriotas, pensó el coronel, consciente de la ironía de la situación. El dueño de aquella casa había viajado miles de kilómetros cuando era joven para matar norcoreanos. Ahora era Hong quien hacía el viaje de vuelta, cincuenta años después, para matar americanos en su propio hogar.

Un grupo de hombres de verde se acercaban en aquel momento a la vivienda. Hong comprobó que todos eran negros y chicanos, excepto un par de asiáticos esmirriados y con aspecto agotado. El coronel no le dio importancia. Para él, todos eran sus enemigos, sin importar el color de su piel.

—¡Hey, Weeze! —gritó uno de los hombres—. Ve con Randy y con José a esa casa de la esquina. —El tipo levantó el brazo y apuntó justo hacia donde se ocultaban Hong y sus hombres—. Charlie, Fernando y yo nos ocuparemos de esta otra. El resto podéis ir a…

Las palabras del hombre quedaron cortadas por la mitad, cuando una ráfaga de balas del AK-47 de Hong le alcanzó en pleno esternón. El tipo salió proyectado hacia atrás como si le hubiesen arreado un puñetazo gigantesco, mientras el negro que estaba al lado (¿Charlie? ¿Fernando?) abría mucho los ojos, con aire de incredulidad. Desgraciadamente para él, fue lo último que hizo, porque en ese mismo momento otra ráfaga le reventó la cabeza en un surtidor de astillas de hueso y sangre que salpicó en todas direcciones.

Los hombres de verde se volvieron asustados. Algunos levantaron sus armas, buscando a los tiradores invisibles, otros comenzaron a disparar a ciegas, mientras que unos pocos dieron la vuelta y salieron corriendo en estampida.

Todo fue inútil. Los norcoreanos eran unos tiradores excelentes y además habían formado una enfilada perfecta. Todos los miembros del grupo cayeron al suelo mientras las balas repicaban a su alrededor. En total, el tiroteo apenas duró unos pocos segundos. Al acabar, el aire olía a pólvora y a sangre, y diez cuerpos envueltos en uniformes verdes yacían desmadejados en medio de la polvorienta calzada.

No había tiempo que perder. Hong salió de la casa saltando a través del hueco de la ventana, sin demorarse en dar ninguna orden a sus hombres. Sabía que éstos irían detrás de él, pegados como su sombra. En la otra esquina del pueblo ya sonaban los característicos disparos de los AK-47, parecidos al sonido de una gigantesca máquina de escribir. El grupo del sargento había entrado en acción.

Mientras corría por la acera, la sangre bombeaba con fuerza en las sienes de Hong. De momento, aún no se oían los ladridos secos de los M16, pero aquello no podía tardar.

—¡Rápido, a los camiones! —ordenó con gesto seco a su segundo grupo. El suyo, mientras tanto, comenzó a correr hacia el supermercado local, que tenía todas sus ventanas tapiadas con tablones y la puerta arrancada de cuajo. Sabía que allí dentro había al menos siete u ocho desconocidos.

Cuando estaba a menos de treinta metros, tres figuras aparecieron en la puerta. Dos de ellas llevaban sus fusiles terciados a la espalda y las manos completamente ocupadas con cajas de cartón llenas de víveres. El tercero, un tipo calvo y lleno de tatuajes, sostenía su M16 distraídamente, con una bolsa en la otra mano.

—¿A qué viene todo este alboroto, joder? —preguntó el calvo a gritos—. ¿Es que acaso queréis atraer a todos los malditos No Muertos de… ¡Mierda! Pero ¿qué coño…?

Hong disparó desde su cintura sin dejar de correr, mientras lanzaba un aullido de guerra. El tipo calvo giró como una peonza cuando las balas del coreano le atravesaron el pecho. Los otros dos hombres dejaron caer las cajas al suelo e intentaron agarrar sus armas, pero cayeron muertos antes de que pudieran ni tan siquiera poner sus manos encima de ellas.

