26

Gulfport, edificio del ayuntamiento

Cinco horas antes

El día estaba siendo una auténtica pesadilla. Descubrir que era colaborador involuntario en una operación planificada de asesinato masivo ya era bastante malo de por sí, pero cuando me enteré de que mi pareja había huido de casa rumbo al corazón del gueto, sentí de repente que el mundo dejaba de girar. Viktor se apoyaba en el quicio de la puerta, jadeante y cubierto de sudor y me contemplaba con una expresión de impotencia en su rostro. Aquello hacía que me sintiese mil veces peor.

—¿Cómo que se ha ido? ¿A Bluefont? ¿Cuándo ha sido eso? ¿Cómo lo sabes? —comencé a ametrallar a preguntas al pobre Pritchenko, sin darle casi tiempo a respirar.

Prit se dejó caer en una silla, resoplando, mientras me contaba cómo había encontrado la nota en la habitación de Lucía. Yo le escuchaba a medias, porque mi cabeza estaba tramando un plan alternativo a toda velocidad. El problema estaba en que mi plan alternativo era una auténtica basura, por decirlo de una manera suave.

—Viktor, tenemos que salir de aquí cuanto antes —dije mientras comenzaba a revolver frenéticamente los papeles encima de mi mesa—. Tendremos que dividirnos. Tienes que localizar a Lucía en el gueto y traerla de vuelta a este lado de la valla. Yo, por mi parte, intentaré conseguir un medio de transporte, provisiones y armas. Estando dentro del ayuntamiento debería ser fácil.

—¿Irnos? —El ucraniano arqueó las cejas, perplejo.

—Ya te lo explicaré después. Sólo puedo decirte que Lucía tenía razón. Este sitio está enfermo, podrido, y no podemos quedarnos aquí ni un minuto más. —Comencé a arrojar carpetas al suelo con furia, a medida que las iba descartando—. Estoy seguro de que por aquí he visto algo parecido a un pase, ¡joder!

Pritchenko apoyó la mano en mi brazo y me detuve, jadeando. Notaba algo parecido al pánico. Si a Lucía le pasaba algo por mi culpa no me lo perdonaría nunca. Además, todas las alarmas que me habían mantenido con vida hasta aquel momento estaban zumbando a todo volumen. Algo malo estaba a punto de suceder. Y estaba perdiendo los nervios.

—No te preocupes por el pase —dijo, con tranquilidad—. Nuestra muchachita es muy lista, pero si ella ha podido pasar sin ayuda al otro lado de la alambrada, yo también podré hacerlo. No puede ser peor que en Chechenia.

—Puede ser peor, Viktor, créeme —repliqué, sombrío.

Viktor me miró con sorpresa, pero no dijo nada más. El ucraniano se fiaba plenamente de mí, y sabía que el tiempo de las explicaciones vendría más tarde. Nos dimos un fuerte y largo abrazo antes de despedirnos. Por un momento nos miramos, consternados. Éramos conscientes de que aquélla era la primera vez que nos separábamos desde que nos habíamos conocido.

—Ten cuidado —le dije—. Piensa que estaré a tu lado para cubrirte el culo si la cagas.

—Ten cuidado tú —me replicó con una sonrisa que transmitía más confianza que la que realmente debía de sentir—. Aunque al fin y al cabo, no sé de qué me preocupo. Tan sólo tienes que robar un cochino barco. Eso lo haría hasta mi tía Ludmila, que estaba medio ciega y oía sólo por las mañanas.

Nos estrechamos las manos con fuerza y sonreí, adivinando el intento de Viktor por tranquilizarme. El teléfono de la mesa comenzó a sonar de golpe, rompiendo el hechizo.

Mientras descolgaba el auricular y volvía a colgarlo sin atenderlo, el ucraniano se dirigió hacia la puerta, pero cuando estaba a punto de salir se volvió. Nos miramos y por un instante sentí que una sombra oscura planeaba sobre el despacho. Tenía un mal presentimiento, pero no quería preocupar innecesariamente a mi amigo.

En cuanto Viktor se marchó, me puse la chaqueta y me fui sin prestar atención a mi secretaria, que sacudía un montón de notas en una mano y una taza de café en la otra. Si todo iba bien, por la noche Viktor ya debería de estar de vuelta junto con Lucía, y mientras tanto yo debería haber conseguido un barco. Había descartado desde un principio el transporte terrestre, por demasiado peligroso, y el aéreo, porque no sabía dónde estaba el aeropuerto, si es que había; además, los helicópteros estarían seriamente vigilados. Eso me dejaba apenas doce horas y un montón de cosas por hacer entretanto.

