30

Lo primero que sentí fue calor, mucho calor. La tarde anterior me habían sacado a rastras del despacho de Greene y me habían encerrado en uno de los calabozos de la comisaría de Gulfport. Había pasado toda la noche allí, mientras en el exterior se concentraba una multitud cada vez más grande, exigiendo mi cabeza. El calabozo, situado en el sótano de la comisaría, era un estrecho pasillo con celdas alineadas a los dos lados. Por algún extraño motivo era el único inquilino de aquellas enormes celdas de barrotes, con el techo pintado de color verde lima y un váter de acero sin remaches situado en medio de cada calabozo, sin ninguna intimidad.

Los dos Guardias Verdes me encerraron en la jaula que estaba situada más al fondo de la fila de la derecha, y tras pegarme un par de patadas como regalo de despedida, se marcharon. En un rapto de maldad, colocaron una jarra de agua y un trozo de pan mohoso en el pasillo, justo delante de mi celda. Quedaba a la distancia suficiente para que no pudiese alcanzarlo con mis manos, pero por muy poco. No rozaba la jarra por tan sólo un par de centímetros.

—¿Tienes sed, cabronazo? —me dijo uno de ellos—. Pasarás más sed en el infierno, no lo dudes.

—Debería haberlo pensado mejor antes de apiolar a la vieja Compton —masculló el otro—. Era una arpía hija de puta, pero era la secretaria del viejo. —Meneó la cabeza y remachó, como si me anunciase una sorprendente novedad—. Los de ahí fuera te van a quemar vivo.

El primero de ellos escupió un gargajo verdoso sobre el pan.

—Toma, para que tenga algo más de sustancia. —El tipo me miró con una sonrisa torva en la cara, aunque con un extraño brillo de conmiseración en los ojos que le daba un aspecto extraño—. Y será mejor que no le hagas ascos, porque va a ser lo mejor que comas en lo que te queda de vida. Me han dicho que te van a arrojar al Páramo con todos esos ilotas de mierda. Ahí fuera sólo hay escorpiones y No Muertos. No me gustaría estar en tu pellejo, capullo.

—Me buscaré la vida, no te preocupes —murmuré, sin levantar la cabeza. No era un desafío, simplemente deseaba que aquellos dos idiotas se largasen de allí cuanto antes. Necesitaba estar solo.

El Ario me contempló un instante mientras su cerebro procesaba lentamente si lo que le acababa de decir contenía algún tipo de ofensa. Finalmente dio una última patada al trozo de pan y, satisfecho, se largó del pasillo junto con su compañero, dejándome a solas.

Al principio me sentí terriblemente desgraciado. No era capaz de entender cómo todo se había ido al infierno tan rápido. Aquella misma mañana tenía un barco, un plan y estaba a punto de conseguir una sustancia que valía su peso en oro. Tan sólo doce horas después me estaba pudriendo en el calabozo de la ciudad, a punto de ser condenado a muerte.

Cojonudo, colega, te has lucido con tu plan. ¿Qué será lo siguiente?

Aquel sótano parecía estar a unos treinta grados, así que comencé a sudar enseguida. Corría el riesgo serio de deshidratarme. Intenté alcanzar la jarra haciendo un lazo con mi camisa, pero lo único que conseguí fue volcarla y derramar todo su contenido. Maldije, furioso. El pasillo central estaba inclinado hacia un sumidero interior (seguramente para cuando, antes del Apocalipsis, tenían que baldear los restos que dejaban los borrachos en las celdas) así que contemplé, impotente, cómo desaparecía hasta la última gota.

Me dejé caer de rodillas contra la reja, desolado. Sentía la boca como si fuese un trozo de esparto. La sed era tan horrible que ni siquiera me dejaba pensar con claridad. Por eso tardé una buena media hora en darme cuenta de que en el fondo de la taza del inodoro había un charco de agua. Tenía un sabor salobre, y el color era sospechoso, además de que no dejaba de estar bebiendo de un cagadero, pero al menos era líquido.

Me pasé los siguientes tres minutos bebiendo a pequeños sorbos. Aquella pequeña cantidad de agua no mitigó del todo mi sed, pero al menos hizo que volviese a sentirme vivo. Cuando estuve más hidratado y tranquilo, empecé a pensar en cómo salir de aquel horrible atolladero.

Escapar de la comisaría quedaba fuera de mi alcance. Las cerraduras de la celda eran mucho más complejas que las que mis limitados conocimientos me permitían abrir. Y eso sin contar a los guardias que estaban arriba, y al populacho enfurecido que rodeaba la comisaría y que en cuanto me viese se lanzaría sobre mí como una jauría de perros, listos para despedazarme, por culpa de un crimen que yo no había cometido. La estrategia de Greene había sido inteligente, retorcida y malvada. Al matar a la señora Compton no sólo eliminaba a un testigo incómodo y molesto para él, sino que me transformaba en el personaje más odiado de Gulfport con carácter inmediato. Nadie creería ni una palabra de lo que dijese, ya que todo sonaría como una especie de excusa fantástica ideada por un asesino desesperado pillado in fraganti. No, definitivamente no tenía ni un solo amigo fuera de aquellos muros, exceptuando a Lucía y a Viktor… y eso si estaban vivos, o no los habían detenido como cómplices.

