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Bethsaida, Mississippi, cinco meses antes

—¡Por allí va uno! ¡Dispárale! ¡Dispárale, cabrón!

Carlos Mendoza se giró a toda velocidad, siguiendo las indicaciones del Chino Cevallos. Por la otra acera de la calle principal de aquel pueblo había aparecido de repente un No Muerto tambaleándose. Era un hombre de unos cuarenta años, vestido con vaqueros y una camiseta a la que le faltaba un buen trozo. Sobre el pecho, cerca de la base del cuello, lucía una aparatosa herida, allí donde le habían mordido. O al menos debería estar allí, aunque lo cierto era que la herida estaba cubierta por una masa peluda de hongos anaranjados que no dejaban ver la piel. Parte de los hongos ya se habían ramificado y trepaban ansiosamente por el cuello del sujeto hasta sus fosas nasales. El conjunto resultaba entre repulsivo e hipnótico. Cada vez resultaba más común ver a No Muertos cubiertos de hongos, aunque Mendoza y su compañero no sabían por qué.

Carlos levantó su rifle de caza. Como hacía siempre, mojó su dedo pulgar, lo pasó sobre el punto de mira y a continuación apuntó cuidadosamente. El No Muerto ocupó todo su punto de mira durante unos segundos, hasta que apretó el gatillo. Un instante después, un lateral de la cabeza del sujeto se abrió como un surtidor y el No Muerto cayó al suelo, liquidado.

—Y con éste van quince —murmuró el Chino Cevallos, mientras se acercaba.

Habían entrado en aquel pueblucho perdido hacía dos horas y habían podido saquearlo tranquilamente, hasta que en los últimos diez minutos, los No Muertos, atraídos por su presencia, habían rodeado la pequeña tienda donde se habían refugiado. Se los habían cepillado a todos, pero la aventura estaba resultando un desastre. El pueblo ya había sido saqueado con anterioridad por algún grupo de forrajeadores, y ellos dos apenas habían encontrado un par de latas de sopa Campbell caducada, ocultas debajo de una estantería. Tras un breve debate, habían decidido correr el riesgo de consumirlas, pese al peligro del botulismo. Habían visto morir a varias personas a causa de comer alimentos en mal estado, pero el hambre apretaba. Con aquél, ya eran seis días sin llevarse nada a la boca, y empezaban a estar débiles.

Dos latas de sopa caducada, pensó Mendoza, y la mitad de nuestra reserva de munición malgastada. Un par de días más como éste y podemos darnos por muertos.

Fernando Chino Cevallos y él llevaban más de un año juntos. No sabían cuánto tiempo habían pasado de aquel lado de la frontera estadounidense, pero de lo que estaban seguros era de que en esa ocasión se habían internado dentro de territorio gringo mucho más que en cualquier incursión anterior. Su búsqueda de alimentos era cada vez más desesperada y, por otra parte, las fronteras ya no significaban nada en aquel momento.

Cuando estalló la pandemia, Carlos Mendoza se enroló como voluntario en uno de los grupos armados que se dedicaba a la «caza del güero» [4] a lo largo de la frontera. Durante tres largas semanas, grupos de civiles y voluntarios patrullaron incesantemente la frontera entre México y Estados Unidos, interceptando a todos los norteamericanos que trataban de escapar del TSJ huyendo al país vecino. Disparar primero y preguntar después había sido la consigna. Y maldita sea si se habían aplicado a conciencia.

Pero aquello no sirvió de nada. El TSJ triunfó y México, como el resto del mundo, se fue al carajo un par de semanas más tarde. Mendoza, el Chino Cevallos y otros cien hombres armados se vieron de repente aislados, sin órdenes y sin una misión que cumplir. Al menos la mitad de aquellos voluntarios abandonó el grupo y se dirigió apresuradamente hacia sus casas, para proteger a los suyos (aunque muchos sabían en su fuero interno que ya era demasiado tarde). Otros pensaron que separarse en aquella situación era un suicidio. Por último, algunos como Carlos Mendoza no se fueron porque, sencillamente, no tenían otro sitio mejor adonde ir.

Los cincuenta «cazadores de güeros» pasaron los siguientes meses recorriendo la frontera, tratando de sobrevivir entre hordas de No Muertos que les acosaban de un lado y de otro. Poco a poco se fueron quedando sin munición, vehículos y alimentos. A medida que pasaban los días eran cada vez menos.

Y en aquel momento tan sólo quedaban ellos dos.