Sin perder impulso, Hong y los dos hombres que aún le seguían saltaron sobre sus cuerpos agonizantes y se apostaron a ambos lados de la puerta. A una señal, lanzaron simultáneamente tres granadas de mano al interior del local y se agacharon.

La explosión reventó los cristales y arrancó de cuajo unos cuantos tablones de los que tapiaban las ventanas. Un hombre ensangrentado, con el uniforme hecho jirones y sin una mano, asomó por la puerta chillando de dolor. El pobre diablo tropezó con el cadáver del calvo y cayó escaleras abajo hasta llegar al nivel de la calle, donde finalmente se quedó inmóvil.

En aquel instante, todo el pueblo rugía entre disparos. El segundo grupo de Hong había pillado por sorpresa a los hombres de verde que cargaban los camiones y los había liquidado en cuestión de segundos. Finalmente, los ilotas se habían dado cuenta de que alguien les estaba atacando (alguien VIVO) y trataban de organizarse en una débil cortina de fuego y apoyo mutuo.

Dos No Muertos aparecieron de golpe en medio de la refriega, desde el interior de una de las viviendas. Eran una mujer mayor y una señora de edad indeterminada, a la que los hongos le habían devorado toda la cara, hasta el punto de dejarla reducida a una calavera macabra. La colonia ya debía de estar devorando su cerebro, porque se movía de una manera espasmódica y sincopada, como sacudida por un Parkinson inimaginable.

Las balas surgidas de uno de los lados pararon en seco a la mujer calavera, pero la anciana consiguió llegar intacta hasta el centro de la calzada, de forma casi milagrosa. Ajena al enfrentamiento que estaba teniendo lugar allí, toda su atención estaba concentrada en la figura de un ilota que se esforzaba en recargar su M16, sin ser consciente de lo que se le venía encima.

La No Muerta se abalanzó sobre el soldado con un rugido; el hombre tuvo el tiempo justo de levantar la culata de su arma y golpear con fuerza la boca del monstruo. Un chorro de sangre y dientes destrozados salió de la boca de la anciana, que se tambaleó hacia atrás. El ilota aprovechó el momento para apuntar a su cabeza y descerrajarle dos tiros. Sin embargo, al hacer eso se puso de pie y antes de que el cadáver de la No Muerta dejase de sacudirse en el suelo, él cayó abatido con media docena de balas en su pecho.

De repente, una enorme explosión resonó en toda la calle. Los hombres de Hong habían arrojado explosivos dentro de algunos de los blindados ilotas, y éstos habían volado por los aires, convertidos en una chatarra ardiente.

—¡No! —aulló Hong, levantando la cabeza más de lo prudente—. ¡No los voléis! ¡Podemos necesitarlos!

Un par de balas se empotraron contra la pared de madera situada justo al lado de la cabeza del coronel, levantando un surtidor de afiladas astillas de madera. Hong se puso a cubierto detrás de un Ford abandonado y con los neumáticos deshinchados, maldiciendo por lo bajo. Una nueva explosión atronó sus oídos, mientras uno de los camiones volaba por los aires.

—¡No arrojéis granadas, repito, no arrojéis granadas! —Hong gritaba órdenes a través de su walkie-talkie, con la esperanza de que al otro lado del tiroteo le oyesen.

Milagrosamente, ya fuese porque alguien había captado su orden o porque se habían quedado sin bombas de mano, las explosiones cesaron. No así los disparos que seguían punteando el lento retroceso de los ilotas supervivientes, cercados en aquel momento en una de las casas situadas en el extremo de la avenida principal.

Los ilotas trataban de establecer una resistencia organizada, pero aunque eran más numerosos, no suponían un serio rival para Hong. Eran hombres y mujeres sin formación militar en su mayoría, y hasta aquel momento su único rival habían sido los No Muertos. Tener que enfrentarse con soldados de élite que disparaban y se cubrían era una cosa muy distinta. Toda la calle estaba cubierta de cadáveres vestidos de verde que daban buena fe de aquello. Sobrepasados en potencia de fuego, y cogidos por sorpresa, su resistencia flaqueaba por minutos. Estaban a punto de desmoronarse.

