Los cobardes mueren muchas veces
antes de su verdadera muerte;
los valientes prueban la muerte
sólo una vez.
W. SHAKESPEARE
—¿Qué? Pero ¿qué…? —tartamudeó el ucraniano—. ¿Qué haces tú aquí?
—Eso mismo podría preguntar yo —contestó el sueco, que al ver a Lucía inclinó la cabeza y la saludó cortésmente—. Aunque debo decir que me alegro de ver que están sanos y salvos.
—Yo no diría que esto sea estar sano y salvo —gruñó Viktor, mientras se señalaba el ojo morado y los hematomas de la cara.
—Hay mucha gente que está peor ahora mismo, créame. —El sueco se abrió paso entre la multitud, saludando con familiaridad a la mayoría de los presentes. Estaba claro que era una cara conocida allí.
—Hola, Gunnar —le dijo Alejandra mientras le plantaba un par de besos en las mejillas—, ¿cómo estás?
—Hola, Ale —contestó Strangärd, con una nota de alivio en la voz—. Me alegro de verte. Esto es una auténtica pesadilla.
—Dímelo a mí —replicó la mexicana—. ¿Qué está pasando al otro lado del Muro?
—Están organizando el embarque —contestó el oficial—, y no tenemos mucho tiempo. —Se volvió hacia Lucía y Viktor, con una expresión terrible en el rostro—. Me temo que traigo muy malas noticias. Tienen a su amigo.
Por un instante, el tiempo se detuvo dentro de la habitación. Lucía dio un paso adelante mientras la sangre se le escapaba del rostro.
—¿Cómo que lo tienen? —La voz de Lucía temblaba—. ¿Qué quiere decir?
—Lo han encerrado en el calabozo. Dicen que ha asesinado a alguien mientras trataba de robar una cepa de Cladoxpan. Van a meterlo en el convoy que sale en dos horas, junto con todos los detenidos en la redada del gueto.
—¡Tenemos que hacer algo! —Lucía se giró hacia Viktor, ansiosa—. ¡Prit, tenemos que rescatarlo ahora mismo!
—Imposible. —Strangärd meneó la cabeza—. Está fuertemente vigilado, y además hay una multitud alrededor de la comisaría, deseando lincharlo en cuanto asome la cabeza. Por otro lado, han puesto precio a la vuestra. Si aparecéis al otro lado dispararán primero y preguntarán después.
Lucía sintió que sus piernas se transformaban en jalea, y se dejó caer contra una pared, deslizándose hasta el suelo. Un reguero incontrolable de lágrimas amenazaba con ahogarla.
Lo van a matar. Primero la matanza del gueto y ahora él. Oh, Dios, todo es culpa mía. Cómo puedo haber sido tan jodidamente estúpida…
Alejandra pasó un brazo sobre los hombros de Lucía y trató de reconfortarla, pero la joven era inconsolable. No podía parar de sollozar.
—Bueno, y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Alejandra, paseando su mirada por la sala. Viktor permanecía en pie, con el aspecto de alguien al que le acaban de dar el puñetazo más fuerte de su vida, Mendoza aún trataba de controlar su ira y el resto de los asistentes parecían tan perdidos y confusos como ella.
—Ha llegado el momento, Gunnar —dijo Mendoza, quedamente—. Necesitamos la ayuda de los Justos.
—Tendréis nuestra ayuda, no lo dudes —contestó Strangärd con calma—. Podemos preparar el alijo en cuanto vuelva al otro lado.
—Espera un momento —dijo Viktor, tratando de recuperarse—. ¿De qué estáis hablando? ¿Qué alijo? ¿Quiénes sois los Justos?
—No todo el mundo al otro lado del Muro comparte las ideas de Greene —contestó Strangärd—. No somos muchos, pero sí los suficientes para darnos cuenta de que Gulfport está podrido hasta la médula. Nos hemos organizado de forma clandestina. Si Greene se enterase de que existimos, o de que estoy aquí, los que estaríamos dentro de esos vagones de tren seríamos nosotros.
—Los Justos nos han ayudado desde el principio —intervino Alejandra—. Se encargan de avisarnos de los cambios de documentación, de facilitarnos copias falsas, medicamentos, alimentos e incluso armas. El puente sumergido que cruzasteis anoche no podría haberse construido sin su ayuda.
—Estamos obligados a ser muy discretos —dijo Strangärd—. Greene tiene ojos y oídos en todas partes. Desde el momento en que los vi supe que ustedes no eran como esa gente del otro lado. Traté de hablar con su grupo y explicarles la auténtica situación de la ciudad, pero me fue imposible. Birley y toda la tripulación del Ithaca es absolutamente fanática, y les vigilaban muy de cerca. Después tampoco tuve ocasión.
—¿Sois muchos? —preguntó Viktor.
—Ni siquiera yo podría contestar a esa pregunta —replicó el sueco—. Estamos organizados en células independientes, de forma que si atrapan a alguno, el resto de la organización permanezca a salvo. Pero tenemos gente en casi todas partes, y a este lado del Muro pueden contar con nuestra ayuda.
—¿Y cómo vais a ayudarnos? —preguntó el ucraniano.
—Vaya, ahora ya no te parece tan ridícula la idea del levantamiento —le interrumpió Mendoza, irónico.
—Sigue pareciéndome igual de ridícula y suicida —contestó Viktor—. Pero no queda otra opción, por lo que veo.
—Me temo que no —dijo Strangärd—. En el Cuartel General de Greene se han escuchado rumores de que en menos de un mes se va a proceder a una liquidación general del gueto, y que tan sólo dejarán a unos dos mil ilotas con vida. Si vamos a hacer algo, hay que hacerlo ya.
