A la mañana siguiente, el cielo seguía plomizo sobre Gulfport. Con la luz del día, la miseria y las montañas de desechos del gueto quedaban a la vista, poniendo de relieve la auténtica naturaleza de aquel lugar. No había demasiadas ratas, sin embargo. Las que no cazaban las bandas de niños hambrientos caían en las fauces de alguno de los muchos perros que vagabundeaban entre las casas, mendigando algún despojo. Casi todos los perros habían sobrevivido al Apocalipsis, pero apenas quedaban gatos vivos. Ése era un misterio que todavía nadie había acertado a resolver.
Carlos Mendoza se despertó con la sensación de que un enano psicópata con un martillo lleno de púas se había instalado dentro de su cabeza y se divertía aplastando su cerebro. Se había quedado dormido sobre una de las mesas del local. El suelo estaba lleno de parroquianos que roncaban o se desperezaban mientras Morena, la patrona del establecimiento (que no tenía mucho mejor aspecto que el propio Carlos), los iba despertando a patadas.
—¿Qué hora es? —murmuró con voz pastosa mientras sacaba un cigarrillo arrugado y se lo ponía en la boca.
—Eso ya no importa mucho, Carlitos —contestó Morena mientras propinaba un puntapié a un tipo barbudo y lleno de tatuajes—, pero desde luego, ya es de día.
El mexicano gruñó y, de repente, se acordó de la chica encerrada en el escondrijo oculto.
—Tomás, Adrián, sáquenme a la gachupina del agujero, muchachos.
Los dos hombres apartaron una mesa (y al tipo que dormía sobre ella) para poder abrir la trampilla. El primero de los dos comenzó a bajar las escaleras mientras el otro aguardaba arriba. De repente, un aullido de dolor despertó del todo a los que aún quedaban durmiendo.
—¡Aaaaargg, pinche cabrona, me ha rajado! —gritó el hombre.
Se oyó una lucha furiosa en el agujero y de pronto apareció de nuevo, mientras subía la escalera con Lucía a rastras. El tipo tenía un profundo tajo en el brazo izquierdo, y sujetaba a Lucía por el cuello con su brazo derecho. La joven blandía el gollete roto de una botella, pero la falta de oxígeno estaba a punto de dejarla inconsciente.
—¡Órale, Tomás, suelta a la chava, que la vas a matar! —masculló Mendoza mientras se enjuagaba la boca con un trago de licor. El mexicano sentía renacer su enfado de la noche anterior al ver el rostro pálido de la joven tumbada en el suelo.
Lucía trató de arrastrarse hasta la puerta, pero de repente notó que alguien la cogía por el pelo y la ponía en pie de un fuerte tirón. El dolor fue tan intenso que sintió cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.
—¿Adónde vas, zorrita? —Era el hombre llamado Tomás—. Aún tenemos que hablar contigo.
—Suéltala, Tomás —dijo Mendoza, con voz cortante—. Estás sangrando y puedes salpicar a la muchacha.
El hombre miró a Lucía con resentimiento durante unos segundos, pero, obediente, la soltó. De repente, y como si hubiese tenido una idea de última hora, cogió el borde de la camiseta de la chica y se la desgarró de arriba abajo, dejándola con los pechos al aire.
—Me quedo con esto —dijo, levantando el trozo de camiseta que había quedado en su mano—. Para envolverme la herida.
Lucía sólo tuvo tiempo de cruzar los brazos sobre sí misma para tapar sus pechos cuando Mendoza la sujetó de nuevo.
—Bien, ahorita vas a contarme qué diablos estás haciendo aquí… —gruñó, amenazador—. Y más vale que me gusten las respuestas, porque…
El mexicano se interrumpió cuando la puerta del local se abrió de golpe, en medio de un torbellino de aire húmedo y lluvia. Una figura chorreando agua se detuvo en la penumbra mientras observaba la escena. Era bajo y fornido, pero eso era todo lo que se podía adivinar desde el interior.
—Si aprecias en algo tus cojones será mejor que te alejes de ella ahora mismo, amigo. —La voz de la figura en sombras era suave, pero amenazadora. Sonaba como un generador sobrecargado de tensión a punto de explotar.
—¡Viktor! —El alivio en Lucía era tan evidente que casi se podía tocar.
—Lucía, cariño, ven hacia mí. —El ucraniano se erguía amenazador en medio de la estancia, con el aspecto de un pequeño bull terrier cabreado, mientras observaba sin parpadear a Mendoza y a los demás hombres de la sala. Un charco de agua se estaba formando a sus pies, pero nadie parecía reparar en ello.
—Y una mierda —replicó el Gato, soltando a Lucía—. La señorita no se va hasta que yo lo diga.
—Eso no es una buena idea —contestó Pritchenko mientras se rascaba detrás de una oreja con la punta de su enorme cuchillo.