De repente, una sábana blanca asomó por una de las ventanas destrozadas de la casa donde se habían refugiado los ilotas. Hong ordenó inmediatamente a sus hombres que dejasen de disparar.

—¡Vamos a salir! —gritó una voz ronca—. ¡No disparen! ¡No disparen, joder, que nos rendimos! ¡Vamos a salir!

Un grupo asustado de cinco ilotas, dos hombres y tres mujeres, asomó por la puerta principal. Uno de ellos se sostenía su brazo derecho ensangrentado con expresión dolorida. La bala que le había alcanzado le había destrozado el hombro justo en la articulación. Aquel tipo no iba a volver a mover el brazo en su vida, observó Hong. Tanto daba.

—¡Armas al suelo! —gritó el coronel—. ¡Y las manos sobre la cabeza!

Los asustados ilotas obedecieron al instante. Un par de soldados norcoreanos se acercaron y se cercioraron de que no llevaban armas ocultas; después, los obligaron a arrodillarse contra una pared. El asalto había sido un éxito completo. Tan sólo uno de sus hombres tenía un leve rasguño de bala en un muslo, mientras que en el suelo los cadáveres de al menos cuarenta ilotas comenzaban a atraer enjambres enormes de moscas.

El coronel se acercó y observó con aire de interés que una de las prisioneras se había orinado encima, aterrorizada. Seguramente estaba convencida de que iban a violarla. En otras circunstancias, Hong habría aprobado aquello (de hecho, él mismo lo había hecho en el pasado, en más de una ocasión). La violación era un arma psicológica muy importante en un interrogatorio. Podía hacer que hasta la bruja más reservada e impenetrable comenzase a cantar como un pajarillo. Todo dependía de la brutalidad y la frecuencia del sexo forzado.

Lamentablemente, no tenían tiempo para eso. Sin embargo, sus cautivos no lo sabían. Tan sólo debían aplicar la dosis exacta de terror, ni un gramo más ni un suspiro menos. Y en eso Hong era un consumado maestro.

En el extremo de la fila estaban los dos hombres supervivientes, el del brazo roto y otro, un tipo negro, enorme y con los brazos cubiertos de tatuajes. Hong observó que el hombre llevaba una venda enrollada en su bíceps y otra en su pantorrilla. Heridas recientes. Interesante.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—¡Joder, pero si sois chinos! —exclamó el ilota, sin responder a la pregunta—. O vietnamitas, ¿qué cojones hacéis en nuestro país, amarillos?

Hong le miró fijamente con sus ojos muertos durante un rato. El ilota, valiente, trató de sostenerle la mirada, pero no pudo. En realidad, pocos podían mirar a Hong directamente, así que finalmente bajó la vista.

—Vete a la mierda —replicó altanero, con la cabeza agachada.

El tipo del hombro herido sonrió al oír el desafío de su compañero, que aun arrodillado mantenía la dignidad. Hong giró la cabeza, lo contempló durante unos segundos y, de repente, sin mediar palabra, desenfundó su Makarov y le descerrajó un tiro en la cabeza.

El hombre del hombro roto se desplomó como un fardo de arena, mientras del agujero de su frente manaba sangre sin cesar, a pulsos regulares. La mujer situada a su lado se puso a chillar como una histérica, incapaz de apartar la mirada del charco de sangre que se formaba lentamente y que se acercaba a sus rodillas.

Hong sujetó a la mujer histérica por el pelo y la golpeó brutalmente con la culata de su pistola. Thumb, una vez. Thumb, dos veces. Thumb, tres veces. En cada golpe se oía un crujido, a medida que la nariz y los dientes de la prisionera quedaban hechos arenilla. Finalmente apoyó el cañón de su pistola en la nuca de la mujer y volvió a mirar al ilota negro que le observaba lanzando chispas de rabia por los ojos.

