22

La decisión no había sido fácil. Se había pasado toda la noche sin poder dormir, dando vueltas en la cama, demasiado furiosa con su novio y terriblemente dolida. Lucía sabía que las intenciones de su alto y sonriente abogado eran buenas, pero las consecuencias de sus actos eran deleznables, en medio de aquel pueblo enfermo. No se trataba tan sólo de que fuese una sociedad racista y que reducía a las mujeres al mero papel de florero. Era la sensación de que su opinión no se tomaba en cuenta. Desde que se habían conocido, todas las decisiones importantes las había tomado él o Viktor Pritchenko.

Y además estaba aquel reverendo.

A Lucía le daba escalofríos simplemente pensar en Greene. Había algo en su mirada que era profundamente perturbador, una oscuridad espesa y sucia como el aceite quemado de un coche que parecía querer envolverte cada vez que el reverendo posaba sus ojos sobre ti. Y toda aquella tropa lúgubre que le rodeaba. Aquella Guardia Verde tan amenazante. Definitivamente, había algo repulsivo en todos ellos.

Cada vez que recordaba la discusión de la víspera, Lucía se maldecía por haber sido tan condenadamente fría. Debería haberle escuchado pacientemente, razonar con él y hacerle ver que aquel sitio estaba maldito. En vez de eso se había comportado como una reina de hielo, negándose a mirarle a la cara y para colmo había dejado que su mal genio se desatase. En más de una ocasión, aquella noche, mientras oía el rumor de la conversación en el piso de abajo, estuvo a punto de saltar de la cama, bajar corriendo las escaleras y abrazarlo con tal fuerza que le cortase la respiración.

Te perdono, le diría, te quiero, te quiero tanto que iré a cualquier lugar del mundo si tú estás allí. Pero en lugar de eso se había quedado en la cama, pensando. Y la oportunidad pasó, porque su orgullo femenino herido no le permitió dar su brazo a torcer.

De repente se dio cuenta, asustada, de que al día siguiente no sabría cómo tratarle. ¿Qué decir, después de las palabras que se acababan de cruzar? ¿Cómo arreglarlo? Si tan sólo tuviese un argumento definitivo que le permitiese demostrar que tenía razón… Y de repente una idea estalló en su mente con la fuerza de un neón: ¡un ilota! Si hablase con uno de ellos, si viese en realidad lo dolidos y tristes que se tenían que sentir… Entonces lo entendería todo.

Al pensar en ello, la cara sonriente de Carlos Mendoza apareció flotando delante de sus ojos. Un hombre tan guapo, tan decidido y con aquella mirada de desprecio cuando aparecieron los marineros amenazándole… Una sensación de ahogo asaltó de repente a Lucía y apartó las mantas de la cama de una patada. De repente tenía calor, mucho calor.

Tenía que localizar a aquel hombre y hablar con él.

Antes de que se diese cuenta se había levantado y estaba vistiéndose en silencio. Su habitación estaba en el primer piso, sobre el tejado del porche, así que sería fácil salir por la ventana. En el último minuto, una vocecita dentro de su cabeza le gritó que aquello era una solemne tontería y que dejase de comportarse como una cría de dieciocho años con la cabeza llena de pájaros. Pero entonces oyó la risotada gutural de Pritchenko desde el salón riéndose de algo que le estaba contando él.

Se están riendo de mí, pensó furiosa,seguro que se están partiendo de risa a mi costa.

Aquél era el empujón que le faltaba. Armándose de valor, abrió la ventana y sacó una pierna. De repente se dio cuenta de que si desaparecía sin más les daría un susto de muerte. Eso tampoco era justo, por más que ellos se estuviesen comportando como gilipollas. Así pues, volvió a entrar de nuevo y cogió una libreta que estaba sobre el aparador.

Me voy a Bluefont. Espero volver pronto, no os preocupéis por mí. L.

Dejó la nota sobre el colchón y salió por la ventana. Caminó cuidadosamente sobre el tejado del porche hasta llegar a la esquina de la casa, donde un jazmín trepador se enrollaba en torno a una espaldera. Apoyando los pies con cuidado en los huecos, bajó lentamente hasta llegar al suelo.

Una vez allí, miró a su alrededor. La lluvia fina del principio de la noche se había transformado en un aguacero que caía con un suave rumor. Al mirar las ventanas iluminadas de la casa, la voz lanzó un último grito ahogado: «¡No te vayas!».

Pero ya era demasiado tarde. Encogiéndose bajo la lluvia Lucía comenzó a caminar hacia Bluefont, mientras sus lágrimas se mezclaban con las gotas que caían sobre su cara.

Tardó casi cuarenta minutos en llegar al límite del barrio segregado. Su casa estaba casi en el otro extremo del pueblo, y además se había perdido un par de veces. Hubo un momento, al doblar una esquina, en el que su aventura estuvo a punto de finalizar antes de tiempo. Un Hummer con cuatro soldados de la Milicia Blanca de Gulfport patrullaba lentamente por el centro de la calzada, paseando un foco perezoso sobre las fachadas de las casas. A Lucía le dio el tiempo justo a ocultarse detrás de unos contenedores de basura. Contuvo el aliento cuando el chorro de luz se detuvo sobre su escondite. Por un instante pensó que la habían descubierto, pero finalmente el foco continuó su camino, a medida que el Hummer se alejaba entre la lluvia.