—¿Ah, no? ¿Y eso por qué? —Sin esperar respuesta, Mendoza continuó hablando mientras hacía una discreta seña a los hombres situados en una de las mesas—. Hay que reconocer que tienes cojones. Es la primera vez que veo que un Ario se mete en solitario en el gueto.
—No soy uno de esos estúpidos Arios —contestó Viktor, con un tono de voz sospechosamente calmado—. Y te he dicho que sueltes a la chica. Es la última vez que te aviso.
—¡Eso cuéntaselo a ellos! —gritó Mendoza haciendo una rápida señal.
Dos hombres situados junto a la puerta saltaron a la vez sobre Viktor, uno desde cada lado. Prit, en una décima de segundo, parpadeó dos veces, separó los pies y, sin inmutarse, giró ligeramente su brazo derecho de forma que la hoja de su cuchillo se clavó hasta el fondo en el pecho del individuo que le atacaba desde ese lado. El tipo emitió un gorgoreo apagado y cayó en brazos del ucraniano con la incredulidad pintada en su cara. Sin soltarlo, tiró del cuerpo y lo utilizó para cubrirse del navajazo que le lanzaba el otro. Aprovechando el momento de desconcierto del sicario, que contemplaba confundido la navaja asomando por la espalda de su compañero, disparó el brazo contra su mentón. El puño del ucraniano impactó con un chasquido seco y la cabeza del hombre salió despedida hacia atrás. El tipo trastabilló, con los ojos en blanco, y se derrumbó en el suelo como un fardo de trapos.
Viktor lanzó el cadáver contra otros dos tipos que se incorporaban a la refriega, antes de lanzar una patada demoledora contra la entrepierna de un gigantón negro cubierto de tatuajes que se le acercaba de forma amenazadora. El tatuado soltó un chillido ahogado y se dejó caer sobre el piso hecho un ovillo, apretando sus maltratados testículos.
Al ucraniano le dio tiempo a golpear a otros dos individuos (y a partirle a uno de ellos el brazo, con un escalofriante chasquido seco) antes de que un puñetazo le alcanzase en la sien.
Viktor se tambaleó mientras su visión se volvía borrosa a causa del golpe. Lanzó dos patadas, pero de repente notó un dolor agudo en un costado, cuando un bate de béisbol golpeó su pecho. El ucraniano boqueó, sintiendo una punzada aguda al respirar. Me han roto un par de costillas, le dio tiempo a pensar antes de que una patada bestial en la espalda lo lanzase de rodillas al suelo. Desesperado, sujetó una botella que había rodado por el suelo en medio de la refriega y la partió en la cara de otro tipo que se inclinaba sobre él con otra navaja. Los cristales rotos provocaron media docena de cortes en el rostro del sujeto, que se retorció de dolor, tratando de arrancarse una astilla de cristal de uno de sus ojos. Viktor intentó levantarse, aprovechando el breve espacio que había creado el Tuerto al retroceder, pero ya tenía demasiados adversarios a su alrededor.
Sus rivales sólo conocían técnicas de pelea de taberna, pero eran demasiados. De golpe, el ucraniano comprendió que iba a morir allí.
Con un último esfuerzo, lanzó un rugido y se abalanzó contra los tres tipos que estaban más cerca. Éstos, sorprendidos, dieron un paso atrás y Pritchenko aprovechó ese pequeño instante de vacilación para golpear de forma salvaje el cuello del primero de ellos con el canto de una mano, con un golpe seco que dejó al pobre diablo tratando de respirar a través de su tráquea rota. De repente, algo le golpeó en la cara con tanta fuerza que notó cómo su tabique crujía de manera ominosa. Cayó de espaldas, a causa del impacto, y en ese momento lo rodearon y comenzaron a patear su cuerpo ovillado.
—¡Lucía! ¡Corre! —pudo gritar entre espumarajos de sangre, antes de que una patada certera en el cuello le hiciese caer redondo.
Mendoza contemplaba la pelea, atónito. Aquel tipo pequeño y de aspecto bonachón al que estaban moliendo a patadas había matado a dos hombres y dejado fuera de combate a otros tres en menos de un minuto.
De repente, un disparo atronó dentro del pequeño espacio de la taberna. Todos se volvieron sobresaltados, excepto Pritchenko, que ya yacía inconsciente en el suelo. En la puerta, Alejandra, con un AK-47 humeante en las manos, apuntaba hacia el techo, pero de tal manera que con un simple gesto podía bajar el cañón y ametrallar a todo aquel que estuviese dentro del local. Morena, la camarera, pegó un gritito asustado y se escondió detrás de la barra como si de repente se hubiese abierto una trampilla bajo sus pies.