Lo primero de todo era cubrir mi rastro. Di la vuelta y tras beber un sorbo de la taza de café (que era igual de malo que el otro y además estaba tibio) le dije a Anne Sue que me sentía mal y que me iba a casa a descansar. Era una excusa muy débil, pero para unas pocas horas sería suficiente, en el caso de que a alguien se le ocurriese ir a buscarme al despacho. A continuación, salí y comencé a recorrer los pasillos atestados del ayuntamiento, fijándome en los carteles de las puertas. Tardé tres minutos en encontrarme frente a un despacho donde ponía «Servicio de Transportes».

Llamé a la puerta, pero nadie contestó. Cauteloso, giré el pomo y asomé la cabeza al interior. Era la hora del almuerzo, (por eso hay tanta gente en los pasillos, idiota) y allí no parecía quedar nadie. Era el momento perfecto.

Sintiéndome como un ladrón, me deslicé detrás del escritorio más grande de aquel despacho compartido por al menos cuatro personas. Me senté delante del ordenador y suspiré aliviado al contemplar la pantalla. Todo el sistema estaba protegido por claves personales, pero el usuario de aquel puesto, como la mayor parte de la gente que trabaja habitualmente delante de un ordenador, había abandonado el asiento sin preocuparse de cerrar la sesión. Comencé a navegar por la base de datos de Gulfport, buscando un medio de transporte que pudiera solucionar nuestro problema. Al cabo de un instante una sonrisa lobuna asomó en mi cara.

Ahí está, pensé. Justo lo que necesitamos.

Tal y como sospechaba, en una ciudad de residentes acomodados como Gulfport tenía que haber a la fuerza un montón de veleros de recreo amarrados en un muelle deportivo. Delante de mí tenía una lista de media docena de barcos calificados como «veleros auxiliares de vigilancia», fondeados en la dársena doce. Eso quedaba muy cerca de donde había echado el ancla el Ithaca.

Uno de ellos, el White Swan, tenía todas las papeletas para ser el elegido. Era un enorme yate de más de veinte metros, mucho mayor que cualquier otro barco que nunca hubiese patroneado, pero resultaba perfecto para navegar por las traicioneras aguas del Caribe. En la ficha aparecía una clave de diez dígitos, que se correspondía con los documentos de autorización. «Imprescindible acompañar documentos con el permiso», rezaba el cartel de aviso de la pantalla.

Maldije por lo bajo. Sin los documentos, los guardias del puerto no nos permitirían acceder hasta el barco. Por supuesto, podríamos intentar llegar por la fuerza, pero eso llamaría inevitablemente la atención. Y eso contando con que consiguiésemos abrirnos paso a tiros. Tenía que localizar aquellos papeles como fuera.

Con el sudor corriendo por mi espalda, comencé a revolver en todos los cajones de las mesas. De vez en cuando echaba una mirada hacia la puerta, temiendo que en cualquier momento alguien la abriese y me pillase con las manos en la masa. Sería muy difícil explicar qué estaba haciendo allí, si me cogían.

Al cabo de un rato resoplé furioso. Había abierto todos los archivadores y cajones y, aunque había encontrado los papeles de permiso y el cuño correspondiente, aún me faltaban los documentos de autorización del barco. Por un momento temí que estuviesen a buen recaudo en otra parte (incluso en el despacho del propio Greene), pero aquello no tenía ningún sentido. Había demasiados vehículos en la ciudad para que el reverendo llevase aquel asunto menor personalmente. De golpe, mi mirada se detuvo en una caja fuerte empotrada en una pared. Por supuesto, pedazo de burro.

Apoyé la mano en el tirador de la caja. Era un modelo moderno, no demasiado grande, pero con aspecto de ser muy robusta. Después de elevar una oración silenciosa giré la manilla.

Evidentemente, estaba cerrada.

Una bola de hielo se formó en mi estómago. Aunque sabía cómo abrir cerraduras sencillas con un alambre y un par de radiografías, aquella cerradura quedaba mucho más allá de mis posibilidades. De repente, una idea absurda se materializó en mi mente. Me dirigí de nuevo al escritorio más grande y comencé a revolver cajones y papeles, buscando algo que ni siquiera sabía si existía. Cuando levanté el teclado del ordenador y le di la vuelta, tuve que hacer un esfuerzo para contener un grito de alegría. Allí pegada había una tira de papel con una combinación. Típico de un funcionario demasiado agobiado por el trabajo y sin tiempo para molestarse en memorizar una clave.

Con el teclado debajo del brazo, me planté de nuevo delante de la caja e introduje la combinación. Un chasquido seco sonó desde dentro de la puerta, cuando el circuito electrónico desbloqueó los barrotes y la puerta se abrió.