Lucía esperó un rato para cerciorarse de que estaba sola antes de abandonar su escondrijo. Al cabo de diez minutos llegó al borde del canal que separaba Bluefont del resto de la ciudad. Su mirada se detuvo en el cauce, que bajaba con bastante rapidez. La lluvia estaba alimentando el canal y el agua rugía, con rizos de espuma negra encabritándose en su superficie.

Paseó durante un buen rato por la orilla del canal, buscando un punto por donde cruzar. Al cabo de un rato se dio cuenta, desalentada, de que el cauce corría a lo largo de todo el perímetro. Cuando el canal llegaba al Muro desaparecía bajo un módulo de cemento armado que tenía un gran aliviadero enrejado en su parte inferior. Lucía apoyó su mano sobre la rugosa superficie. Estaba frío y empapado por la lluvia. Al otro lado, alguien (algo) emitió un gemido, seguido de inmediato de otra media docena. A la joven se le erizaron los cabellos. Los No Muertos estaban fuera de la ciudad, incapaces de sortear la barricada, pero aun así, expectantes.

Volvió sobre sus pasos, dispuesta a localizar algún punto por donde poder cruzar. El puente quedaba descartado. Los Guardias Verdes apostados en la barbacana no la dejarían pasar bajo ningún concepto. De vez en cuando su mirada se dirigía hacia la otra orilla. El lado del gueto estaba sumido en sombras, en contraste con las calles de Gulfport, brillantemente iluminadas. Sólo de vez en cuando se veían débiles luces a lo lejos, que parpadeaban como si estuviesen a punto de extinguirse.

Cuando ya estaba a punto de desesperarse, la vio.

Era una chica de unos veintiocho años, guapa, menuda y muy morena. Tenía su largo cabello negro anudado en una coleta que caía sobre su espalda. Vestía un uniforme militar que le quedaba dos tallas grande y estaba sentada debajo de un cobertizo de chapas de latón. Delante de ella tenía una fogata sobre la que colgaba un gran caldero hecho con medio bidón cortado, en el que hervía agua. De vez en cuando la chica sacaba prendas de ropa de una bolsa y las introducía con un palo en el agua hirviendo. Toda aquella ropa estaba empapada en sangre reseca.

—¡Hola! —gritó Lucía.

La chica morena, abstraída en su labor, pareció no oírla. Cuando Lucía volvió a gritar se levantó de un salto y miró a su alrededor, alarmada, sosteniendo el palo como si fuese un garrote.

—¡Aquí! ¡En esta orilla! —exclamó Lucía, agitando los brazos.

La chica, al verla, pareció tranquilizarse. Se acercó hasta el borde del canal, que en su lado estaba cubierto por una alta alambrada de espino.

—¿Qué quieres? —dijo, sobre el rumor del agua—. ¿Vendes o compras?

—Ninguna de las dos cosas —replicó Lucía, confundida—. Quiero pasar a ese lado del río. ¿Por dónde puedo hacerlo?

La chica morena se quedó estupefacta al escuchar a Lucía. De repente soltó una carcajada amarga.

—¿Por qué quieres pasar a este lado? ¿Te has vuelto loca o qué?

—Tengo que hablar con alguien que está en Bluefont.

—Pues habla con tu reverendo o con los pinches nazis que están en el puente. Yo no puedo ayudarte. —Y se dio la vuelta, dirigiéndose de nuevo al cobertizo.

—¡No te vayas, por favor! ¿Cuál es tu nombre? —En la voz de Lucía vibraba una nota de urgencia.

—Me llamo Alejandra, pero todo el mundo me llama Ale. —De repente la chica se giró, extrañada—. ¿Cómo es que hablas español?

—Vengo desde España —aclaró Lucía—. Acabo de llegar.

—Estás muy lejos de tu casa, gachupina [3] —dijo, pensativa—. Pero no sé para qué carajo quieres venir a este lado. Estás mejor ahí, créeme.

—Tengo que hablar con un hombre llamado Carlos Mendoza. ¿Lo conoces?

—¿Qué tienes que ver tú con Gato Mendoza? —Había auténtica curiosidad en la voz de Alejandra.

—Lo conocí en el Ithaca.

La joven permaneció unos segundos en silencio.

—¿Cómo sé que no es una trampa? —replicó Alejandra, mirando hacia la oscuridad, como si en cualquier momento una tropa de Guardias Verdes fuera a irrumpir de improviso.

Lucía pensó a toda velocidad. De repente se acordó de la conversación que había sostenido con Mendoza a bordo del petrolero.

—Me dijo que si lo necesitaba alguna vez dijese que era de los Justos.

Al escuchar aquello algo en la mirada de la joven pareció cambiar.

—Muy propio del Gato —murmuró mientras meneaba la cabeza—. Está bien. Sígueme.

