—¿Qué tenemos hoy para comer? —La pregunta salió disparada de la boca de Prit en cuanto asomó la cabeza dentro del tambucho del Corinto II.
—Adivina —mascullé con media sonrisa, mientras me volvía para observar la cara de mi compañero de tripulación. Bajo, fibroso y con un sorprendente estado físico, para estar más cerca de los cuarenta que de los treinta, los intensos ojos azules de Viktor Pritchenko me miraban desde la puerta de acceso que daba al interior del velero, mientras el viento removía su largo cabello rubio. El sol había tostado la piel del antiguo piloto de helicópteros ucraniano hasta darle un espectacular tono cobrizo que contrastaba enormemente con su rubio y pajizo bigote.
—No me digas que tenemos pescado otra vez —gimió Viktor—. ¡Estoy harto de esta dieta de sardina!
—Y yo también —sonreí—, pero tenemos que aprovechar que estamos atravesando una buena zona de pesca. No sabemos lo que vamos a tardar en llegar a tierra, ni cuándo volveremos a tener algo comestible nadando cerca. Además, sabes que las reservas de a bordo son para una emergencia.
Vi cómo el ucraniano se relamía mentalmente pensando en las escasas latas de conserva que se apilaban en un pequeño armario al fondo del camarote, pero finalmente su buen juicio se impuso. Con un gemido se volvió y se dirigió de nuevo a cubierta, mientras rezongaba en ucraniano una retahíla de maldiciones. Justo cuando apoyaba los pies en el primer escalón, una enorme bola de pelo naranja saltó sobre él como una bala de cañón, haciéndole trastabillarse y caer al suelo. Las maldiciones del ucraniano subieron un poco de tono, mientras trataba infructuosamente de sujetar al inquieto gato persa que le observaba divertido y juguetón desde lo alto de una litera, pero no llegó a enfadarse. Hacía falta mucho más que eso para que el eslavo perdiese los nervios.
—¡Sujeta de una vez a tu condenado gato o te juro por Dios que un día de éstos lo lanzo por la borda!
—No lo creo —respondí sin levantar la vista de las caballas recién pescadas que estaba limpiando—. Sé que en el fondo estás encariñado con él, y además no es mi gato. Creo que Lúculo piensa que todos nosotros le pertenecemos a él.
Como para manifestar su aprobación, Lúculo profirió un largo y sonoro maullido a la vez que saltaba de la litera y se dirigía entre contoneos gatunos hacia mí, con la esperanza de que aquellas entrañas de pescado acabasen en su plato. Pritchenko salió definitivamente de la cabina y volvió a dejarme solo con mis pensamientos.
Me miré las manos, llenas de ampollas y escamas de pescado, y se me escapó una risita amarga. Aún me parecía increíble. Apenas un año y medio atrás, mi vida era totalmente diferente. Era un respetado abogado que vivía y trabajaba en Pontevedra, una pequeña ciudad situada en el noroeste de España. Allí tenía mi vida, mis amigos, todo mi jodido y encantador pequeño universo. Un pequeñoburgués, treintañero, alto, delgado, guapo —según decían— y con todo el futuro a sus pies. Un fruto brillante del árbol del baby boom. Nacido con una flor en el culo, como acostumbraban a decir en mi familia.
Es cierto que mi pequeño universo también tenía sus goteras. Mi mujer se había matado en un estúpido accidente de tráfico (¿hay alguno que no lo sea?) unos meses antes de la pandemia y a mí me había llevado mucho tiempo remontar el profundo hoyo negro de depresión en el que me había enterrado, sin saber muy bien cómo.
Cuando el Apocalipsis se desató yo estaba empezando a recuperar el paso después de un año desastroso, en el que la desesperación me había apretado tanto el cuello que había abandonado casi por completo el trabajo, los amigos y la familia, atenazado por la culpa y una pena inextinguible. ¿Por qué diablos dejé que condujera ella, con semejante noche de perros? Durante aquellos meses alcohólicos y borrosos había visto tantas veces el fondo de la botella que había llegado al punto de desear ver el fondo del cañón de una escopeta de cerca. Sería fácil, rápido, y si se hacía bien, indoloro… y justo entonces llegó Lúculo.
