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De haber ocurrido cuando el mundo todavía era un lugar habitado por humanos, aquella supercélula que se desplazaba hacia la costa africana habría sido sometida a un seguimiento exhaustivo por el Centro de Control de Huracanes. Alguien habría cogido la lista alfabética de nombres que se confeccionaba al principio de cada año y habría buscado el nombre que le correspondía a aquel huracán en concreto. Edna, habría leído. No era un mal nombre. Hacía que el seguimiento fuese más fácil, y además permitía que los informativos de televisión pudiesen dramatizar un poco sobre el huracán cuando éste tocase tierra, como si fuese una personalidad errática, destructiva y malvada con voluntad propia, en vez de un cúmulo de bajas presiones. Pero no quedaba nadie que pudiese hacer aquello.

Por eso cuando el Edna finalmente tocó tierra a la altura de Casablanca nadie fue testigo de la devastación que causó en la ciudad, donde arrasó lo poco que quedaba en pie y enterró a miles de No Muertos entre las ruinas.

Y tampoco hubo nadie que fuese testigo de la furia diez veces mayor que el Edna desató doscientas millas mar adentro.

Nadie, excepto tres personas.