En el interior de la caja había un montón de papeles cuidadosamente plastificados y ordenados. Me llevó tan sólo unos segundos localizar los documentos del White Swan. Y entonces, justo cuando acababa de metérmelos en un bolsillo y estaba cerrando la caja, el pomo de la puerta se giró y alguien entró en el despacho.

Tuve el tiempo justo de lanzarme dentro del pequeño aseo compartido del despacho antes de que un hombre calvo, de unos cincuenta años, entrase. El tipo sujetaba una hamburguesa grasienta en una mano, mientras que en la otra sostenía un teléfono móvil por el que no dejaba de hablar.

—Ya lo sé, ya lo sé. Escúchame, cariño, en cuanto llegue a casa te prometo que te llevo a cenar por ahí. Lo que pasa es que… sí, claro que te escucho.

El hombre mantenía una cháchara intrascendente mientras se sentaba en uno de los puestos y buscaba algo encima de su mesa. De repente me di cuenta de que aún tenía el teclado del ordenador de la otra mesa debajo de mi brazo. Si a aquel tipo se le ocurría levantar la vista y mirar el puesto de trabajo de su compañero, posiblemente le sorprendería un montón el hecho de que un teclado hubiese salido a dar una vuelta.

Afortunadamente, el hombre parecía estar bastante más ocupado hablando con la persona al otro lado del teléfono que en fijarse en lo que le rodeaba. Desde el interior del baño, con la puerta abierta tan sólo un milímetro, le observaba mientras esperaba a que se largase de allí. El baño se había readaptado como improvisado almacén de archivadores y carpetas, y la atmósfera estaba impregnada de minúsculas motas de polvo. Tuve que hacer un esfuerzo heroico para contener un estornudo mientras el funcionario continuaba charlando sin cesar. Cuando ya estaba pensando que tendría que salir de golpe y reducir a aquel tipo antes de que llegase más gente (algo más fácil de decir que de hacer, pues el calvo era una auténtica montaña de carne y grasa), el tipo se despidió con un beso de la otra persona, recogió su hamburguesa y una carpeta de encima de su mesa y salió de la habitación.

Esperé unos segundos, para cerciorarme de que no había olvidado nada (y de paso calmar un poco los latidos de mi corazón) antes de atreverme a salir de nuevo. Coloqué el teclado en su sitio, hice una última inspección por si se me pasaba algo por alto y salí con cuidado de no cruzarme con nadie.

Mientras caminaba por el pasillo, notaba cómo me temblaban las piernas. La primera parte estaba lista. Ya sólo me quedaba conseguir armas y provisiones.

Al girar una esquina me tropecé de golpe con la señora Compton. La rechoncha secretaria del reverendo me contempló con suspicacia.

—Ah, señor, acabo de hablar con Ann Sue. Me ha dicho que no se sentía usted demasiado bien y que se iba para casa. Lo cierto es que tiene mal aspecto.

Sonreí tembloroso. Tenía el rostro lleno de sudor, y sospechaba que parte del polvo de aquel cuartucho debía de haberse depositado sobre mi piel, dándome un aspecto grisáceo. Sin duda un aspecto poco tranquilizador.

—Debería pasar por el hospital, antes de irse a casa. Puede que esté incubando una gripe, o algo por el estilo.

—Oh, no creo que sea necesario —me excusé—. Esto es algo que se cura solo. Además, el hospital está en la otra punta de la ciudad, por lo que he podido ver, y seguro que pierdo más tiempo en ir y esperar allí que en…

—Insisto en que le vea un médico —me interrumpió la señora Compton. De repente, el rostro de la secretaria se iluminó—. ¡Espere un momento! No será necesario que vaya al hospital.

—¿Ah, no? —murmuré, esperanzado. El tiempo corría y tenía que deshacerme de aquella pesada cuanto antes sin levantar sus sospechas.

—Tengo una idea estupenda —dijo la señora Compton mientras me cogía del brazo y prácticamente me arrastraba por el pasillo—. En el ala sanitaria del ayuntamiento están los médicos del equipo del doctor Ballarini. Aunque sea un italiano papista es una excelente persona y un gran médico. Estoy segura de que no le importará echarle un vistazo, pese a lo ocupado que está con su trabajo. El reverendo le tiene en gran estima, ¿sabe?

—¿Y eso por qué? —pregunté.

—Ballarini y su gente llegaron del CDC [5] de Atlanta a las dos semanas de haber cerrado el Muro en torno a Gulfport, alabado sea el Señor. Fue una suerte que una patrulla de nuestros chicos los encontraran ahí fuera. Esas criaturas del Anticristo, esos No Muertos, los habrían reducido a trozos de carne en pocos días. Los científicos siempre están pensando en sus cosas y no se fijan en lo realmente importante. —La secretaria frunció el ceño—. Y estoy segura de que ni siquiera rezan lo suficiente.