Aquel pequeño gato persa de color naranja fue un regalo de mi hermana, preocupada por mi descenso a los infiernos. ¿Qué demonios habrá sido de ella? ¿Dónde puñetas estará? Y sin duda, con aquel regalo había acertado, pues la necesidad de cuidados de aquel gatito me permitió olvidarme de mi autocompasión y salir adelante. Pero ésta es una historia demasiado vieja.
Lo cierto es que los problemas de todo el mundo quedaron empequeñecidos durante aquellas Navidades de hacía año y medio, cuando las puertas del infierno se abrieron en Daguestán. He de reconocer que yo, al igual que la mayoría de los habitantes de Occidente, ni siquiera había oído hablar en mi vida de aquella pequeña república ex soviética perdida en medio de Asia Central. No sé si aquel diminuto país llegó a tener en alguna ocasión un jodido Ministerio de Turismo, pero si era así deberían darles un premio (póstumo) porque las dos últimas semanas en las que el planeta tuvo medios de comunicación, el nombre de aquel pedazo de tierra perdido en el Cáucaso fue sin duda el más repetido en todas las naciones del globo.
La historia es conocida; de hecho, cualquiera que aún siga vivo en este planeta la conoce a la perfección. Un grupo de chalados extremistas (Allah Akbar!!) proveniente de la cercana Chechenia intenta asaltar un viejo depósito de armas de la época soviética con la intención de conseguir material de guerra para su Yihad. El asalto tiene éxito, pero el botín es una basura. En vez de AK-47, granadas, RPG y cintas de munición, los muyahidines se encuentran con un laboratorio de la época soviética medio abandonado, custodiado por una docena de soldados olvidados, y lleno únicamente de probetas, tubos de ensayo y unos cuantos frigoríficos de alta seguridad. El resultado es frustrante, y el cabecilla checheno, cabreado, ordena a sus hombres que arrasen el lugar antes de irse, incluyendo aquellos enormes frigoríficos con pegatinas de advertencia y carteles en cirílico cubriendo sus puertas.
Ésa es la última orden que da, y sin duda alguna, la más estúpida de todas. Menos de quince minutos después, él y todos sus hombres están infectados con el virus TSJ, que llevaba veinticuatro años durmiendo tranquilamente en el fondo de un matraz dentro de aquella nevera. Tan sólo cuarenta y ocho horas después el virus ya se expande sin control por Daguestán y en apenas dos semanas por todo el mundo de manera incontrolable. Llegado ese momento, el cabecilla guerrillero del asalto ya está muerto (o, mejor dicho, convertido en un No Muerto) por lo que no es consciente de que con su pequeño asalto ha desencadenado el Apocalipsis sobre la faz de la tierra. La humanidad borrada del mapa por culpa de una pandilla de pastores analfabetos que no supieron leer los carteles de advertencia en un frigorífico. Irónico. Jodidamente irónico.
Cuando el TSJ se expandió por todo el planeta, los acontecimientos se sucedieron muy rápidamente. Aquel pequeño virus liberado de manera accidental por el guerrillero de nombre desconocido resultó ser un cabrón de la peor especie. No sólo era un virus extremadamente contagioso y letal, sino que su código genético estaba programado para seguir extendiéndose incluso después de haber eliminado a su receptor portador.
Su creador (ya que el TSJ era un producto de la mente humana) había sido uno de los mejores virólogos que había dado la Unión Soviética. Aunque llevaba muerto y olvidado desde hacía al menos dos décadas, había hecho un trabajo brillante de bioingeniería antes de morir cuando intentaba huir a Occidente a través de Berlín Oeste. El TSJ había sido su legado científico más brillante, pero lamentablemente había quedado olvidado cuando todo el proyecto que dirigía fue sometido a la inevitable purga posterior a su muerte. Todos sus experimentos habían quedado confinados en aquellas neveras de seguridad, a la espera de una posterior reevaluación, pero la pesada burocracia soviética primero y la caída de la URSS más tarde ayudaron a que todo aquello se traspapelara y se perdiera en el olvido. Hasta aquel día.
