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Bluefont

Al día siguiente de la redada

Las dos primeras horas de la mañana fueron las más animadas. Mendoza instaló su cuartel general en la planta alta del Gallo Rojo y comenzó a mandar mensajeros en las cuatro direcciones del gueto. Los mensajeros eran críos, niños en algunas ocasiones, de piernas rápidas y mirada hambrienta. A ninguno de ellos les entregó un mensaje físico, sino que les obligó a que memorizasen el contenido de la misiva. De su velocidad y habilidad dependía que las posibles patrullas de la Milicia o de los Verdes no les capturasen, y en todo caso, si caían en manos de los hombres de Greene, no debían llevar nada comprometedor encima.

Lucía y Viktor contemplaban la escena desde un rincón, algo atemorizados. Alejandra había sacado de alguna parte un botiquín y había curado con delicadeza los cortes y moratones del ucraniano, ya bastante recuperado. Aún le dolían las costillas (y lo más probable era que tuviese una o dos rotas), pero era algo que el ex militar podía soportar perfectamente. Su mirada se paseaba por aquel organizado alboroto, como tratando de descifrar el patrón de todos aquellos movimientos, mientras daba buena cuenta de un plato de estofado de origen incierto.

—¿Qué está pasando, Viktor? —murmuró Lucía, inquieta, sentándose al lado del ucraniano.

—No estoy seguro —replicó Pritchenko—. Pero esto tiene toda la pinta de una rebelión.

—¿Una rebelión? —Lucía volvió la cabeza, alarmada—. ¿Cuándo?

—Creo que en pocas horas —contestó Viktor—. Supongo que es algo que ya estaba planeado, pero la redada de hoy parece haber adelantado los planes.

El ucraniano no podía saber hasta qué punto estaba en lo cierto. El plan llevaba gestándose meses. Los ilotas de Bluefont, o al menos una buena parte de ellos, aunque estaban sometidos y controlados, no estaban ni mucho menos vencidos. El levantamiento era una posibilidad que Greene y sus hombres tenían muy en cuenta, y que temían. Al menos en cuatro ocasiones había estado a punto de ocurrir y en otras tantas la habían abortado a última hora. El gueto estaba plagado de informadores, soplones y agentes a sueldo de Greene, que mediante el soborno o la extorsión siempre encontraban a alguien dispuesto a trabajar para ellos. Mendoza sospechaba incluso que en cada una de las redadas, los Guardias Verdes aprovechaban para dejar determinadas casas plagadas de cámaras y micrófonos. Uno de los motivos de haber instalado su cuartel en aquel edificio era porque lo habían inspeccionado a fondo y creían que estaba totalmente limpio. Pero aun así, las posibilidades de que los Arios estuviesen al corriente de sus planes eran reales, y muy presentes.

Por eso aquella redada imprevista había hecho volar por los aires toda la planificación. Tenían que actuar, y tenían que hacerlo ya.

Cuarenta minutos más tarde, treinta personas, entre hombres y mujeres, se apretujaban en aquella habitación tratando de hacerse oír en medio del creciente barullo. A medida que habían ido llegando, cada uno contaba una historia más espeluznante que la anterior. Aquella redada había sido con diferencia una de las peores. No tenían manera de calcularlo, pero creían que los Verdes se habían llevado al menos a seiscientas personas del gueto.

—¡Esta vez ha sido peor que nunca! —rugía un chicano alto y correoso con la voz cargada de ira—. ¡No han ido sólo a por los más débiles! ¡Se han llevado incluso a hombres y mujeres adultos!

—Ha sido indiscriminado —se quejaba otro—. No han respetado ni siquiera a los que tenían la documentación en regla.

—¿Cuándo ha sido eso un problema para ellos? —contestó amargamente una voz desde el fondo—. Nos están exterminando, joder, como en aquella maldita película en blanco y negro de Spielberg.

