Mendoza se incorporó de golpe en su camastro, empapado en sudor. Por unos instantes fue incapaz de orientarse, mientras su mente se desprendía de las últimas telarañas del sueño.
Otra vez. He vuelto a soñar con eso otra vez.
Se levantó y con cuidado de no pisar a nadie se acercó hasta el barreño lleno de agua. Todas las noches, desde el día que había llegado a Gulfport, la escena del día en que había sido rescatado le asaltaba en sueños. El mexicano sumergió la cabeza en el barreño y después levantó la cabeza de golpe, proyectando su pelo hacia atrás.
Es sólo un sueño. Un maldito recuerdo que vuelve, una y otra vez.
No había pasado ni una noche desde que había llegado a Bluefont sin que el recuerdo del día en que una patrulla errante de ilotas le había encontrado agonizando asaltase su mente. Era su monstruo particular, su sombra del pecado.
Me acompañará mientras viva. Cuanto antes lo acepte, mejor.
Carlos Mendoza odiaba Gulfport y todo lo que representaba. Su odio tenía la fuerza y la intensidad de la llama de un soplete, y era esa ira lo que le mantenía vivo y le permitía seguir adelante. Era adicto al Cladoxpan desde el día en que aquel anciano No Muerto le había mordido. No era el único; de hecho eran muy pocos los habitantes de Bluefont que no necesitaban de aquella extraña bebida para sobrevivir. Carlos no podía vivir sin ella, pero aquella vida de esclavitud física le resultaba odiosa, casi tanto como las redadas en el gueto.
Se puso rápidamente una chaqueta militar y se abrochó las botas. Después se trenzó el largo pelo mojado en una coleta que le caía por la espalda y evitando hacer ruido salió de la habitación que compartía con otras siete personas. Era un jefe de grupo, y por derecho le correspondía una cama (la única cama de la habitación, en realidad, lo cual le venía muy bien para echar un polvo rápido de vez en cuando), pero aquel día se lo había cedido a la mujer embarazada de un brasileño del cual no sabía ni siquiera el nombre. Carlos siempre se preguntaba cómo diablos aquellos dos habían acabado tan lejos de su país. En la mente del mexicano, incluso con No Muertos, cualquier playa brasileña era mucho mejor que aquel agujero dejado de la mano de Dios.
Bajó las escaleras y cruzó la calle a la carrera. La lluvia arreciaba, inundando el asfalto de Bluefont, que hacía tiempo que había perdido el fabuloso estado que tuvo en su día. Enormes socavones aquí y allá se transformaban en piscinas bajo la lluvia, y el mexicano tuvo que sortearlas con cuidado antes de llegar a la puerta del Gallo Rojo, una de las varias cantinas clandestinas del gueto.
Al entrar, una bofetada de calor humano, áspero y húmedo le asaltó la nariz. Olía a ropa mojada, sudor, tabaco y alcohol. Aunque en el gueto faltaba casi de todo, cada vez que salían de expedición para abastecer a la Ciudad Blanca de Gulfport, varias cajas se «perdían» antes de llegar al almacén, por lo que las bebidas alcohólicas y el tabaco circulaban con facilidad. Incluso se había organizado una especie de mercado negro entre los dos lados de la valla, ya que el reverendo Greene no veía con buenos ojos que «el humo de Satanás y la sangre de Belcebú» entrasen en Gulfport.
—Hola, Gato —le saludó afectuosamente la camarera, una mujer gruesa y de grandes pechos que parecían mantener el escote de su vestido al límite de su resistencia—. Menuda nochecita, ¿verdad?
—Y que lo digas, Morena —replicó el mexicano mientras se sacudía el agua de la ropa. Muchos de los clientes le saludaron y, sin que él lo pidiese, le hicieron un hueco en la barra—. Dame una botella de tequila y consígueme algo para comer, preciosa.
La mujer puso una botella de José Cuervo delante de Mendoza y un plato de frijoles que parecían haberse peleado con el mundo.
—Vamos —se quejó Carlos Mendoza—. ¿No tienes nada mejor?
—Es lo que hay, Carlitos —replicó la otra, dándole un palmetazo en la mano—. Bebida, mujeres y tabaco, todo lo que quieras, pero de esto vamos justos.
El mexicano se encogió de hombros, resignado, y vació de un trago el primer chupito de tequila de la noche. Quince minutos más tarde, con los frijoles en el estómago y un cuarto de botella de tequila calentándole el cuerpo, empezó a sentirse bien por primera vez desde que se había despertado en medio de la noche.
Y fue entonces cuando su vida comenzó a complicarse de verdad.
La puerta de la cantina se abrió de golpe por segunda vez en la noche y una ráfaga de viento y lluvia se coló dentro del local, haciendo temblar las llamas de las lámparas de aceite que iluminaban el recinto. Varios clientes gruñeron y se quejaron, pero las dos figuras de la puerta no parecían decididas a entrar. Finalmente, la más baja de las dos cruzó la puerta, arrastrando a la otra.
—!Gato! —dijo la más baja—. ¡Por fin te encuentro, pendejo! Tengo una sorpresa para ti, wey.
Mendoza se quedó clavado en la silla, preguntándose si el tequila no le estaría provocando alucinaciones. Y es que junto a Alejandra se erguía la figura de Lucía, con la ropa empapada pegada a la piel, los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada de cierva asustada en los ojos.