La mexicana comenzó a caminar por su lado del canal, mientras Lucía hacía lo propio por su orilla. Al cabo de un rato, Alejandra se detuvo al lado de los hierros retorcidos y oxidados de una bicicleta, que se pudría lentamente en la alambrada.

—Es por aquí —dijo—. Cruza.

Lucía miró a su alrededor y no vio cómo hacerlo. Había pasado ya en dos ocasiones por ese punto y nada de aquel lugar le había llamado la atención. La margen estaba totalmente desierta, y el borde del canal descendía en un ángulo suave hasta el agua, que formaba remolinos alrededor de las piedras depositadas por una riada en la orilla.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, confundida.

—Fíjate bien y, simplemente, camina —replicó Alejandra, con paciencia.

Lucía caminó hasta el borde del canal, justo hasta el punto donde el agua lamía la punta de sus zapatos. Tardó unos segundos en ver una serie de tablones debajo del agua, a unos veinte centímetros de la superficie.

—Es un puente vietnamita. —Alejandra se sentó en el borde del canal y señaló hacia el agua—. Es como un puente normal, pero en vez de estar sobre la superficie está dos palmos por debajo del agua. Deberías sacarte los zapatos para cruzar.

Lucía se descalzó e introdujo los pies en el agua. Estaba fría y la corriente tenía mucha fuerza, pero aun así el camino sobre el puente sumergido parecía sorprendentemente fácil. Cuando iba por la mitad del recorrido comprendió que jamás hubiese podido cruzarlo a nado. La fuerza del agua era demasiado intensa.

De repente una rama arrastrada por la corriente le golpeó en un tobillo. Lucía, sorprendida, trastabilló, intentando mantener el equilibrio. Estiró las manos tratando de sujetarse a algo, pero ya era demasiado tarde. Con un sonoro chapoteo cayó al agua de cabeza.

La corriente del canal la empujó contra la estructura sumergida del puente con tanta fuerza que uno de los pilotes se clavó en sus costillas. Lucía profirió un grito ahogado bajo el agua e inmediatamente se atragantó con el agua que inundó su boca. En la oscuridad perdió por un momento el sentido de la orientación y durante unos interminables segundos no supo dónde estaba la superficie. La joven notó el pánico reptando por su garganta. Si no salía rápido a la superficie se ahogaría sin remedio.

No quiero morir así. No quiero morir ahogada en un sucio canal en medio de la noche.

Dando una patada, se impulsó hacia la superficie. Asomó la cabeza y respiró ansiosamente, mientras tosía de manera incontrolable a causa de toda el agua sucia que había tragado. Se agarró al puente y, tras apartarse el pelo mojado de la cara, miró hacia la orilla del gueto. Para su sorpresa, la joven mexicana había desaparecido, como si se la hubiese tragado la tierra.

Antes de que pudiese pensar en nada más, el rugido de un motor acercándose sonó en la orilla que acababa de abandonar. Aterrorizada, vio cómo un vehículo patrulla seguía el borde del canal, paseando el proyector sobre la alambrada y el cauce de agua. Estaban a menos de quinientos metros. No le daría tiempo a subirse de nuevo al puente, y mucho menos llegar hasta cualquiera de las orillas.

Tan sólo tenía una alternativa. Inspiró profundamente varias veces seguidas para hiperventilarse, y cuando el haz de luz estuvo a menos de cinco metros de su cabeza, se sumergió de nuevo. Los primeros diez segundos pasaron muy lentamente. El agua estaba tan fría que notaba cómo le dolían las venas al contraerse. La corriente arrastraba toda clase de desechos que le golpeaban al pasar a su lado. Algo con una textura viscosa le rozó el rostro y Lucía estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico. Cuando ya no pudo aguantar más, salió de nuevo a la superficie, procurando hacer el menor ruido posible.

El coche patrulla se alejaba lentamente, corriente abajo. Le había ido de un pelo. Agotada, física y emocionalmente, trató de encaramarse de nuevo al puente. Su ropa mojada parecía pesar una tonelada, y tuvo que realizar tres intentos antes de poder apoyarse de rodillas en la superficie sumergida.

—¡Gachupina! ¡Espabila! ¡Volverán en menos de tres minutos! —Alejandra se había materializado de nuevo entre las sombras y le hacía gestos urgentes para que se diese prisa.

Apoyando los pies con cuidado, recorrió el resto del camino. Al llegar al otro lado escaló el terraplén hasta alcanzar la alambrada. La mexicana ya había abierto un hueco ingeniosamente oculto entre los alambres de espino, lo suficientemente grande para que Lucía se deslizase a rastras por él. En cuanto estuvo al otro lado, Alejandra soltó el resorte que mantenía abierto el hueco y la alambrada se cerró detrás de ella como si jamás hubiese existido un paso.

La mexicana la observó de arriba abajo, con las manos en la cintura. Incluso con su corta estatura, su figura emanaba determinación y carácter.

—Bienvenida al infierno, gachupina. No sé qué demonios te trae a este lado, pero espero que te merezca la pena. No creo que vuelvas a cruzar este río nunca más.