21

Cuando llegué al ayuntamiento, la señora Compton me esperaba entre un revuelo de funcionarios que entraban a trabajar.

—Buenos días —me dijo—. Espero que haya descansado bien, porque hoy le espera un montón de trabajo. El señor Wilcox era el encargado de gestionar la Oficina de Ilotas Hispanos, pero murió hace tres meses de un aneurisma mientras jugaba al golf. El señor Talbot, de la Oficina de Ilotas Negros, se ha estado encargando de gestionar los dos departamentos mientras tanto, pero no tiene ni idea de español y, la verdad, creo que lo ha dejado todo hecho un lío. Espero que usted sea capaz de apañarse entre todo este papeleo.

—¿Papeleo? —pregunté, algo confundido.

—Ya lo verá —contestó la mujer—. Sígame por aquí.

La señora Compton me condujo a un amplio despacho situado en la esquina noroeste del edificio. Cuando abrió la puerta sentí que se me caía el alma a los pies. Había montañas de carpetas y archivadores apilados en casi cualquier superficie sólida a la vista, algunas de ellas en un equilibrio tan precario que amenazaban con derrumbarse sobre nosotros.

—Anne Sue será su secretaria particular. —La señora Compton señaló hacia una chica rubia, de unos veintipocos años y expresión bovina, que me miraba con una sonrisita nerviosa desde una mesa cercana—. No dude en pedirle cualquier cosa. Está aquí para servirle.

Tras cinco minutos de charla con Anne Sue me convencí de que sería mejor no encargarle a aquella chica nada que fuese más complicado que hacer fotocopias o traerme un café. Aunque de indudable aspecto ario, lo cual la hacía perfecta para aquel trabajo según la escala de valores de Gulfport, el Creador se había olvidado de dotarla de cerebro cuando la concibió.

—Bien —dije—. Empezaremos por clasificar un poco toda esta montaña de papeles, para averiguar cuáles son los temas prioritarios y cuáles pueden esperar. Necesito que tomes nota del título de todas las carpetas y crees un índice. ¿De acuerdo?

Anne Sue me miró con expresión confundida, como si le hubiese pedido que se mease dentro de un vaso y después se lo hiciera beber a la señora Compton. Hasta dejó de mascar el chicle que tenía en la boca.

—Sabes lo que es un índice, ¿verdad, Anne Sue?

—Es un tipo de música, ¿no? —respondió mientras asentía, muy segura de sí misma—. La Música Índice. A mi prima Norma le encanta.

—Déjalo, cielo —suspiré desalentado—. Mejor búscame un café que sea algo mejor que esta basura.

En cuanto Anne Sue se marchó (oh, Dios, haz que el café sea algo muy, muy difícil de encontrar, por favor) me senté en medio del despacho y empecé a clasificar las carpetas. Al principio era algo lioso, pero enseguida pillé la mecánica.

Al cabo de una hora tenía tres montones claramente diferenciados en cada una de las esquinas del despacho. Por una parte estaban todos los expedientes relativos a las altas y bajas dentro del grupo de ilotas de origen hispano. Después estaba el montón referido a los suministros y condiciones de vida de los ilotas dentro del gueto de Bluefont y por último tenía el montón que hacía referencia al suministro regular de Cladoxpan.

A medida que iba clasificando aquellas carpetas, me iba haciendo una clara imagen mental del verdadero funcionamiento de Gulfport.

Había veintitrés mil personas de raza blanca viviendo dentro de Gulfport, y en el barrio de Bluefont, en el gueto de los ilotas, vivía la increíble cantidad de siete mil personas. Un rápido cálculo me permitió comprobar que en cada una de las aproximadamente trescientas casas del barrio cercado vivían una media de veinticinco personas. Eso era demasiado, incluso para casas tan grandes y espaciosas como las que solían construirse en aquel antiguo suburbio. Bluefont estaba dentro del Muro, pero estaba separado del resto de la ciudad por una alambrada y un brazo de agua que tan sólo cruzaba aquel puente donde había negociado con Carlos Mendoza.

