31

Me quedé paralizado. Aquello era lo último que me esperaba. Lúculo gimió al reconocerme y trató de liberarse del abrazo de hierro de Grapes, pero el Ario le tenía muy bien sujeto.

—¡Suelta a mi gato, pedazo de cabrón! —grité enfurecido—. ¡Suéltalo de inmediato o…!

—¿O qué? —preguntó Grapes—. ¿Qué me harás? ¿Quieres que le retuerza el pescuezo delante de ti?

—¡No! —se me escapó—. No, no lo hagas, por favor.

—Entonces siéntate en el fondo de la celda, donde pueda verte bien —dijo Grapes—. Y las manos a la vista, sin sorpresas.

Obediente, me senté sobre el camastro mientras mi mirada iba de Grapes a Lúculo, que al oír mi voz había redoblado sus esfuerzos por liberarse. En el brazo del Ario destacaban dos profundos arañazos, señal inequívoca de que mi pequeño amigo peludo no se había dejado atrapar sin luchar. Bien por Lúculo, pensé.

—¿Sabes? —dijo Grapes con una sonrisa horrible—. Habitualmente, en la cárcel, mi abogado siempre estaba a este lado de los barrotes. Resulta muy refrescante el cambio.

—Me resulta sorprendente que alguien te visitase en la cárcel —respondí—. Incluso un abogado.

Grapes se rió, con aire satisfecho.

—Me hubiese gustado traer conmigo a tu zorrita o al pequeñajo soviético, para que se despidiesen de ti, pero han sido más listos que tú y parece que la tierra se los ha tragado. Sólo encontré a esta bestia pulgosa en tu casa, así que supuse que te gustaría volver a verla.

—No le hagas daño, por favor —imploré.

—Eso depende —contestó Grapes. Me fijé que el musculoso sicario del reverendo había tenido la precaución de ponerse unas gafas de seguridad, ante la eventualidad de que le pudiera salpicar con algo. Hiciera lo que hiciese, aquel cabrón siempre parecía ir un paso por delante de mí.

—Mañana por la mañana te meteremos en el tren de deportación —dijo despacio, como si se lo estuviese explicando a un alumno especialmente lento—. Y quiero que te portes muy bien hasta entonces. —Se rascó detrás de una oreja, con parsimonia—. Yo ya te hubiese pegado dos tiros, pero el reverendo tiene unas ideas propias y muy peculiares acerca del castigo, y ha decidido que revientes a solas, lentamente, para que te dé tiempo a pensar en la magnitud de tu cagada.

—Dime algo que no sepa —respondí, con acritud.

—No, dime algo tú —replicó Grapes—. ¿Por qué lo hiciste? Quiero decir, lo tenías todo para vivir de puta madre en Gulfport. Una buena casa, un trabajo sin peligro, una tipa que te calentaba la cama por las noches…, hasta tenías esta mierda de gato, y mira que son difíciles de encontrar hoy en día. No me entiendas mal, me alegro de haber podido joderte. Me caíste mal desde el primer momento en que te vi, pero no suponía que fueras a ponérmelo tan fácil. Dime, ¿por qué lo hiciste?

—Quizá porque no soy una mala bestia como tú —respondí—. Porque todo este lugar es una aberración, porque es inmoral e insano y tarde o temprano todo esto os explotará en las narices. Porque no quiero vivir en un sitio que salva mi cuerpo pero destruye mi alma y mi conciencia. Por todo eso lo hice. Lo único que me jode es no poder estar presente cuando los ilotas se levanten y un par de esos negros del gueto te sujeten a una cama y te violen hasta que no puedan más. Aunque, pensándolo bien, seguramente ya has disfrutado de sus atenciones en la cárcel, dado tu historial.

El rostro de Grapes enrojeció de furia y por un momento pensé que había ido demasiado lejos. Su mano se cerró sobre el cuello de Lúculo y zarandeó al pobre gato como si fuese un muñeco de trapo. El animal se debatía sin fuerza, entre débiles maullidos de dolor, al borde de la asfixia.

—Mañana me aseguraré de encerrar a unos cuantos negratas flipados de crack en tu vagón —murmuró, rencoroso—. Quién sabe, puede que el que acabe con el culo roto seas tú.

