Cuando Lucía quiso recordar más tarde cómo había sucedido todo, no fue capaz. Tan sólo tenía fragmentos, breves fogonazos de información, que únicamente le permitían componer un mosaico roto, como una película montada apresuradamente en la que faltaban trozos enteros de metraje.
En el momento en que sonó la alarma, los ilotas comenzaron a correr alrededor de Viktor y de ella. Tan sólo Alejandra se quedó a su lado, sosteniendo la mano del ucraniano, al que miraba con una expresión de intensa concentración.
—¿Adónde va todo el mundo? —preguntó Viktor.
—¡Es una redada! —contestó Alejandra, con preocupación—. Lo más seguro para cualquiera es no cruzarse en el camino de las tropas de Greene. Sobre todo si no tienes papeles.
—Yo no tengo papeles —contestó Lucía, inocentemente—. Ni Viktor.
—Yo tampoco los tengo —replicó la mexicana—. Ni la mitad de esta gente, si vamos al caso. Y aunque los tuviésemos eso no aseguraría nada.
—Y entonces, ¿qué hacemos?
—Lo que hace todo el mundo: esconderse. —La mexicana levantó a Viktor del suelo con un enorme esfuerzo—. ¡Vamos!
Salieron a la calle. El habitual desorden de Bluefont había cambiado radicalmente. Tan sólo se veían grupos de personas corriendo a lo lejos, entrando en las casas y tratando de hacerse invisibles. Unos cuantos, sin embargo, permanecían donde estaban, con una expresión rígida en el rostro. Eran los que tenían su documentación en regla (aquella semana, documento rosa con franja morada y foto) y que en teoría no tenían nada que temer. Pero sólo en teoría. Las cosas podían cambiar muy rápido en el gueto de Bluefont, de un día para otro. Por eso algunos, aun teniendo los papeles en regla, preferían desaparecer discretamente, mezclándose en la multitud de fugitivos. La prudencia era una madre que tenía muchos hijos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Viktor, respirando con dificultad. Cada vez que hacía una inspiración, un rictus de dolor le cruzaba la cara. Las costillas rotas le estaban pasando factura.
—No lo sé. —La voz de Alejandra temblaba; la mexicana se estaba estrujando el cerebro—. Tengo un refugio, cerca de la valla, pero es muy pequeño. Sólo cabe una persona.
—¡Metamos a Viktor allí y busquemos otro sitio donde ocultarnos nosotras dos! —propuso Lucía.
—Imposible. —Alejandra meneó la cabeza—. En su estado no llegaríamos allí antes de diez minutos. Y dentro de mucho menos esto va a estar lleno de Guardias Verdes y de milicianos de Greene. Necesitamos hablar con el Gato.
—¿Con ese cabrón? —Lucía se retorció, incrédula—. ¡Ni de coña! Casi nos mata.
—Escúchame, carnal. Si alguien puede ayudarnos en este sumidero, ése es Mendoza. —Alejandra resopló y se acomodó de nuevo el AK-47 a la espalda. El arma parecía enorme a su lado y atraía un montón de miradas rencorosas de la mayoría de la gente que se cruzaba con el pequeño grupo—. Así que no mames y agarra a tu amigo por ese lado.
Mendoza, mientras tanto, se había sentado de nuevo a su mesa y acababa con tranquilidad su botella de tequila, como si todo aquel revuelo no fuese con él. El mexicano estaba furioso, pero no dejaba que su estado de ánimo fuese visible. Aquella redada podía echar por tierra su operación, pero también podría lanzarla hacia delante, si se jugaba bien.
—Gato, necesitamos bajar a tu hoyo —dijo Alejandra cuando estuvieron frente al mexicano—. Por favor.
—A mí me vale madre lo que ustedes hagan, Alejandra —replicó—. Todo este lío es por tu culpa.
La mexicana enrojeció hasta la raíz del cabello, pero hizo un esfuerzo ímprobo por controlar su ira.