Todas las semanas, los ilotas se presentaban en el puente sur, donde la Guardia Verde de Greene les entregaba el armamento necesario. Después, salían de la ciudad por el puente norte y se dirigían en expediciones móviles de varios días de duración a todos los núcleos de población en un radio de doscientos kilómetros, para cargar sus camiones con todo tipo de suministros para la insaciable y opulenta Gulfport. En cuanto volvían, debían dejar los camiones cargados en los almacenes de la ciudad, donde entregaban las armas. A cambio, recibían una cantidad justa de Cladoxpan, que les permitía seguir manteniendo su humanidad y no transformarse en un podrido ambulante más.

Cada una de aquellas expediciones acarreaba, inevitablemente, un determinado número de bajas. El TSJ no suponía ningún problema (prácticamente el cien por cien de los ilotas ya estaba infectado) pero las terribles heridas que causaban los No Muertos eran letales en muchas ocasiones.

Sin embargo, pese a las continuas bajas, el número de ilotas se mantenía más o menos estable, ya que cada cierto tiempo, como un goteo constante, seguían apareciendo individuos solitarios o grupos de pocas personas, como el mío, que se acercaban a Gulfport o se cruzaban con alguna de las expediciones que buscaban alimentos. Pese a la certeza de tener que vivir en un régimen de semiesclavitud, si eran negros, indios, chicanos o asiáticos, la posibilidad de dormir en un refugio seguro casi todas las noches y, sobre todo, poder compartir su destino con más gente y no tener que seguir errando en solitario, suponía una tentación demasiado grande, por lo que la mayoría acababa recalando en Bluefont. Sólo unos pocos escogidos, como Lucía, Viktor y yo, engrosábamos la población del otro lado de la alambrada. Todo dependía del color de la piel.

A pesar de todo, el número de ilotas era elevado, muy elevado, teniendo en cuenta que la seguridad de Gulfport corría a cargo de la Guardia Verde de Greene, compuesta por unos cuarenta Arios y por una milicia blanca de no más de ciento cincuenta soldados. Para ellos resultaba virtualmente imposible controlar a una multitud de ilotas infectados que no dejaba de crecer día a día. Por eso, de vez en cuando se realizaba una «limpieza» dentro del gueto, al más puro estilo nazi. A medida que iba leyendo, noté un sudor frío bajando por la espalda. Eran muy numerosos los documentos con la referencia «expulsado» escrita en grandes letras rojas, pero no había nada más. Tras dudar un momento levanté el teléfono y llamé a la señora Compton.

—Oh, eso son los ilotas que vulneran las normas y son procesados. Criminales, borrachos, ladrones y violadores, la escoria de la escoria —me contestó alegremente—. Esos expedientes los lleva la Oficina de Justicia.

—Me gustaría verlos —respondí. El abogado que llevaba dentro se había despertado, inquieto, tratando de averiguar qué clase de justicia retorcida podía aplicar el reverendo Greene.

—Me temo que no será posible —contestó la secretaria—. Ese departamento funciona bajo la dirección personal del reverendo y sus informes son confidenciales.

Colgué el teléfono, intrigado. Salí al pasillo y, tras cerciorarme de que Ann Sue aún no había vuelto, me deslicé con cuidado hasta la Oficina de Justicia. La puerta estaba cerrada con llave y además había un montón de gente circulando por delante. Si me quedaba demasiado rato por allí o trataba de forzar la puerta me vería metido en un buen lío en mi primer día de trabajo. Aquélla no era la solución.

Volví a mi despacho, meditabundo. Uno de los armarios estaba rotulado como «Certificados de residencia». Lo abrí y empecé a revisar carpeta tras carpeta. Al cabo de un rato me detuve, jadeando de horror. En aquellos papeles se reflejaba una monstruosidad de tamaño criminal.

Greene y sus secuaces eran conscientes de que no podían dominar a los ilotas por la fuerza. Por supuesto, tener el control exclusivo del Cladoxpan garantizaba cierto grado de sumisión, pero no era suficiente. Además, no resolvía el problema de qué hacer con los miles de ilotas que sobraban, sobre todo las mujeres, niños y ancianos que eran inútiles para realizar incursiones de aprovisionamiento.

Así que habían tramado un plan diabólico para eliminar cualquier posibilidad de una rebelión.

Al principio, los Guardias Verdes hacían redadas aleatorias. Los ilotas, desarmados, contemplaban con impotencia cómo docenas de residentes de Bluefont eran detenidos sin motivo aparente y llevados a juicio. Todos ellos, sin excepción, acababan desapareciendo y en sus papeles aparecía la palabra «expulsado». Cuando la tensión en el gueto alcanzó niveles explosivos, los «técnicos» de Greene dieron el siguiente paso. Entregaron certificados de residencia a la mitad de la población ilota y a la otra mitad no.