Los infectados por el TSJ no lo tenían nada fácil. Primero morían entre violentas convulsiones y terribles dolores, de una virulencia similar a la del Ébola, para levantarse horas más tarde, cuando ya estaban clínicamente muertos, convertidos en una especie de sonámbulos agresivos que atacaban a todo ser vivo que se cruzase en su camino. No Muertos, comenzó a llamarlos la prensa. Hasta que la prensa dejó de existir, porque la mayor parte de sus integrantes habían engrosado la legión de infectados que rápidamente estaban ocupando el mundo.
A mí todo aquello me pilló como en una pesadilla. Cuando quise darme cuenta estaba envuelto en una de las innumerables evacuaciones ciudadanas que se dieron de forma simultánea, mientras el orden social se resquebrajaba en pedazos y el caos se extendía por todo el mundo como un incendio por una pradera. A los medios de comunicación les siguieron las telecomunicaciones y, más tarde, incluso las estructuras de gobierno empezaron a colapsarse. En el plazo de tres semanas desde la llegada de la infección a España, todo había acabado. Ya no quedaba ningún orden. Ya no quedaba población. De los miles de millones de habitantes que ocupaban el mundo un mes antes, apenas un puñado de supervivientes, unos pocos miles, correteábamos de aquí para allá intentando sobrevivir, entre un mar de No Muertos, pasivos y no muy inteligentes, pero avasalladores por su número. Estaban en todas partes, sin necesidad de comer o de dormir, y a los supervivientes tan sólo nos había quedado una alternativa viable.
Huir.
Sumergí las caballas destripadas en un cubo de agua de mar, pero dejé aparte las entrañas para el gato, en su cubilete de comida. Lúculo me observaba con atención felina, como preguntándose por qué diablos estaba tardando tanto en servirle.
—Aquí tiene el señor. —Le acaricié el lomo mientras se abalanzaba sobre los restos del pescado—. Ya sé que no es Whiskas precisamente, pero al menos es algo, chico.
Lúculo comenzó a masticar ruidosamente, mezclando chasquidos con gorjeos de satisfacción. Mientras observaba cómo el gato engullía las entrañas no pude evitar que una ola ácida me subiese a la boca desde el estómago. Me apoyé en un mamparo mientras las náuseas pasaban. Había contemplado la muerte terrible de demasiadas personas durante los últimos meses y, en ocasiones, pequeñas cosas cotidianas como aquélla me provocaban un enorme malestar. Algo natural, si se piensa que antes del Apocalipsis lo más cerca que había estado de un ser muerto había sido mientras compraba chuletas en el supermercado. Lúculo levantó la vista de su plato y me observó, ligeramente asombrado del color pálido que había tomado mi piel. Juiciosamente, decidió no hacer ningún comentario gatuno y se concentró de nuevo en acabar su ración.
Moviéndome trabajosamente en el pequeño espacio de la cabina, me acerqué hasta el baño del Corinto II. No habíamos tenido tiempo de hacer aguada antes de zarpar, así que el agua dulce a bordo estaba severamente racionada. Habíamos llenado el depósito de servicio, que utilizábamos para lavarnos, con agua salada extraída directamente del océano. La sal corroería todas las conducciones del buque en pocos meses, pero confiaba en que no tuviésemos que permanecer tanto tiempo a bordo del barco. El resultado de dos semanas de lavarse con agua salada se veía en nuestro pelo encrespado y en las aureolas de salitre que acartonaban toda nuestra ropa.