—Por favor, señorita. —El mexicano se bajó del taburete y sin apartar la mirada de Lucía abrió un espacio en la barra—. ¡Morena! Trae algo caliente para mi amiga, y una maldita toalla para que se pueda secar. !Órale!
—Te he encontrado —murmuró Lucía mientras se secaba la cara, demorándose con la toalla. Notaba las miradas de todos los clientes del local clavadas en su espalda. La mayoría de las expresiones eran de estupefacción, pero unas cuantas eran torvas, algunas incluso desafiantes. La joven fue dolorosamente consciente de que su piel era la más blanca de toda la sala.
—Me alegro de que haya decidido visitarme —dijo Mendoza, luciendo su mejor sonrisa.
—No es una visita de cortesía. Al menos, no en el sentido que puedas imaginar.
—Vaya.
El mexicano dio un trago a su bebida mientras estudiaba a la joven por encima del borde del vaso. Por un segundo había pensado que la joven había ido allí seducida por el atractivo de un affaire con un guapo ilota. Saber que no era así hería profundamente su orgullo de macho latino, aunque él no quisiera reconocerlo.
¿Qué diablos quiere?, pensó. ¿Drogas? No, no tiene pinta. ¿Alcohol? No creo…
—Y dígame, ¿qué puedo hacer por usted, señorita?
—Necesito que hable con alguien.
—Que hable con alguien —repitió él, como si no la hubiese oído bien.
—Sí, con mi… con alguien muy especial para mí.
—¿Y qué se supone que tengo que decirle a esa persona especial, exactamente? —preguntó, mientras el tequila le zumbaba en los oídos.
—Tiene que explicarle que esto está mal. —La chica levantó los brazos y apuntó a su alrededor—. Que es horrible que en Gulfport les hagan esto, que ese Greene es un cerdo inmoral y que…
El mexicano no pudo aguantar más y estalló en carcajadas. Cada vez que intentaba dominarse contenía el aliento, pero la expresión ofendida de Lucía le obligaba a empezar a reír de nuevo, de forma incontrolable. Finalmente, con lágrimas en los ojos, se incorporó y dio una palmada en la barra.
—¿Han oído, cuates? La señorita quiere que cruce el canal, que me cuele en Gulfport y que ilumine el alma de algún pobre perdido. —Comenzó a imitar la voz de Lucía—. Está mal, muy mal, señor Greene, tiene que tratar mejor a los pobrecitos ilotas…
Lucía enrojeció de furia y arrojó la toalla empapada contra la cara del mexicano.
—¡Ya está bien de gilipolleces! ¡Ya he tenido suficientes broncas esta noche, joder! —explotó—. Lo que trato de hacer os ayudará tanto o más a vosotros que a mí. La persona a la que tienes que convencer está en una posición en la que puede ayudaros mucho. Él es…
Mendoza la cortó en seco con una bofetada en la cara que hizo girar a la joven como una peonza. Lucía se le quedó mirando, estupefacta, como si no pudiese creer que acabasen de pegarle. Se llevó la mano a la mejilla derecha, que empezaba a hincharse.
—A mí no me grita nadie —dijo Mendoza con voz aterciopelada, al tiempo que la agarraba de un brazo—. Y menos una gachupina llegada del otro lado del canal que no sabe ni siquiera en qué clase de infierno se está metiendo.
—Gato, espera —intervino Alejandra—. La chica casi se ahoga cruzando el río. Creo que al menos deberías escuchar lo que dice.
—Tú, calladita —siseó Mendoza—. Por lo que yo sé, esta chava podría ser perfectamente una espía del reverendo. Y ahora que lo pienso, tú te libraste en la última redada sin tener ni siquiera los papeles en regla.
—¡No soy una espía! —gritó Lucía, indignada.
—¿Me estás llamando traidora, pinche cabrón? —La cara de Alejandra parecía lanzar llamaradas.
Carlos Mendoza levantó las manos, dando un paso hacia atrás.
—De una en una, señoritas, de una en una. —Un coro de carcajadas alcohólicas punteó la frase mientras la pequeña mexicana apretaba los puños, impotente—. Muchachos, lleven a la gachupina a la bodega mientras discutimos qué hacer con ella. Y tú, vete a lavar trapos, que es lo tuyo… ¡Vamos!
Aterrada, Lucía sintió cómo un chicano y un tipo de color la arrastraban hasta una trampilla sucia que estaba escondida debajo de una alfombra. Mientras la introducían en la bodega, pudo ver que Alejandra era expulsada del local. La mexicana lanzaba maldiciones y patadas a diestro y siniestro mientras un tipo musculoso la sacaba en volandas.
La trampilla se cerró de golpe sobre su cabeza y Lucía se quedó envuelta en tinieblas. Oyó cómo alguien arrastraba algo pesado sobre la alfombra; al cabo de un rato el rumor del bar recuperó su tono habitual, con entrechocar de vasos, gritos y carcajadas.
Apenada, la joven se hizo un ovillo entre dos montañas de cajas y empezó a llorar en silencio. Se maldecía por haber sido tan estúpida y haber confiado a ciegas en un tipo con el que sólo había cruzado cuatro palabras.
Pero sobre todo sentía miedo. Un miedo atroz.