Callé, sin nada que decir. Grapes tenía todas las cartas ganadoras en la mano, y ambos lo sabíamos perfectamente.

—No es una visita de cortesía, de todas formas —dijo el Ario, mientras rebuscaba algo en los profundos bolsillos de su pantalón cargo—. Ten, esto te permitirá aguantar hasta mañana.

Grapes me arrojó algo al interior de la celda. Lo agarré al vuelo y contemplé el objeto. Era un bote, no mucho mayor que una lata de refresco, hecho de plástico transparente. En su interior había un líquido blancuzco y turbio.

—Es el Cladoxpan —dijo Grapes—. Llevas ocho horas infectado, por lo que los primeros síntomas deben de estar a punto de manifestarse. —Me contempló, pensativo—. Aunque ya veo que estás sudando como un cerdo a pesar del frío que hace aquí abajo.

No dije nada, pese a que sus palabras confirmaban mis peores presentimientos. El calor que llevaba sintiendo toda la tarde era completamente antinatural. El TSJ triunfaba sobre mis defensas.

—¿Qué debo hacer? —pregunté, con voz apagada.

—Tienes dos opciones —contestó el Guardia Verde—. La primera es que me devuelvas ese bote y así, cuando venga a buscarte mañana, no serás más que un apestoso No Muerto. Te dispararemos una bala de nueve milímetros a la cabeza, quemaremos tu cuerpo en el basurero del pueblo y todo se acabará para ti. La otra opción es que te lo vayas bebiendo lentamente, dosificándolo. Cuanto más consigas que dure, más durarás tú, aunque eso no te llevará a ningún otro sitio más que a morir en el Páramo. —Grapes se encogió de hombros—. Tú decides.

—Escojo vivir —repliqué con voz débil, mirando al suelo. En toda mi vida había estado tan derrotado.

—¿Cómo dices…? No te oigo.

—Escojo vivir —repetí, algo más fuerte.

—Suponía que dirías eso —contestó Grapes—. Por eso quiero tener una garantía suplementaria de que te portarás bien.

El Ario sacó una navaja de la caña de su bota, y antes de que me diese tiempo a parpadear colocó a Lúculo sobre sus rodillas y el filo de la hoja sobre el rabo de mi gato.

—¡NO!

Con un gesto rápido Grapes deslizó la navaja y, en dos movimientos, cortó el rabo de Lúculo por la mitad. El gato profirió un profundo maullido de dolor mientras de repente todo parecía transcurrir a cámara lenta. El gesto de la muñeca de Grapes trazando un arco ascendente. El filo de la navaja cubierta de sangre. Esa misma sangre saliendo a chorros del muñón de la cola de Lúculo. Los ojos desorbitados de dolor y pánico de mi gato persa. La expresión sádica de satisfacción de Grapes. Los nudillos de mis manos, blancos como la cal, mientras sacudía las rejas.

—¡Cabrón, cabrón, cabrón, CABRÓN! ¡Te mataré! ¿Me oyes? ¡Te juro que te voy a matar, pedazo de hijo de puta!

—Eso cuéntaselo a otro. —Grapes se puso tranquilamente en pie y guardó de nuevo la navaja en su bota—. No te preocupes por tu gato, haré que le pongan una venda o algo por el estilo en ese trozo de rabo que le queda. —De repente, su tono de voz se volvió amenazante—. Pero si no quieres que me pase esta noche apostándome trozos de gato persa en una mesa de póquer, más te vale que te portes bien hasta mañana. ¿Estamos?

La sangre de Lúculo goteaba sobre el suelo de linóleo sucio, dejando enormes goterones en forma de flor. Yo era incapaz de apartar la mirada de aquellas manchas. En mi vida había sentido tanto odio hacia alguien como en aquel momento.

—Te dejo a solas, para que medites. Que pases buena noche.

Y aquel maldito bastardo de Malachy Grapes se alejó silbando por el pasillo, mientras en sus manos los gemidos de dolor de Lúculo sonaban cada vez más débiles.

Finalmente, me quedé a solas, con el bote de Cladoxpan en una mano y el trozo de cola amputado de Lúculo en la otra, mientras mi corazón sangraba a borbotones.

Sólo entonces descubrí que ya no era capaz de llorar. Y que lo único que deseaba era venganza.