Me dolían todos los moratones que cubrían mi cuerpo. El traje estaba totalmente destrozado y cubierto de sangre acartonada y reseca. Mi sangre. Mi sangre infectada. Al recordar aquello sentí un leve mareo y unas ganas de vomitar incontrolables. Me apoyé en la taza y arcada tras arcada vacié lo poco que había en mi estómago. Me abracé al inodoro, temblando.

Alguien tendrá que desinfectar todo esto una vez que me vaya, pensé mientras miraba las diminutas gotitas de saliva que había dejado en el borde del retrete. Aún no sentía nada, pero sabía que el TSJ corría por mis venas con fuerza, y que en pocas horas comenzaría a mostrar los primeros síntomas. Me pregunté, vagamente sorprendido por mi curiosidad, cómo sería eso de convertirse en No Muerto. ¿Sería consciente de ello? ¿Y después? Sin embargo, la imagen de mí mismo transformado en uno de esos seres, con toda mi piel reventada y cubierta de pequeñas venas, fue demasiado. Volví a aferrarme al inodoro mientras me sacudían las arcadas de nuevo, pero ya no tenía nada que expulsar.

Lo más fácil sería acabar con aquello de una vez por todas. Ahorrarme la tremenda indignidad de convertirme en un ser sin control sobre mí mismo.

Lo estás haciendo, estás pensando en suicidarte.

¿Y qué más da? Sería lo mejor.

No puedes. Estás demasiado aferrado a la vida. No puedes hacerlo.

Siempre será mejor salida que… lo otro.

No lo sabes.

Cállate, joder. Cállate, cállate. ¡¡CÁLLATE!!

Me aferré la cabeza con las dos manos, mientras gemía en el suelo. Tenía que hacer algo o me volvería loco yo solo. El problema era qué hacer. Ni siquiera podía acabar con mi sufrimiento por la vía rápida. Al entrar en la celda me lo habían quitado todo, desde el reloj a los cordones de los zapatos y el cinturón, para evitar que me suicidase. Los Arios habían pasado demasiado tiempo entre rejas como para que se les pasase por alto el más mínimo detalle en aquel aspecto.

Lo que más me dolió perder fue el reloj. Era un viejo Festina baqueteado, pero era el último objeto que podía llamar mío y que me había acompañado desde el inicio de mi odisea, dos años atrás. Sin él, me sentía un poco desnudo. Además, no tenía la menor manera de controlar el paso del tiempo. En aquel sótano, la luz estaba siempre encendida, contribuyendo a mi agonía.

Al cabo de un rato muy largo que no pude calcular, pero que debió de superar las dos horas, comencé a sentir las primeras molestias. Era como un leve calambre muscular, similar a cuando te has quedado dormido en una posición extraña y una mano te ha quedado atrapada debajo del cuerpo. Sentía una especie de hormigueo que me recorría en ondas los dos brazos. Era una sensación desconcertante, más que dolorosa. Pero era perfectamente consciente de su significado.

Aquello había empezado.

Me sequé el sudor de la frente con un trozo de tela que había arrancado del faldón de la camisa. De repente me pregunté si aquel calor tan sofocante que sentía desde que había llegado no sería la primera manifestación de la infección. Recordaba perfectamente que Greene parecía sudar a mares antes de tomar el Cladoxpan.

Entonces, una idea horrible se me pasó por la mente. Me iban a dejar allí. Iban a dejarme encerrado en aquella celda como a un animal rabioso, hasta que la infección se apoderase de todo mi cuerpo y me transformase en un No Muerto. Después, me convertirían en una atracción de feria, en un monstruo, un espantajo que los papás de Gulfport enseñarían a sus hijos desde el otro lado de los barrotes, para mostrarles cómo eran los monstruos que habitaban el otro lado del Muro, mientras le tiraban palomitas y trozos de verdura podrida.

Iba a volverme loco. Comencé a rascarme con furia el brazo derecho, pero no sabía si aquel picor era el siguiente paso de mi transformación o simplemente que la angustia me estaba impulsando a hacer cosas extrañas.

De repente, el ruido de un cerrojo sonó desde la parte superior, seguido del ruido de pisadas de una persona que bajaba las escaleras. Empecé a buscar algo con lo que defenderme, como un animal acorralado. Era inútil. No había nada en aquella celda que no estuviese firmemente atornillado o soldado a las paredes, o que pudiese utilizar. Entonces, de golpe, caí en la cuenta de que mi infección podía ser también mi única defensa. Sin pensarlo dos veces arranqué la costra fresca que se estaba formando sobre la herida de mi frente. Me dolió un horror, pero enseguida un reguero de sangre caliente comenzó a fluir de nuevo sobre mi cara. Empapé mis dedos en la sangre y aguardé, expectante. Al primero que apareciese delante de mi celda, le caería una buena salpicadura de sangre infectada. Si yo caía, por lo menos me llevaría a alguno por delante.

Los pasos sonaban cada vez más cerca. Me arrodillé, ocultando las manos tras mi espalda, listo para saltar como un muelle. De golpe, la luz del pasillo se oscureció ligeramente cuando la figura de Malachy Grapes se interpuso entre el fluorescente y el interior de mi celda.

—Hola, abogado. —La voz de Grapes sonaba zumbona, porque el muy cabrón sabía que me tenía atrapado.

En sus brazos, un asustado Lúculo se revolvía, mirando con ojos enloquecidos de terror a la figura ensangrentada que le contemplaba, derrotado, desde el otro lado de los barrotes.