—Esta sopa tampoco está tan mala… —comentaba el Chino Cevallos, mientras sorbía ruidosamente una cucharada—. Creo que voy a… ¡Hey, cabrón! ¿Adónde va?

Mendoza saltó hacia atrás justo cuando la ventana situada sobre su cabeza explotó hacia dentro en una lluvia de cristales rotos y astillas de madera. Un hombre enorme, cubierto de sangre coagulada, intentaba entrar por el hueco mientras gemía de forma ininteligible. Al mismo tiempo dos mujeres y una niña habían aparecido de golpe por la puerta trasera, y un ruido en el porche delantero les advertía de que uno o más No Muertos se acercaban por esa dirección.

Es una encerrona. Mendoza se maldijo a sí mismo por haberse descuidado de esa manera. Mientras calentaban aquellas malditas latas de sopa un grupo de No Muertos había rodeado la casa.

El Chino desenfundó su arma y voló la cabeza del hombre de la ventana con la frialdad de un profesional (antes del Apocalipsis había sido un pistolero del cártel de Tijuana). A continuación se volvió para hacer frente a las mujeres que ya se tambaleaban en medio de la habitación. Una de ellas había pisado la hoguera donde habían estado calentando la sopa, y las llamas le consumían la pierna derecha, cubierta de hilachas de hongos, pero no parecía ni darse cuenta. El Chino Cevallos disparó con rapidez tres veces, antes de que su Beretta se quedase atascada.

—¡Chinga a tu madre! —maldijo, mientras trataba de correr el percutor. Aquéllas fueron sus últimas palabras.

Dos o tres No Muertos introdujeron sus brazos por la ventana que había destrozado el Hombre Gordo y sujetaron al Chino Cevallos por la espalda. Antes de que Mendoza pudiese hacer nada, contempló, aterrado, cómo el cuerpo de su compañero desaparecía por el hueco. Un alarido ahogado, seguido de un ruido sordo, como de un trapo empapado cayendo al suelo, y las piernas del Chino dejaron de moverse, mientras una mancha oscura y húmeda se extendía por su entrepierna.

Carlos Mendoza no tuvo demasiado tiempo para entretenerse meditando sobre la suerte del antiguo pistolero, porque tenía sus propios problemas. Había disparado los dos últimos cartuchos de la escopeta de corredera contra un No Muerto que asomaba por la ventana, y mientras tanto, la única mujer superviviente (aquella a la que le estaba ardiendo una pierna) se le había echado prácticamente encima.

Mendoza sujetó la Mossberg como una maza y de un golpe seco abrió la cabeza de la mujer con un ruido sordo. Cerró los ojos instintivamente un segundo antes del impacto, para evitar que las salpicaduras le impregnasen las pupilas. Dos meses antes, uno de sus últimos compañeros se había infectado así, y se habían visto obligados a rematarlo sobre la marcha, pese a sus súplicas.

Notó cómo un chorretón de sangre fría y pastosa le salpicaba la cara. Un par de grumos resbalaron sobre su nariz, deslizándose lentamente. Carlos cerró la boca con fuerza y espiró aire, tratando de mantener despejadas las fosas nasales. El pánico le asaltó, con una sensación fría que encogió sus testículos al tamaño de dos canicas. Si dejaba que aquella sangre podrida entrase en contacto con alguna de sus mucosas estaba listo. Pero para evitarlo tenía que permanecer con los ojos totalmente cerrados, en medio del Carnaval del No Muerto Loco del Pueblo sin Nombre, al menos hasta que fuese capaz de limpiar por completo toda aquella miasma contaminada. Un plan horrible.

Cojonudo, Carlitos, peleando a ciegas con tres de estos podridos, sin poder abrir los ojos ni respirar. ¿Puedes chingarla un poco más, compadre?

Carlos se arrojó al suelo y comenzó a gatear a ciegas, tropezando con piernas de No Muertos mientras se deslizaba con la velocidad de una anguila. Notaba manos torpes en su espalda, tratando de sujetar su ropa, pero Mendoza se sacudía como un mastín enloquecido, abriéndose paso a ciegas. Sus manos barrían la tarima destrozada, buscando la cantimplora que había dejado apoyada sobre su mochila.

Tengo que lavarme la cara, tengo que lavarme la cara, tengo que… ¡JODER!