—¡Pero teníamos un acuerdo! —replicó el primero, tercamente—. ¡La documentación en regla! ¡La documentación en regla!

—Eres un soplapollas si te crees toda esa patraña. Y un jodido vendido de mierda, ya que estamos en ello. Sé que has perdido el culo por conseguir esos trozos de papel que no valen nada, y ahora vienes lamentándote.

—¿A quién has llamado vendido, cabrón? —contestó el hombre, echando mano del cuchillo que le pendía de la cintura.

Todo el mundo comenzó a vociferar a la vez de forma que resultaba imposible oír nada. Mendoza se subió sobre la mesa, tratando de imponerse sobre la multitud. Su esfuerzo resultó inútil, por mucho que se desgañitaba. Finalmente, agarró una inútil pantalla de ordenador, la levantó en brazos y la arrojó por la ventana, destrozando los últimos cristales intactos que quedaban en todo el edificio.

Al oír el estruendo todas las voces se callaron de golpe y miraron en dirección al mexicano. Éste permanecía de pie sobre la mesa, lanzando chispas por los ojos.

—Sois un hatajo de cretinos —barbotó—. No sé por qué Greene se molesta en enviar a sus hombres aquí, si nos las podemos arreglar nosotros solos para matarnos. Callaos de una vez, y escuchadme, si queréis que tengamos alguna oportunidad de vivir.

Un coro de murmullos y toses siguió a estas palabras. Unas cuantas miradas cruzadas entre los asistentes decían bien a las claras que había muchos temas pendientes entre ellos, pero todo el mundo obedeció la orden de Gato Mendoza.

—Ha llegado el momento —comenzó Mendoza, tras aclararse la garganta—. El momento que temíamos y deseábamos. No podemos aguantar ni un minuto más esta maldita opresión. Los Verdes nos tratan como si fuésemos carneros para el sacrificio. Las redadas son cada vez peores y más frecuentes. Tenemos que actuar ya.

—No sé si es lo más prudente. —Un viejo anciano de color, ataviado con una apolillada chaqueta de tweed y gruesas gafas, se adelantó para hablar. Antes de la pandemia había sido un respetado profesor de filosofía en una universidad del Medio Oeste. Por su manera de moverse daba la impresión de que era una persona acostumbrada a hacerse oír y respetar—. La violencia sólo engendra violencia. El caos lleva al caos. Sólo con la concordia y el entendimiento podemos encontrar soluciones a largo plazo. Estoy seguro de que si tratamos este asunto directamente con el reverendo y le explicamos la situación, él se encargará de que esto no vuelva a repetirse y castigará a los culpables. O, por el contrario, podemos aplicar una política de resistencia pasiva, al estilo de Gandhi. Pero no creo que una resistencia armada sea la mejor solución.

A sus palabras siguió un aluvión de contestaciones a favor y en contra; todo el mundo trataba de hablar a la vez.

—Profesor Banksted —prosiguió Mendoza cuando consiguió acallar a todos los presentes—, sé que es usted una de las personas más sensatas de todo el gueto, pero lamentablemente esto no es la universidad donde usted trabajaba. Ni siquiera es el mismo jodido mundo. El problema es que no se da cuenta de que nosotros no somos una pandilla de estudiantes reclamando mejoras en el menú del comedor. Estamos hablando de salvar nuestras vidas.

—Nuestras vidas son preciosas para la gente del otro lado del Muro —contestó Banksted sin amilanarse—. Nos necesitan para que salgamos ahí fuera a conseguir alimentos, combustible, ropa y medicinas. ¡Sin nosotros no pueden vivir!

Un murmullo de aprobación siguió a las palabras del anciano, que cruzó los brazos, satisfecho.