—Tú tienes tanta culpa como yo. Tú organizaste la pelea y casi desnudas a esta muchacha —dijo—. Así que ayúdanos, por favor.
El mexicano dio una calada a su cigarrillo, con una expresión inescrutable. Finalmente, tiró la colilla al suelo, suspiró y se levantó.
—Vamos por aquí —dijo—. Aún no se por qué diablos hago esto. Espero no arrepentirme.
Mendoza salió a la calle, sin ofrecerse a ayudar a las chicas que arrastraban a un tullido Pritchenko. Caminaron durante un rato hasta llegar a una casa que en un tiempo anterior había sido un bonito domicilio de estilo Tudor, un tanto incongruente en aquel barrio. La falta de cuidados y el hacinamiento habían ajado su antigua belleza. Le faltaban todos los cristales de las ventanas, y el césped del jardín había desaparecido para transformarse en una triste huerta de tomates, marchitos por la humedad.
El mexicano entró en la casa y bajó unas escaleras que llevaban a un sótano. Los bajos olían a gasoil, humedad y podredumbre. Desde un rincón, el esqueleto fosilizado de un ratón sonreía a los visitantes con una mueca sardónica.
Carlos Mendoza deslizó su mano por el muro de ladrillo hasta encontrar lo que estaba buscando. Con un gruñido de satisfacción tiró de una palanca escondida y se apartó de la pared.
Después de un chasquido, una sección entera del muro se desplazó unos cuantos centímetros, dejando ver un cuarto oculto al otro lado. El mexicano les indicó con un gesto que entrasen. Cuando pasaron al cuarto escondido a Lucía se le escapó un grito de sorpresa. Una enorme cama ocupaba un lateral de la habitación, justo debajo de un enorme espejo colgado del techo. De la pared pendían unas esposas de cuero, unos arneses y una parafernalia completa de vibradores, látigos y juguetes sexuales.
—El anterior dueño guardaba su pequeño secretito en el sótano —dijo Mendoza con una risita sardónica—. No quería que sus vecinos supiesen lo que le gustaba hacer aquí con jovencitos. Si tuviésemos tiempo os podría enseñar unos vídeos muy interesantes que grabó aquí. Gracias a ellos descubrimos la existencia de este picadero. Eso sí, tiene que gustaros un tipo de sexo muy sucio.
—Guárdatelo para después —gruñó Alejandra, agotada tras llevar a Viktor tanto tiempo—. Ayúdame a tenderlo en la cama.
Acostaron a Pritchenko sobre las sábanas de raso (con unas sospechosas manchas aquí y allá que las chicas evitaron tocar) y después se sentaron en el suelo a esperar en silencio.
Al principio no pasó nada. Lo primero que oyeron fue el motor de los Hummer rugiendo por las calles y una voz que gritaba algo ininteligible por megáfono. Después, durante un rato, el silencio. Un grifo mal cerrado goteaba, con un chopchop cadencioso que dejó los nervios de Lucía a punto de estallar.
De repente sonaron varios disparos en rápida sucesión, muy cerca. Todo quedó en silencio de nuevo, pero entonces el rugido de un motor a toda velocidad les llegó claramente.
—Están en esta calle —susurró Mendoza, mientras apagaba la luz y los dejaba a oscuras—. Ahora, silencio todo el mundo. Si alguien habla, estamos muertos.
En el piso de arriba se oyó un ruido de maderas astilladas, como si hubiesen lanzado un mueble contra el suelo. Golpes, gritos y varios disparos. Una mujer gritó, angustiada, pero su grito se ahogó de golpe, de una manera antinatural.
En el refugio, el silencio era sepulcral. Olía a sudor concentrado y a miedo. Incluso Mendoza había abandonado su habitual pose de macho y se mantenía en silencio, con los labios apretados y las manos juntas, como en una oración silenciosa.