A partir de ese día, las redadas sólo afectaron a aquellos que no tenían el certificado. Desde ese momento, el campo de Bluefont quedó dividido en dos, aquellos que dormían tranquilamente por las noches y aquellos que temían que de repente sonase su puerta y los Guardias Verdes los arrastrasen a lo desconocido. Para los privilegiados, ése era el inicio de la sumisión a Greene. Cuando había una redada, presentaban su certificado y automáticamente dejaban de solidarizarse con aquellos ilotas que no tenían documentación.

Pero aquello tampoco era suficiente. Un día empezaron a repartir dos tipos distintos de certificados de residencia, con foto y sin foto, a elección del propio ilota. Muchos pensaron que «con foto» sería mejor que «sin foto», ya que parecía tener un carácter más oficial. La siguiente redada se abatió sobre los «sin foto» y los que no tenían certificado. Los que tenían foto respiraron aliviados, pensando que se habían salvado, pero a la semana siguiente los certificados «con foto» fueron sustituidos por unos certificados rojos, también a elección de los propios ilotas. Muchos desconfiaron de aquel nuevo documento, por lo que no tuvo mucho éxito, pero dos semanas después hubo una gran redada que arrasó con todos aquellos que no tuviesen certificado rojo, y el resto de los certificados fueron suprimidos.

Aquello sumió al gueto en la desesperación y la desconfianza. Sin embargo, poco después, los certificados rojos fueron sustituidos por otros azules, de los que había dos clases: «Soldados Cualificados» o «Sin Cualificación». Como la elección de cada clase dependía del propio ilota (bastaba con declararse cualificado para que le dieran el documento correspondiente), las dudas volvieron a atenazar a Bluefont. ¿Qué era mejor?

Muchos se olieron una trampa y decidieron declararse «Sin Cualificación», mientras otros muchos pensaron que era mejor ser un elemento útil, ya que así Gulfport no podría prescindir de ellos. Tres días después, todos los declarados «Sin Cualificación» dejaron de recibir su ración de Cladoxpan. Más de mil quinientas personas se transformaron en No Muertos en pocas horas, y el gueto tuvo que ser limpiado a sangre y fuego por los propios ilotas, cada vez más rencorosos y desconfiados entre sí.

Finalmente la Oficina de Justicia emitió un comunicado diciendo que sospechaban que muchos ilotas se habían inscrito fraudulentamente como «Soldados Cualificados» por lo que procedían a anular todos los documentos existentes. Una nueva razzia cayó sobre Bluefont, y los lamentos fueron terribles. Lamentos mucho más terribles por cuanto muchos ilotas se sentían culpables de haberse inscrito en la categoría incorrecta.

Y de nuevo, un certificado distinto, seguido de otro y otro, pasando por todos los colores posibles. El gueto, debilitado y sumiso, aceptaba la situación, rezando por tener el documento acertado en la siguiente batida. Aun infectados, el ansia de seguir viviendo les hacía aferrarse a cualquier esperanza, por mínima que fuese.

Y así, de esa manera cruel y despiadada, Greene tenía el control absoluto de Bluefont. Los ilotas estaban firmemente sujetos bajo su bota.

Me recosté en la silla, demasiado enfermo para seguir leyendo. Era el mismo sistema, casi punto por punto, que habían aplicado los alemanes en los guetos judíos de la Polonia ocupada. Era cruel y atroz, pero terriblemente efectivo.

Dios mío, ¿en qué mierda me he metido? Lucía tenía razón, pensé, es preferible correr el riesgo de internarse en lo desconocido antes que seguir aquí un solo día más.

Teníamos que salir de allí cuanto antes. Aquella misma noche, si era preciso. Cuando iba a levantarme para dejar el despacho, oí la voz de Ann Sue al otro lado de la puerta.

—¡Eeeeh, que no puede entrar si no tiene cita!

La puerta se abrió de golpe. En el umbral, Viktor Pritchenko me observaba, jadeante y cubierto de sudor. Debía de haber venido corriendo desde casa. Al observar su rostro supe que traía malas noticias.

—Lucía —dijo, mientras recuperaba el resuello—. Se ha ido. Ha escapado a Bluefont.