Cuando uno de los hombres de Grapes me dejó delante de la casa que nos habían asignado, ya casi era noche cerrada sobre Gulfport. Una suave llovizna caía, dibujando extrañas formas sobre los charcos de luz de las farolas. Hacía frío y sentía cómo la lluvia calaba mis huesos, pero una sensación aún más fría inundaba mi interior.
Estaba sucio, cansado y emocionalmente agotado, pero aun así remoloneé un rato, evitando entrar. Trataba de retrasar lo inevitable. Me sentía sin ánimos para el enfrentamiento que me esperaba en el interior. Finalmente, subí los escalones del porche y entré en mi nuevo hogar.
Era la típica casa de suburbio acomodado, de dos plantas, césped delante de la puerta, porche de madera y garaje adosado a un lado. El interior era acogedor y amplio, con un mobiliario elegante, aunque con un punto entre hortera y estrafalario. De una pared colgaba una enorme foto enmarcada de Charlton Heston dirigiéndose a una multitud de la Asociación Nacional del Rifle y sosteniendo un arma sobre su cabeza.
—Por fin has llegado —dijo Viktor Pritchenko, asomándose desde la puerta de la cocina—. Estábamos preocupados por ti. ¿Dónde has estado?
—Es muy largo de explicar, Viktor —contesté—. Sólo sé que he evitado que esta tarde muriesen al menos cincuenta personas a manos de esos lunáticos religiosos.
—Bueno, al menos hoy has hecho algo bien —contestó el ucraniano con una nota de tristeza en su voz—. Deberías hablar con Lucía. Está muy enfadada contigo.
Suspiré, desalentado. Estaba claro que no iba a poder esquivar aquella conversación hasta el día siguiente, como era mi intención.
—Hablaré con ella. —Le di una palmada en el hombro—. No te preocupes, viejo amigo.
Entré en el salón. Lucía estaba sentada en un mullido sofá, con el gato jugueteando con un par de calcetines a sus pies. Tenía un libro sobre el regazo, pero no había leído ni las primeras páginas. Su expresión se endureció al verme.
—Estás aquí —dijo con una voz gélida.
—Pues sí —contesté mientras me dejaba caer sobre otro de los sillones—. He estado en el ayuntamiento con Greene hasta hace apenas media hora. Cuanto antes se lo sueltes, mejor. Me ha propuesto entrar a formar parte del equipo de gobierno de Gulfport.
—¿Cómo dices? —Lucía me contempló, atónita.
—Necesita a alguien que pueda hacer de intermediario con los ilotas que viven en Bluefont. Es en un barrio residencial separado por alambradas, al otro lado del río, aunque se encuentra dentro del perímetro del Muro. Más de la mitad de esa gente es de origen hispano, pero no hay nadie a este lado de Gulfport que hable castellano, así que cree que soy el hombre indicado.
—Le habrás dicho que no, por supuesto.
Respiré hondo. Ahí va.
—He aceptado el cargo. Empiezo mañana.
—Pero ¿se puede saber qué coño te pasa? ¿Cómo has podido?
—Lucía, hoy he salvado la vida de un montón de gente —dije—. Aunque a uno de ellos no me habría importado que le pegasen un tiro allí mismo. Y lo he hecho precisamente por lo que te he dicho. Si ocupo ese cargo, tendré la oportunidad de velar por los intereses de los ilotas, de mejorar sus condiciones de vida.
—¿Velar por ellos, dices? ¿Y en qué condiciones? ¿Vas a conseguir que ese predicador pirado te escuche y dejen de ser ciudadanos de segunda? ¿Que dejen de ser los únicos que arriesguen el pellejo?
—Aún no lo sé —contesté tercamente—. Pero estoy seguro de que se me ocurrirá la manera.
Era incapaz de confesarle que esa tarde, mientras evitaba una masacre en el puente que conducía al gueto de Bluefont, una vieja sensación de euforia que no disfrutaba desde hacía años había vuelto a recorrer mi cuerpo. Antes del Apocalipsis, yo era un abogado de prestigio, capaz de cerrar acuerdos imposibles y de negociar condiciones extremas. Aquel sentimiento de invencibilidad, de poder lograr casi cualquier cosa simplemente argumentando… suponía una droga tan fuerte y poderosa que había sido mi principal motor anímico durante años.
Pero un día llegaron los No Muertos y todo aquello desapareció de golpe. Llevaba desde entonces arrastrándome por medio mundo, sobreviviendo de milagro y descubriendo, de forma amarga, que todos mis conocimientos y habilidades dialécticas no valían absolutamente para nada en aquella nueva sociedad en ruinas.