—Eso sólo es verdad a medias, profesor —replicó Mendoza—. En primer lugar, no todos los habitantes del gueto salen a conseguir artículos. Los niños, los enfermos y los ancianos como usted son prescindibles a los ojos de Greene. Desde que ha llegado al gueto, ¿ha salido alguna vez al exterior? No, ¿verdad? Es una boca inútil, como la de muchos de los que viven en este lado. —Banksted se encogió, visiblemente incómodo ante aquellas palabras—. Y además, ¿cuántos ilotas son necesarios para mantener a Gulfport funcionando? Nunca hay más de quinientos de nosotros ahí fuera, y la verdad, creo que con mil o dos mil esclavos les bastaría. Y serían más manejables.

Un nuevo estallido de frases cruzadas siguió a estas palabras.

—Eso no son más que suposiciones tuyas —contestó Banksted, terco—. Yo viví la segregación racial en los años sesenta, y puedo asegurarte que si nos hubiésemos levantado en armas las consecuencias habrían sido fatales.

—Déjeme hacerle una pregunta: ¿en los disturbios raciales de los sesenta metían a cientos de negros en un vagón de tren y se los llevaban en dirección desconocida para no volver nunca jamás? —preguntó Mendoza con acritud.

El anciano profesor calló, inseguro, y miró al suelo antes de contestar con un casi inaudible «no».

—Nos están exterminando, y eso es un hecho, nos guste o no —continuó Mendoza. El silencio en la sala en ese momento era total. Todos y cada uno estaban pendientes de las palabras del mexicano—. Frente a eso podemos hacer dos cosas. O nos dejamos llevar mansamente al matadero, como hicieron los judíos durante el Holocausto, o nos levantamos y luchamos por nuestras vidas con las armas en la mano. Lo peor que nos puede pasar es que nos maten en el intento… pero la muerte ya la tenemos asegurada.

Un coro de sombríos asentimientos le acompañaron. Las dudas del grupo se estaban disipando.

—¡Ha llegado la Hora de los Justos! —La voz de Mendoza tronaba, imbuida de un espíritu vengativo—. ¡Ha llegado la hora de que la justicia y la libertad se impongan a la tiranía y la opresión! ¡Ha llegado el momento de que volvamos a tener el control de nuestras vidas! ¡Es ahora o nunca, camaradas, compañeros. Tomemos las armas y asaltemos ese maldito Muro! ¡Atravesemos Gulfport a sangre y fuego y démosles a esos gordos y holgazanes blancos una lección que nunca olvidarán…! ¡Luchemos juntos! ¡Luchemos por nuestra libertad!

Un aullido de aclamación siguió a estas palabras. Los presentes gritaban, alzaban sus puños y parecían poseídos de repente por una fiebre salvaje e insensata. Hasta el prudente y timorato profesor universitario parecía haberse contagiado de la excitación. Algunos incluso alzaban sus cuchillos en el aire, apuñalando a unos inexistentes y fantasmales Guardias Verdes.

Un aplauso sonó con fuerza entre los gritos, que se fueron apagando hasta convertirse en un murmullo. Todas las cabezas se giraron en dirección al sonido de los aplausos y enmudecieron de repente. Viktor Pritchenko, de pie junto a una pared, batía las palmas con energía y con una sonrisa amarga en la boca.

—¡Bravo! —dijo, con un tono de voz cargado de ironía—. ¡Bravo! Un discurso cojonudo, de verdad. Francamente, me has sorprendido. Esto es algo con lo que no contaba. Un matón barato convertido en líder revolucionario. Si no hubieses estado a punto de matarme hace unas horas te respetaría mucho más, en serio. Aun así, estoy impresionado. —Y continuó aplaudiendo.

—¿Tienes algo que decir, güero? —replicó Mendoza, visiblemente molesto.

—Algunas cosas, sin duda —contestó Viktor, mientras se subía a la mesa donde estaba el mexicano—. La primera de todas es que tenéis toda la razón del mundo. Esos cabrones del otro lado del Muro quieren acabar con vosotros, y van a conseguirlo. Pero también sé que vuestra pequeña revolución está condenada al fracaso de antemano.