—¿Científicos? —Comenzaba a sospechar que la pieza que me faltaba del puzle estaba a punto de encajar—. ¿Y por qué son tan importantes?

La señora Compton me miró con los ojos muy abiertos, como si sospechase que le estaba tomando el pelo.

—¿No lo sabe? —me preguntó—. El Cladoxpan es cosa de ellos. Ha sido Ballarini y su equipo quienes lo han desarrollado.

La impresión que me causó aquella revelación me dejó en silencio durante un buen rato, mientras la mujer me arrastraba por pasillos y escaleras. El Cladoxpan. Aquel producto misterioso que permitía ralentizar la infección del TSJ, pero que era incapaz de curarla. Me había estado rompiendo la cabeza, pensando cómo un predicador fanático como Greene había llegado a poseer semejante producto, pero sólo en ese momento lo comprendí. El CDC de Atlanta era el centro de investigación vírico más importante del mundo antes del Apocalipsis. Se suponía que únicamente en algún lugar desconocido de la antigua Unión Soviética podría existir algún lugar con instalaciones y conocimientos semejantes. Si en algún sitio se podía encontrar un remedio contra el TSJ era allí.

Y resulta que un equipo de aquel centro había acabado en Gulfport después de que Atlanta fuese arrasada. Desde luego, había que reconocer que el jodido Greene había tenido suerte. Con aquella gente en sus manos, le había tocado la Lotería Más Grande del Mundo.

Mientras pensaba todo esto, habíamos llegado a una puerta custodiada por dos Arios de la Guardia Verde. Los dos skin heads descansaban tras una mesa, con un aspecto muy poco formal. Uno de ellos ojeaba con aire aburrido un viejo ejemplar de Playboy, mientras el otro se dedicaba a limpiarse meticulosamente las uñas con un mondadientes. Tenían un aspecto aburrido en aquel pasillo, y sospechaba que ése era uno de los peores destinos al que un Ario podía ser destinado dentro de la ciudad. Sin embargo, el par de M16 apoyados sobre una mesa y los pesados revólveres que colgaban de sus cinturones hacían que cualquier objeción sobre su aspecto quedase en un segundo plano.

—Señora Compton, buenos días, señora. —Al ver a mi acompañante, el Ario de la revista la hizo desaparecer debajo de la mesa a tal velocidad que por un instante pensé que se había volatilizado. El otro tipo, el de las uñas, arrojó el mondadientes al suelo y se puso en pie, obsequioso.

—Buenos días, chicos. ¿Cómo estáis? —dijo Compton, observándolos con los brazos en jarras—. No os habréis metido en ningún lío estos días, ¿verdad?

—No, señora Compton —respondieron ambos a dúo. Resultaba cómico contemplar a aquellos dos tipos brutales y tatuados comportándose como niños regañados ante la figura pequeña y regordeta de la señora Susan Compton.

—¿Ah, no? —contestó ésta, hiriente—. Entonces me pregunto por qué el señor Grapes os ha endilgado esta guardia. Seguro que no ha sido por vuestra belleza sin par.

Los dos Arios farfullaron una respuesta ininteligible mientras agachaban la cabeza. De golpe comprendí que a quien temían no era a la señora Compton, sino a lo que ésta pudiera contarle al reverendo Greene o a Malachy Grapes, el líder de los Arios.

—Tengo que pasar a ver a Ballarini y su gente. Abridme, por favor.

—Verá, señora Compton —murmuró uno de los Arios—, no hay problema en que usted pase, pero este hombre —el tipo levantó el brazo y me señaló, como si hubiese alguien más allí y fuese necesario aclarar a quién se refería— no puede pasar. No está autorizado.

—Tonterías. —La señora Compton movió la mano como si apartase una mosca molesta—. Este caballero trabaja en el ayuntamiento. Lleva la Oficina de Ilotas Hispanos. Y además es el jefe directo de mi sobrina Ann Sue. Yo respondo por él.

Los Arios la miraron confusos durante unos segundos. Finalmente, el tipo de las uñas, que parecía llevar la voz cantante, se encogió de hombros.

—De acuerdo… si usted lo ordena —dijo mientras sacaba un pesado fajo de llaves y abría las tres cerraduras de la puerta—. Pero tienen que firmar en el registro.

Obediente, estampé mi firma en el registro, justo debajo de la de la secretaria de Greene. A continuación, cruzamos el umbral mientras me preguntaba con qué demonios me iba a encontrar un poco más allá.