Y de repente, esa tarde, la vieja magia había vuelto a fluir. Lo había vuelto a hacer. Por primera vez en mucho tiempo me sentí realmente útil, en medio de toda aquella devastación.
Pero sabía que Lucía no entendería nada de aquello, o por lo menos no sería capaz de aceptarlo en aquel momento. Estaba demasiado enfadada, con el reverendo Greene, con la odiosa sociedad racista de Gulfport y, sobre todo, conmigo. Tenía que intentar razonar con ella.
—Lucía, para bien o para mal estamos aquí. Tenemos que intentar encajar lo mejor que podamos en este sitio.
—¿Por qué?
—Porque no sé si Gulfport va a ser nuestro hogar definitivo o no, pero de lo que estoy seguro es de que vamos a pasar al menos una temporada en esta ciudad. Y también sé que si tuviésemos que irnos lo pasaríamos muy mal ahí fuera.
—Puede ser. —Lucía me cogió las manos y me miró a los ojos, suplicante—. Pero saldríamos adelante, como siempre hemos hecho. Este sitio está enfermo, esta gente está enferma, y tú lo sabes. Gulfport no es nuestro lugar, nosotros no somos como ellos. Vámonos de aquí, hoy mismo, los tres.
—¿Y adónde iríamos? —pregunté—. No podemos salir de aquí y simplemente empezar a caminar sin rumbo. Estamos en América, maldita sea, y esto es enorme. Hay millones de No Muertos ahí fuera. No tenemos más remedio que quedarnos aquí.
—¡Pues si nos quedamos, enfrentémonos a Greene y sus desvaríos!
—¿Y cómo quieres que nos enfrentemos a él? ¡Nos ha ofrecido su hospitalidad! ¡Nos ha salvado la vida! ¡Se lo debemos!
—¡No le debemos nada! ¿Es que estás ciego? ¿No has visto cómo tratan a esa gente?
—¿Y tú no has visto cómo está el mundo fuera de este sitio? —exploté, furioso, mientras me volvía hacia ella—. ¿No has tenido ya suficiente dosis de sangre, muerte y destrucción? ¿No estás cansada de dormir todas las noches con un ojo abierto, de pasar frío, miedo y penurias? ¿No estás harta de ir huyendo permanentemente de un lugar a otro desde hace dos años? ¿No ves que este lugar es un sitio bueno y seguro para vivir? ¡Nos están ofreciendo su hospitalidad, y tú les escupes en los ojos, joder!
—¿A qué precio es esa hospitalidad? ¿Al precio de vivir en una especie de pequeña Sudáfrica del apartheid? ¿Al precio de ver cómo maltratan a los ilotas? —De los ojos de Lucía salían auténticas llamaradas.
—¡Al precio de poder seguir vivos! —grité, desencajado—. ¡De poder tener un futuro!
—Yo no quiero ese futuro —contestó Lucía, con los ojos brillantes. Estaba a punto de echarse a llorar—. No así.
—Pues no tenemos alternativa. —Me levanté del sofá y abrí los brazos—. ¡Mira a tu alrededor! ¡No tenemos nada! ¡Incluso la ropa que llevamos puesta es un regalo, por el amor de Dios!
—Nos tenemos los tres —replicó Lucía—. Viktor, tú y yo.
—Al parecer tú tienes a alguien más —contesté, irritado y empachado de celos—. Un tal Carlos Mendoza me ha mandado saludos para ti. No has necesitado ni llegar a Gulfport para granjearte admiradores.
Lucía palideció y sus ojos se redujeron a dos ascuas incandescentes. Me arrepentí al instante de haber hecho aquel comentario. Era injusto con Lucía, no venía al caso y era algo cruel, pero estaba cansado e irritable, y además en mi fuero interno me sentía terriblemente sucio por hacerle el juego al reverendo Greene. El problema de las palabras es que una vez lanzadas ya no hay fuerza humana capaz de hacerlas volver.
—Al menos Carlos Mendoza tiene la suficiente dignidad para despreciar a Greene en su cara —dijo muy despacio.
—Él no tiene que preocuparse de mantener a salvo a una mujer, a un gato y a un ruso loco —contesté con acritud.
—Por la mujer no hace falta que te preocupes más —respondió Lucía, altiva—. A partir de ahora cuidaré de mí misma.
Se levantó evitando mirarme, recogió al gato del suelo y tras plantarle un beso enorme entre sus ojos lo apoyó en mi regazo. Después, sin mirar atrás, salió del salón dando un portazo.
Lúculo me miró sorprendido. La cara del gato persa estaba húmeda de las lágrimas de Lucía. Y yo me sentí totalmente desgraciado.