—¿Por qué dices eso? —le interpeló una mujer, en un inglés estropajoso—. Somos más numerosos que ellos, y no tenemos miedo a morir.

—No sois más numerosos que ellos, en primer lugar —contestó pausadamente el ucraniano—. Al otro lado del Muro hay mucha más gente que a este lado, mucho mejor alimentada y en mejor estado físico, y sobre todo, mucho mejor armada. ¿Acaso pensáis atacar a los Guardias Verdes y a la Milicia con cuchillos?

—Tenemos armas. —Mendoza echó el mentón hacia delante, desafiando a Prit—. Y la Milicia y los Guardias Verdes son menos de trescientos, en total.

—Sin duda —contestó Viktor—, pero estoy seguro de que en caso de necesidad, Greene podrá armar a un par de miles de hombres tan sólo quince minutos después de que haya empezado vuestro asalto. Vengo del otro lado, y sé de lo que hablo.

Un murmullo incómodo recorrió la sala, pero nadie interrumpió al ucraniano.

—Además, ¿qué armas tenéis? Por lo que me han contado, los Guardias Verdes os desarman cada vez que volvéis de una incursión.

—Hemos conseguido escamotear unas cuantas armas —dijo el chicano alto—. Y de vez en cuando encontramos armas de fuego en las incursiones y las entramos en el gueto, escondidas entre los pertrechos. Tengo una lista. —Y le tendió un par de folios escritos a mano al ucraniano.

Pritchenko ojeó los papeles rápidamente y se le escapó una carcajada sarcástica.

—Lo que sospechaba —dijo, mientras daba vueltas a los folios—. Tenéis menos de dos docenas de rifles de asalto, una colección enorme de armas de caza e incluso alguna que otra pieza de museo. —Se detuvo en una de las líneas del papel y levantó la cabeza con incredulidad—. ¿Una Thompson? ¿En serio? ¿Una metralleta de gángster de los años veinte? ¿De dónde coño la habéis sacado? Eso tiene que ser digno de verse…

—Son armas, y matan igual que las modernas —contestó el hombre, rígido.

—No matan igual, créame. —Le devolvió los folios mientras meneaba la cabeza—. Y lo que es peor, ni siquiera tenéis munición suficiente para abastecer toda esta artillería tan variopinta. En menos de diez minutos de combate real os habréis quedado secos. —Sonrió irónico—. Supongo que el plan en ese caso es matarlos a escupitajos, o tirándoles piedras. Y eso por no hablar de que la mayor parte de vosotros no tiene la más mínima formación militar, y ya no digamos sus mandos revolucionarios. —Se giró hacia Mendoza, que escuchaba rojo de ira—. Sin ánimo de ofender, Gato. O sí, qué cojones. Acaban de romperme una costilla por tu culpa, cabrón.

—Tenemos el factor sorpresa —murmuró Mendoza, iracundo, mientras hacía caso omiso de las pullas de Pritchenko—. Y podemos apoderarnos de la munición de los Verdes que matemos.

—Un plan cojonudo —replicó Viktor—, si me explicas cómo pretendéis asaltar ese muro de hormigón y alambradas y esas barbacanas con ametralladoras pesadas. Además, estás olvidando un elemento fundamental: Greene tiene el control total del Cladoxpan. Si el plan no sale a la primera, tan sólo tiene que cortaros el suministro durante un par de días para convertiros a todos en un hatajo de No Muertos. Lo cierto es que os tiene cogidos por los huevos.

—Eso no es del todo cierto —dijo una voz educada y profunda al fondo de la sala.

Por primera vez desde que se había subido a aquella mesa, Viktor Pritchenko vaciló durante unos instantes mientras contemplaba incrédulo a la persona que acababa de hablar.

Porque con los pantalones de su elegante uniforme todavía empapados de agua, y una expresión seria en el rostro, Gunnar Strangärd acababa de entrar en la sala.