—¡Quieto todo el mundo! —gritó la mexicana, con voz temblorosa—. ¡Apartaos de él! ¡Y tú, Gato, mucho cuidado! Sé que llevas una pistola escondida en la bota, así que no mames, ¿de acuerdo?
Los tipos que estaban pateando a Pritchenko se apartaron del cuerpo caído del ucraniano sin perder de vista la boca del cañón de Alejandra. Por su parte, Lucía aprovechó el momento de distracción general para correr al lado de la mexicana.
—¿Te has vuelto loca? —siseó Mendoza, furioso—. Se supone que no hay armas de fuego dentro del gueto, pedazo de estúpida. Ese disparo debe de haberse oído en la otra punta de la ciudad. En menos de diez minutos toda la jodida Guardia Verde de Greene estará por aquí.
—El que se ha vuelto loco eres tú, Mendoza —replicó Alejandra, altiva—. Encierras y desnudas a una muchacha y después le dais una paliza a este hombre hasta casi matarlo. Eso es algo que harían Greene y sus pinches Arios, pero no nosotros. Eso es algo propio de los cerdos que viven al otro lado de la valla, pero no de nosotros. Te comportas como si tuvieses el cerebro tan podrido como esos No Muertos de ahí fuera. ¿Y después te atreves a decir que nosotros somos los Justos y los otros son los Malvados? ¿Qué cojones os pasa?
La mayoría de los presentes bajaron la mirada, confundidos o avergonzados. Sin embargo, Mendoza seguía con sus ojos clavados en Alejandra, lanzando chispas de furia.
—Pueden ser espías —barbotó.
—Ella ha venido porque la invitaste TÚ. Y lo que de verdad te pasa es que jode tu orgullo de macho mexicano que no haya venido a abrirse de piernas para ti, sino a negociar contigo. Y en cuanto a él —Alejandra señaló el cuerpo de Viktor con el mentón—, si fuese un espía ya estaríamos rodeados por los hombres del reverendo.
Mendoza gruñó, reacio a dar su brazo a torcer. Sin embargo bajó los brazos y se sentó de nuevo en el taburete. De inmediato, la atmósfera dentro de la sala se relajó varios grados.
—Está bien —dijo mientras se volvía hacia Lucía—. Ayudad a esos de ahí. Y tú, Morena, busca algo que pueda ponerse la señorita, a la que creo que le debo una sincera disculpa…
Lucía no prestó atención a las palabras del mexicano, ya que se había arrodillado al lado de Pritchenko. La joven no pudo contener las lágrimas al contemplar el rostro de su amigo. La nariz estaba terriblemente desviada hacia un lado y la boca no paraba de sangrar. Sin percatarse de que tenía el pecho al aire, rasgó un jirón de su camiseta destrozada y limpió como pudo la sangre de la cara del ucraniano.
—Viktor, por favor —rogó con voz temblorosa—. Viktor no te mueras, por favor.
El ucraniano gimió y tosió varias veces. Apoyado en un codo, escupió un pedazo de diente en medio de un esputo de sangre, antes de gemir de dolor al palparse las costillas.
—No me voy a morir —gruñó—. No de ésta, al menos. Estos tipos pegan como nenazas.
—¡Oh, Viktor! —Lucía, emocionada, propinó un abrazo a Pritchenko que arrancó un nuevo gruñido de dolor del ucraniano—. Lo siento, Viktor —dijo, aliviada—. Dime, ¿cómo sabías que estaba aquí?
—Esta mañana al despertarme vi que te habías ido y leí la nota. —El ucraniano miró hacia los lados antes de continuar, bajando la voz—: Avisé a-quien-ya-sabes y después me acerqué hasta Bluefont. No fue difícil encontrar el puente. Anoche llovía y dejaste un rastro en el barro fresco de la orilla que encontraría hasta un ciego. Tu amiga del fusil —señaló a Alejandra, que se había arrodillado a su lado y que estaba restañando las heridas de la cara de Viktor con una expresión sonriente en su boca— me indicó el resto del camino, no sin antes hacerme limpiar todo el rastro.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —dijo Lucía con las lágrimas a punto de saltarle de los ojos de nuevo. Luego cogió una blusa algo ajada que le pasaba Morena—. Lo siento todo tanto que…
De repente, el aullido de una sirena a lo lejos los interrumpió. Era un gemido que subía y bajaba con una cadencia particular. Aquel sonido parecía haber agitado a todo el mundo, pues la gente corría de un lado a otro, con el aroma del pánico flotando en el aire.
—¿Qué es eso? —preguntó Lucía.
—Son malas noticias —replicó Alejandra—. Tenemos que ocultarnos.
—¿Por qué? —murmuró Viktor, mientras trataba de incorporarse.
—Es una redada —contestó Alejandra—. Y esta vez van a venir enfadados de verdad.