Me lavé la cara varias veces y me observé en el espejo astillado del lavabo. Desde el otro lado me contemplaba un hombre moreno, de facciones angulosas y con una densa mata de cabello negro. Los ojos, profundos y oscuros, estaban ligeramente inyectados de sangre, producto de la falta de sueño y de largas semanas de estrés. O quizá debería decir meses.
Mi vida había sido una completa odisea desde el momento en que me vi forzado a abandonar mi ciudad a causa de la expansión de la pandemia. Primero había huido en barco a la cercana ciudad de Vigo, donde se había formado el mayor Punto Seguro de Galicia, sólo para descubrir que aquélla era una ciudad arrasada. Tras una serie de peripecias había entablado amistad entre las ruinas de la ciudad con Viktor Pritchenko, un piloto de helicópteros ucraniano contratado para combatir incendios forestales y que se había visto atrapado en Galicia por aquella catástrofe, a miles de kilómetros de su familia y su hogar.
Desde aquel momento, Viktor y yo habíamos sido inseparables. Sin ninguna duda, el hecho de estar juntos nos había salvado la vida en más de una ocasión. Empezamos a actuar como un equipo mientras tratábamos de abrirnos camino a través de las ruinas calcinadas y llenas de No Muertos de la ciudad de Vigo y a continuación a lo largo de todo nuestro agitado viaje de huida desde la Península, que nos llevó finalmente hasta las islas Canarias. Descubrir que las Islas Afortunadas se habían convertido en un enorme campamento de refugiados al aire libre, ocupado por supervivientes llegados de todo el mundo, con un racionamiento y una represión militar feroz, y encima al borde de una guerra civil había sido un duro golpe para nuestras esperanzas.
Cuando la situación se hizo insostenible y nuestras vidas comenzaron a correr peligro, decidimos que buscar nuevos horizontes era la única alternativa viable. Las islas de Cabo Verde no estaban excesivamente lejos, y ya antes del Apocalipsis habían sido un lugar remoto y poco poblado. Confiábamos en que la infección no hubiese llegado hasta allí. Podría ser un sitio estupendo para que reiniciásemos nuestras vidas.
Y además estaba Lucía, por supuesto.
Salí del baño, deslizándome entre la mesa central y la base del mástil que bajaba desde la cubierta hasta incrustarse en lo más hondo de la quilla del barco. La puerta que daba al camarote de proa estaba entreabierta. Asomé la cabeza, procurando hacer el menor ruido posible. Tumbada sobre la cama, Lucía dormía profundamente. Llevaba puesto únicamente un biquini estampado con flores rosas y uno de sus brazos colgaba relajado por un costado de la cama. En su mano aún sujetaba una vieja revista de moda que debía de haber salido de la imprenta hacía mucho, mucho tiempo, pero que componía el grueso de la biblioteca de a bordo, junto con un manual de navegación y medio periódico deportivo que el último propietario del barco había usado hacía casi un millón de años antes para calzar unos bidones en la sentina.
Lucía se había unido a nuestro pequeño grupo tan sólo unos cuantos días después de que Prit y yo nos hubiésemos conocido. En el caos que se originó cuando se ordenó la evacuación de los principales núcleos de población, aquella chica se había visto separada de su familia.
Perdida y asustada, había acabado refugiándose en el sótano de un hospital, donde había sobrevivido atrincherada hasta que Prit y yo nos tropezamos con ella. Sin que supiese muy bien cómo, y antes de que nos diésemos cuenta, nos enamoramos profundamente, pese a una diferencia de edad de casi quince años.
Definitivamente, pensé con una media sonrisa, el mundo había cambiado un montón. La mayoría de esos cambios habían sido una mierda del tamaño de un portaaviones, pero algunas cosas, como haber conocido a aquella chica, hacían que de vez en cuando agradeciese profundamente que aquel estúpido asalto de Daguestán hubiese tenido lugar.