De repente, uno de los escalones que bajaba al sótano crujió levemente, y poco después, el siguiente. Alguien estaba bajando las escaleras. Fuera quien fuese, silbaba por lo bajo una versión desafinada de Hey Jude, de los Beatles. De vez en cuando hacía una pausa en medio de una estrofa, se oía el ruido de muebles arrastrados y a continuación la melodía seguía en el punto donde la había abandonado, monocorde. Aquello ponía los pelos de punta.
Lucía miró a Viktor y se apartó un mechón de pelo empapado de sudor de la cara. El ucraniano hacía un esfuerzo sobrehumano para controlar su respiración. No tenía demasiada buena cara, pero trató de hacer algo parecido a un gesto tranquilizador.
La persona que estaba al otro lado había acabado de revisar el suelo del sótano y golpeaba las paredes al azar con algo duro, buscando un sonido hueco que le indicase la presencia de un cuarto oculto. Los golpes empezaron por el otro extremo de la sala. Con algo parecido al horror, Lucía contempló cómo Mendoza echaba mano del AK-47 de Alejandra y comprobaba el cargador. La mirada del mexicano no dejaba lugar a dudas. No dejaría que le cogiesen vivo. Aquello implicaba que el resto de los ocupantes del zulo morirían con él, si fuese necesario.
Tumb, tumb, tumb.
Los golpes sonaban cada vez más cerca. Lucía se mordió el borde de la mano, para contener sus ganas de gritar.
Tumb, tumb, tumb.
El tipo había dejado de silbar. Tenía toda su atención puesta en el sonido de la pared.
Tumb, tumb, ¡¡TUMB!!
Alguien gritó de repente desde el piso de arriba. Los golpes cesaron de inmediato y oyeron cómo aquel tipo subía las escaleras pisando con fuerza. Al cabo de un rato, el motor se encendió de nuevo y su sonido se fue alejando hasta perderse en la distancia.
Estuvieron esperando a oscuras y en silencio durante al menos una hora más. No era la primera vez, les susurró Alejandra al oído, que los Guardias Verdes simulaban que se iban y se quedaban sentados, en silencio, esperando que los ilotas más confiados fuesen saliendo de sus refugios. En esos casos los fusilaban sin piedad allí mismo.
Lucía ni siquiera la oyó. Se sentía demasiado cansada, y emocionalmente exhausta. La tensión estaba a punto de acabar con ella.
Las siguientes horas pasaron como en un sueño. En algún momento, alguien le acercó una botella de agua y un bocadillo, pero no comió ni bebió. Simplemente recostó su cabeza sobre las piernas de Viktor y se dejó llevar por su mente a un lugar muy lejano y mucho mejor que aquel sótano sórdido y mugriento.
Finalmente, la noche cayó y Mendoza decidió que ya era prudente salir del agujero. Con cuidado, abrió la puerta y se asomó al exterior procurando hacer el menor ruido posible. Si aún había hombres de Greene en el piso de arriba (algo poco probable, pues no se había oído un solo ruido en las últimas seis horas) no quería darles la oportunidad de cazarlos como a conejos en la puerta de su madriguera. Tras cerciorarse de que no había moros en la costa dio la señal al resto del grupo para que saliesen.
Parecía que hubiera pasado un huracán por la casa. Docenas de muebles destrozados se mezclaban en el suelo con trozos de vajilla rota y restos de ropa. Habían vaciado los armarios por las ventanas, como si un poltergeist enloquecido hubiese arrasado a conciencia todo el barrio. En algunos lugares se veía el parquet o las tablas del techo arrancadas, allí donde los Guardias Verdes habían localizado algún escondrijo oculto. Pero lo más perturbador, sin duda, era la sangre.
—¿Qué le va a pasar a toda esa gente? —preguntó Pritchenko, entre toses sanguinolentas.
—Se los llevan al tren. —Mendoza maldijo por lo bajo—. Pero esta vez han ido demasiado lejos. La Ira de los Justos está a punto de llegar.