Carlos fue incapaz de contener un grito al apoyar su mano sobre una brasa de la hoguera que se había dispersado por todo el suelo de la habitación con la refriega. De repente, sus dedos se cerraron sobre la lata de sopa que estaba a punto de comerse cuando empezó el asalto. Sin pensárselo dos veces, se la arrojó sobre la cara.

El espeso caldo le abrasó la piel, pero arrastró toda la mugre que había salido proyectada del cerebro de la mujer. Mendoza aulló de dolor, mientras frotaba con furia, retirando hasta el último gramo de materia gris de su rostro. Abrió los ojos con esfuerzo, y casi al instante deseó no haberlo hecho. La Mujer Ardiente se había transformado en una pira sobre el suelo y había propagado las llamas a media habitación. Un par de brasas de la hoguera habían salido disparadas contra un montón de periódicos viejos apilados y aquel montón de papel apolillado se había encendido como la yesca, llenando la sala de humo, mientras las llamaradas lamían el techo de madera.

Esto va a arder hasta los cimientos, pensó con furia mientras la cara no dejaba de latirle, dolorida y achicharrada.

Retrocedió hasta la salida, retorciéndose de dolor. En medio del humo tropezó con una figura. Mendoza le dio un empujón y aquella cosa cayó hacia atrás con un gruñido. Un destello de claridad le indicó la dirección de la puerta. Iba a conseguirlo.

Voy a conseguirlo.

Fue tan sólo por un segundo. Si se hubiese asomado un segundo antes, aquel No Muerto (que atendía al nombre de Charles Richmond cuando aún estaba vivo, un viejo encantador, cariñoso con los pocos niños del pueblo, veterano de la guerra de Corea y Estrella de Bronce) habría estado demasiado lejos. Y un segundo después el No Muerto ya se habría alejado, huyendo de las llamas. Sin embargo, Carlos Mendoza asomó su cabeza enrojecida de la casa justo en aquel instante. Y el señor Richmond (aunque ya no era, ni de lejos, el viejo señor Richmond) le dio una profunda dentellada en el hombro con los pocos dientes que le quedaban.

Carlos gritó, en una mezcla de dolor, miedo y furia. Sujetando al viejo señor Richmond por los hombros, lo levantó y lo arrojó dentro de la tienda en llamas (algo que no le resultó muy difícil, pues Carlos Mendoza era un hombre alto y musculoso y el señor Richmond, incluso cuando estaba vivo, ya no era más que un anciano encogido y tembloroso de no más de cincuenta kilos).

El mexicano se volvió para estudiar su herida. Era una incisión pequeña, pero profunda. Uno de los dientes medio podridos del señor Richmond se había quedado incrustado en la piel de Mendoza, clavado profundamente en su carne. Tiró de él hasta que lo sacó y lo arrojó al suelo.

Estoy acabado. Es el fin.

Carlos Mendoza, el hombre que había sobrevivido al resto de sus compañeros, se derrumbó sobre el polvo de la calle. Estaba exhausto y, además, estaba condenado. Que acabasen con él cuanto antes. Sería mucho más piadoso que levantarse al cabo de un rato convertido en uno de ellos.

La madera de la casa ardiente crepitaba a medida que las llamas la iban devorando. De vez en cuando sonaban pequeñas explosiones, como disparos, cuando los nudos resinosos del piso eran consumidos por el fuego. Aquellos petardazos punteaban el sueño de Carlos, a medida que se iba deslizando hacia la inconsciencia.

Petardazos como disparos.

Como disparos.

Disparos. Eran disparos.

Carlos Mendoza trató de incorporarse, pero estaba demasiado débil. De repente, una sombra se proyectó sobre su cara. Un No Muerto le contemplaba a contraluz, listo para abalanzarse sobre él.

Está bien. Que acabe todo de una vez.

De repente, el No Muerto se inclinó sobre él, palpó todo su cuerpo y chasqueó la lengua. Cuando Mendoza pensaba que aquello no podía ser más sorprendente, el No Muerto levantó la cabeza y gritó:

—¡Eh, aquí hay uno que está vivo!

—¡Ha salido de esa casa en llamas! ¡Joder! —dijo otra voz.

—Y no sólo eso —replicó la primera mientras acercaba una cantimplora llena de un líquido espeso a la boca del mexicano—. Toda la calle está llena de No Muertos reventados. Este cabrón vende muy cara su vida.

—Sus vidas, querrás decir —replicó el otro con voz jocosa—. Si ha sobrevivido a esto, tiene más vidas que un gato.