Sin embargo, pese a todo el desorden, pese a todo el caos, la muerte y la devastación que se había abatido sobre el mundo por culpa de aquel maldito accidente, ciertas cosas no habían cambiado ni un ápice. Los hombres seguían siendo violentos, egoístas y peligrosos y, si la ocasión lo requería, seguían siendo unos asesinos natos; pero también seguían riendo, cantando, soñando y llorando, y si se terciaba, enamorándose.
Sobre todo si se encontraban con una mujer como aquélla.
Era el tipo de hembra que, antes del Apocalipsis, crearía un atasco con su mera presencia y haría que los hombres con los que se cruzaba por la calle girasen la cabeza. Y ahora también, me corregí mentalmente, sólo que en el mundo ya no quedaban demasiados hombres a los que poder impresionar.
Alta, esbelta, con unas piernas interminables, una cabellera negra que enmarcaba una cara armoniosa de altos pómulos y dos brillantes ojos verdes, tenía esa belleza provocativa y sensual que suelen tener las mujeres cuando abandonan la adolescencia. Con tan sólo dieciocho años, a menudo me recordaba a una pantera, sobre todo cuando se estiraba perezosamente, como hacía en aquel momento.
Tratando de no sobresaltarla, me acerqué a ella y le besé suavemente el cabello. Lucía gimió en sueños y se dio la vuelta, con los ojos entornados.
—¿Qué sucede? —me preguntó con voz adormilada—. ¿Ya es mi turno de guardia?
—No, cariño —le susurré mientras pasaba mis manos por sus largas piernas.
Lucía había hecho el último cuarto de la guardia nocturna, y llevaba durmiendo tan sólo cuatro horas. Se suponía que los tres teníamos que hacer el mismo número de horas de guardia, pero Prit y yo sabíamos que Lucía estaba al límite de su resistencia física, así que procurábamos ahorrarle al menos un par de horas cada uno. Ella no era tonta y se daba cuenta de lo que hacíamos, pero interiormente nos agradecía el gesto. El agotamiento nos estaba pasando factura a todos, aunque Prit y yo teníamos más fondo físico, al menos de momento.
—Sigue durmiendo. Aún puedes descansar al menos tres horas más antes de que tengas que subir a cubierta.
—¿Por qué huele tanto a pescado? —preguntó de repente, arrugando la nariz.
—¡Adivina cuál es el menú que tenemos hoy! —respondí algo avergonzado, mientras procuraba ocultar mis manos llenas de escamas de pescado debajo de la colcha.
—Brffgghhh. —Lucía se dio la vuelta y se tapó la cabeza con la almohada. Justo en ese momento, el barco dio un bandazo cuando una ola un poco más alta golpeó el casco de costado. Pensé que si íbamos a tener una tarde de mar movida debía acabar con la comida cuanto antes, para ayudar a Prit a ayustar los cabos.
—En fin, ya que me preguntas —continué sin compasión—, te diré que estuve dudando entre preparar unos filetes Wellington con reducción de Oporto y patatas asadas o unas simples caballas cocidas sin acompañamiento. Sé que, en el fondo, Viktor y tú sois dos personas de gustos sencillos, así que me incliné por el menú más ligero y…
—¡Cállate de una vez o te haré callar yo de otra manera! —me dijo mientras enlazaba sus manos detrás de mi cuello y me miraba fijamente con sus enormes ojos verdes.
Un nuevo bandazo me hizo perder el equilibrio y caí sobre ella. Noté la presión de sus senos contra mi pecho desnudo y el sabor cálido de su saliva cuando me besó durante unos segundos que parecieron interminables. Algo empezó a agitarse dentro de mis pantalones y de repente sentí que la temperatura de aquella cabina subía varios grados de golpe.
—Quizá podríamos tomarnos el postre antes de la comida —le susurré en el oído, mientras mi mano se deslizaba hacia el nudo de la parte superior de su biquini.
Por toda respuesta, ella arqueó la espalda para facilitarme la maniobra mientras me mordisqueaba el cuello. De repente, un nuevo golpe de mar sacudió violentamente el casco del Corinto II, tan violentamente que nos hizo rodar a los dos contra el mamparo de estribor. Mi espalda golpeó contra una esquina puntiaguda —cumpliendo la vieja norma marinera de que siempre que salgas despedido de espaldas contra algo tropezarás con la única parte que pueda hacerte daño— y por un momento se me cortó la respiración.