—Vamos a empezar de nuevo —dijo Hong mientras apretaba el cañón caliente en la nuca de la chica que sollozaba entre burbujas de sangre, lágrimas y mocos—. ¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamas? —gritó.

—Darnell, Darnell Holmes —replicó el negro musculoso, tras un interminable segundo, masticando cada una de las palabras con odio reconcentrado.

—¿De dónde venís, Darnell?

—Venimos de Gulfport. Oye, como le hagáis algo a Chantelle, te juro que voy a…

Hong sonrió al oír aquello. Bingo.

—Habla cuando yo te lo diga, Darnell Holmes de Gulfport. Dime, ¿cómo te has hecho esas heridas?

—¿Esto? —El ilota miró a Hong, confundido y a continuación observó sus vendajes—. ¿Y eso qué importa?

—Yo decido lo que importa o no, Darnell Holmes. Y ahora, habla.

—Mira, no queremos problemas. Tan sólo estamos buscando provisiones y…

Hong amartilló su pistola y la apretó con más fuerza contra la nuca de la chica, que soltó un grito de horror.

—Estoy perdiendo la paciencia, Darnell.

—¡Está bien, está bien, joder! Fue hace unas semanas, en África, buscando petróleo. Unos podridos casi me atrapan en el puerto y me mordieron.

La mano de Hong vaciló un segundo, mientras se tambaleaba, impactado por lo que acababa de oír. Había preguntado por las heridas con la esperanza de saber si su origen era algún tiroteo anterior, ya que eso implicaría que existían otros grupos armados a los que tener en cuenta. Saber que las había provocado un No Muerto era lo último que se esperaba.

—¿Cómo es posible eso? ¡Explícate!

Darnell sonrió astutamente, por primera vez desde que había empezado el tiroteo.

—Te lo diré con una condición. —Se pasó la lengua por los labios resecos mientras pensaba a toda velocidad—. Tienes que liberarnos, a las chicas y a mí, y dejarnos ir sin hacernos daño. ¿De acuerdo?

Hong lo contempló en silencio durante unos segundos interminables. Finalmente, se inclinó hacia delante mientras enfundaba su pistola y se llevaba la mano derecha a su pecho.

—Tienes mi palabra de oficial de que respetaremos vuestra vida y os dejaremos volver a vuestro hogar. Ahora habla. Explícame cómo es posible que te haya atacado un No Muerto y aún estés vivo.

Darnell le miró con recelo. No se fiaba de aquel amarillo que hablaba un inglés herrumbroso, pero no tenía otra opción. En Nueva Orleans, su ciudad natal, había aprendido que cuando alguien te apunta a la cabeza con una pistola, tienes pocas alternativas. Así que comenzó a hablar.

A medida que hablaba la expresión del coronel Hong se fue transformando; primero en asombro, después en profunda reflexión y, por último, dio paso a un semblante decidido y ambicioso. En ese momento, Darnell se preguntó si no habría cometido un último y lamentable error.

Una hora más tarde, la expresión decidida y ambiciosa no se había borrado de la cara del coronel Hong mientras toda la columna coreana atravesaba al pueblo con estruendo, llevándose con ellos los camiones y los blindados supervivientes de los ilotas. En una zanja, los cuerpos de Darnell y sus otros cuatro compañeros se pudrían lentamente, esperando a que esa noche los coyotes llegasen al pueblo a darse un festín.

Mientras tanto, Hong, recostado en su incómodo asiento del blindado, sonreía satisfecho, mientras giraba en sus manos una botella llena de un líquido lechoso sustraído del equipaje de Darnell. Porque cuando volviese a Corea, llevaría algo mucho mejor que la localización de un pozo de petróleo.

Llevaría la llave de la victoria definitiva de su país sobre todo el mundo.