—El Cladoxpan… —dijo Pritchenko.
—Ya he oído lo que decías —replicó el sueco—. Eso no será ningún problema. Tenemos ocultos casi cuatro mil litros de Cladoxpan en un depósito subterráneo. Nuestra gente de dentro del laboratorio se ha jugado la vida durante meses para sacarlo poco a poco. Aunque Greene os corte el suministro, podréis sobrevivir durante unos cuantos días, el tiempo suficiente, si Dios quiere, para que el alzamiento triunfe.
—¿Y si no triunfa? —interrumpió el anciano profesor negro—. ¿Y si el alzamiento fracasa? ¿Qué pasará cuando se acabe esa reserva?
—Si el alzamiento fracasa, ése será el menor de nuestros problemas, porque ya estaremos todos muertos —contestó Mendoza fríamente—. ¿Cómo pensáis hacérnoslo llegar, Gunnar?
—Cruzarlo a través del Muro es imposible —dijo Strangärd, tras reflexionar un instante—. Es una cantidad demasiado grande para pasarla de una sola vez, y si lo hacemos en varios viajes tardaríamos demasiado y correríamos muchos riesgos.
—Lo ideal sería que lo introdujésemos nosotros en el gueto —pensó Mendoza en voz alta—. Si lo dejaseis en un sitio en el que pudiésemos cogerlo más tarde…
—Sí, es una buena idea —dijo Strangärd—. Pero ¿dónde?
Un silencio pesado invadió la sala. Habían llegado a un callejón sin salida.
—Fuera —intervino Pritchenko, de repente—. Al otro lado de la muralla exterior.
—No es mala idea. —Strangärd sonrió, por primera vez—. Si camuflamos los bidones entre los residuos de la ciudad…
—Cuando nuestra gente vaya a recogerlos para llevarlos hasta el vertedero exterior ya serán nuestros —acabó la frase Mendoza—. Los ocultaremos dentro de los camiones de la basura. Los Verdes jamás registran esos camiones.
—Perfecto. —Strangärd se volvió hacia Viktor Pritchenko y le sonrió—. Ha sido una idea brillante, amigo.
—Tengo mis momentos —replicó Viktor, incómodo—. ¿Cuándo podremos hacer eso?
—No está programada una salida de residuos hasta dentro de una semana, por lo menos —dijo el sueco—. Además, necesitamos tiempo para llevar los bidones de forma discreta hasta el vertedero interior de la ciudad.
—¿Una semana? —Viktor se agitó, inquieto—. ¡Eso es demasiado tiempo! ¡Acaba de decir que ese tren de deportación va a salir en dos horas!
—Ya no podemos hacer nada por esa gente. —Strangärd meneó la cabeza, compungido—. Pero podemos salvar la vida de los que aún están aquí.
—¡Ya lo habéis oído! —gritó Mendoza a los asistentes en la sala—. Tenemos siete días para organizarlo todo. Reunid a vuestros grupos, preparad las armas y estad listos para la señal. ¡Dentro de una semana, la Ira de los Justos caerá sobre esos cabrones de Gulfport!
Un murmullo de aprobación sacudió toda la habitación. Como suele suceder habitualmente tras tomar una decisión trascendental, todos se sentían extrañamente tranquilos, como si hubiesen cruzado un puente y lo quemasen tras ellos. Se lo jugarían todo a una carta, pero al menos acabarían con aquella sensación de terror permanente.
Mientras la gente comenzaba a abandonar la sala, Strangärd sintió que alguien le sujetaba por un brazo. Al girarse vio la cara de Lucía, arrasada por las lágrimas, que le contemplaba implorante.
—Por favor —sollozó—, por favor, tiene que ayudarle. Yo… le quiero más que a nadie en este mundo. Si él muere nada tiene sentido para mí. ¡Nada! Es usted de los Justos, ha dicho que es usted justo. Por favor, ayúdeme. Ayúdele.
Strangärd titubeó, mientras contemplaba a la joven.
—No puedo hacer nada por él —dijo—. No puedo sacarlo del tren, ni de la cárcel. Es demasiado peligroso.
—Escúcheme. —Lucía se irguió, reuniendo toda la energía que le quedaba en el cuerpo, y tratando de controlar el temblor de su voz—. Sé que le pido algo muy difícil, pero en ese tren está el hombre que amo. Si usted no puede ayudarme cruzaré otra vez ese maldito puente e iré caminando hasta esa estación y me subiré en el vagón con él, si es necesario. Si tiene que morir, moriré con él. Si va a vivir, por favor… ayúdeme.
Strangärd tragó saliva, dudando. Lo que le pedía iba mucho más allá del riesgo asumible, pero el brillo implacable y decidido de los ojos de la muchacha le decía que hablaba en serio.
—«Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte; los valientes prueban la muerte sólo una vez» —recitó quedamente el sueco, con la mirada perdida.
—¿Qué significa eso? —preguntó Lucía con un hilo de voz.
—Significa que lo haré —suspiró Strangärd—. Ayudaré a tu hombre.
—Gracias. —Los ojos de Lucía se volvieron a inundar de lágrimas—. Gracias.
—Pero aunque le ayude, eso no significa que salga con vida del lío inmenso en el que está metido —añadió Strangärd—. Tan sólo podré facilitarle algunas cosas. Después, todo dependerá de él.
—No se preocupe —replicó Lucía con una sonrisa temblorosa—. Es un superviviente nato, y ha salido de situaciones peores. Sé que lo conseguirá.