—¿Estás bien? —preguntó Lucía tratando de sofocar las carcajadas que subían por su garganta—. No sabía que te referías a esto cuando decías que…
—Yo tampoco, créeme —rezongué, mientras me echaba la mano a la base de la espalda. Dolía como si me hubiesen clavado un piolet en la columna—. ¿Qué cojones está haciendo Viktor ahí arriba?
La voz urgente del ucraniano me respondió antes de que pudiese decir nada más.
—¡Subid a cubierta cuanto antes! ¡Tenéis que ver esto!
De un salto abandoné la cama y me lancé hacia la portilla que daba a cubierta. Al atravesar el comedor del barco fui levemente consciente de que la tartera donde estaba el pescado había caído al suelo y que Lúculo estaba acechando con ojos golosos a las caballas destripadas que se movían por el suelo de un lado a otro siguiendo los bandazos cada vez más fuertes que daba el barco. Decidí que ése era un asunto que podía esperar y me propulsé por las escaleras hasta asomar la cabeza en cubierta.
El espectáculo me dejó boquiabierto. La última vez que había estado fuera de la cabina había sido dos horas antes, cuando había estado pescando las caballas que en aquel momento saltaban alocadamente por el suelo del comedor. El cielo que entonces estaba totalmente despejado, como todos los días desde que habíamos salido de Tenerife, se había transformado en un inquietante mosaico blanquecino.
Sobre nuestras cabezas pasaban rápidamente jirones de nubes de media altura, que se agrupaban y se separaban de forma alocada. El mar, que estaba bastante tranquilo hasta hacía apenas un rato, comenzaba a cubrirse de cabritillas de espuma que golpeaban los costados del barco sin ningún orden aparente. Pero cuando volví la cabeza a barlovento sentí que la sangre desaparecía de mi cara. Un enorme muro negro cruzaba todo el horizonte hasta más allá de donde alcanzaba la vista, iluminado cada pocos segundos por el resplandor de docenas de rayos que no podíamos ver desde allí. Aquel monstruo era muchísimo más grande que la mayor de las tormentas que jamás había visto en alta mar.
Me dejé resbalar hasta la bañera del timón y eché un vistazo al barómetro. Como había sospechado, la columna de mercurio estaba increíblemente baja, y seguía descendiendo ante mis ojos de una manera perfectamente visible.
Tragué saliva y por un momento deseé que todo aquello fuese sólo una pesadilla. Había oído hablar de un desplome barométrico con anterioridad, pero jamás pensé que fuese a ver uno en persona. Y menos en aquellas circunstancias, a cientos de millas del puerto más cercano y en un barco viejo con el aparejo en mal estado.
—¿Qué puñetas es eso, capitán? —A los ojos de Viktor, que yo tuviese el título de patrón de embarcaciones de recreo me convertía automáticamente en un avezado marino. El hecho de que aquel título sólo me habilitase para pilotar pequeñas embarcaciones y que, hasta entonces, jamás me hubiese alejado más de tres millas de la costa no parecía importarle demasiado, pero yo estaba aterrorizado.
—Aún no estoy seguro, Viktor —respondí mientras hacía girar apresuradamente el enrollador del spinnaker—. Pero si es lo que me temo, podríamos estar metidos en un problema bien gordo.
—¿Cómo de gordo? —preguntó el ucraniano mientras me ayudaba a recoger la vela.
—Viktor, esto es grave —le respondí quedamente, mientras le miraba muy serio. Lucía se había asomado por la escotilla y nos escuchaba con los ojos muy abiertos, mientras observaba el muro de nubes que se desplazaba velozmente hacia nosotros—. Espero equivocarme, pero si no es así… puede que dentro de menos de dos horas estemos muertos.