—Reverendo, ya están aquí. —Susan Compton, su secretaria particular, entró anadeando sobre sus cortas piernas. Cincuentona, era rechoncha, miope y más fea que un dragón, pero era tremendamente eficiente y mantenía la oficina del ayuntamiento en orden con mano férrea desde hacía dieciséis años.
—Haga que pasen, Susan —contestó Greene mientras rodeaba su mesa y se sentaba en el enorme sillón que un día había pertenecido a Stan Morgan (que Dios lo tenga en su Gloria, amén, aleluya). El antiguo alcalde de Gulfport había tenido el buen gusto de morir de un vulgar infarto la semana siguiente de haber nombrado a Greene su primer consejero, poniéndole al reverendo la ciudad en bandeja de plata. La rodilla llevaba latiéndole intermitentemente todo el día, pero la intensidad del dolor había aumentado un grado.
La puerta se abrió de nuevo y un grupo de cinco personas entró detrás de la señora Compton. Abriendo la marcha iba Malachy Grapes, su brazo derecho, seguido de Strangärd, aquel marinero sueco que había llegado a Gulfport después de un azaroso viaje desde Virginia, donde le había sorprendido el Apocalipsis. Pero lo más interesante eran las tres personas que entraron inmediatamente detrás.
Encabezaba el grupo un individuo alto y delgado, con el pelo negro alborotado y una expresión desconfiada en el rostro. Le seguía un tipo rubio, con un poblado mostacho justo debajo de unos extraños ojos azules, pero lo mejor del trío era sin duda la chica que cerraba el grupo, alta, joven, muy guapa y con un enorme gato naranja dormitando entre sus brazos.
Y lo más importante, los tres eran blancos.
—¡Bienvenidos, hijos míos, a esta Nueva Jerusalén! ¡Bienvenidos a Gulfport, hogar de los Justos, fortaleza del Señor y punto de partida del inminente Segundo Advenimiento de Cristo! —El reverendo se acercó y les impuso las manos. La expresión de los recién llegados era confusa ante aquel recibimiento, pero se dejaron hacer.
—Ha sido un viaje muy largo hasta aquí —replicó el tipo alto y moreno.
—Estoy deseando oír esa historia de vuestros propios labios, pero antes, me gustaría que el oficial Strangärd me contara cómo Dios os puso en el camino de la Salvación. —El reverendo hizo una señal a Strangärd para que se acercara, mientras que con la otra mano indicó discretamente a Grapes que abandonase la habitación. Que tu mano derecha no sepa lo que hace tu izquierda, dijo el Señor.
El oficial sueco comenzó a relatar cómo en medio de una tormenta habían visto elevarse unas bengalas de emergencia muy cerca del Ithaca, y le contó el subsiguiente rescate. Strangärd narraba las cosas de una manera ordenada, seca y eficiente, de un modo muy profesional. Cuando finalizó su informe se relajó ligeramente y esperó con paciencia a que el reverendo hiciese alguna pregunta.
Para Greene era suficiente. Estaba seguro de que el informe que le facilitaría el capitán Birley más tarde coincidiría plenamente con el del sueco, pero era mejor estar totalmente seguro. Ten ojos en todas partes y oídos en más partes todavía. No era de la Biblia, pero su padre lo decía siempre, y era una de las pocas enseñanzas aprovechables de aquel loco borracho.
—Ya es suficiente, querido Strangärd. —Greene le cogió del brazo y lo acompañó hasta la puerta—. No quiero robarle más tiempo. Estoy seguro de que el capitán Birley necesitará de su inestimable ayuda para la descarga del Ithaca.
El sueco protestó, pero Greene fue inflexible. Una vez que estuvieron solos en el despacho, invitó a los tres náufragos a que tomasen asiento.
—Bien, ahora pueden empezar —dijo mientras se reclinaba en su silla.
El tipo alto y moreno, que según decía era abogado antes del Apocalipsis, llevaba la voz cantante. De vez en cuando el rubio bajito añadía algo, y la chica se limitaba a asentir, mientras acariciaba al gato con aire distraído.
—… entonces fue cuando llegamos a Tenerife —estaba diciendo el abogado en aquel momento—. Fue una sorpresa descubrir que la isla estaba llena de refugiados procedentes de toda Europa que…
—¿Llena de refugiados? —Greene saltó como un resorte al oír aquello—. ¿Qué quiere decir con llena? ¿No había No Muertos en la isla?
—No, la isla estaba a salvo, como Gulfport, pero las condiciones eran mucho más penosas. Toda aquella muchedumbre consumía cantidades enormes de recursos, y había una gran carestía, pero aun así se podía vivir con cierta dignidad.
—Y no había nadie aplicando leyes de pureza racial al estilo de Hitler —añadió secamente la chica, con una mirada ofendida en sus ojos.
El abogado lanzó una mirada cargada de advertencia a la muchacha, pero Greene no le prestó atención. Su mente funcionaba a toda velocidad. ¡Una isla llena de refugiados! ¡Había otro lugar aparte de Gulfport que había sobrevivido al Apocalipsis! Un sudor frío recorrió su espalda. Si existían otros puntos donde aún resistían los humanos, entonces eso significaba que Gulfport podría no ser la Nueva Jerusalén. No eran los únicos corderos salvados del sacrificio por el Señor.
Entonces… si no eran los únicos… No, eso era imposible. Él era el Profeta. Él era el salvador de los Justos. Todo el mundo en Gulfport creía y respetaba aquella idea, que había repetido una y otra vez a lo largo de sus sermones diarios. Y ese convencimiento era lo que hacía que nadie discutiese su papel como líder de la comunidad. Si la gente de Gulfport se enteraba de que existían más lugares, alguien podría plantearse que su salvación no dependía únicamente de la intervención divina a través del reverendo. Y eso llevaría inevitablemente a que, en algún momento, alguien pusiera en tela de juicio el liderazgo de Greene. Y que a lo mejor sus ideas no eran Revelaciones del Señor.
Eso no era posible. No podía ser posible.
El abogado terminó su relato. Greene los miró en silencio, durante unos instantes, y finalmente se inclinó hacia ellos con una sonrisa enorme en su rostro.
—¡Hermanos, hermanos! Sois como el hijo pródigo. Habéis caminado por el largo valle de las sombras, pero finalmente estáis en el lugar de la leche y la miel, donde el ciervo y el león duermen a la misma sombra. Que no os quepa duda que de ahora en adelante la República Cristiana de Gulfport será vuestro nuevo hogar.
—Se lo agradecemos enormemente, reverendo —dijo el abogado con una expresión aliviada en su rostro—. Por supuesto, estamos dispuestos a ayudar en lo que haga falta. Si hay algo que podamos hacer…
—Pues sí, hijo mío —replicó Greene—, tengo que pediros un inmenso favor.
—¿Qué es?
—Tengo que pediros que no le contéis a nadie vuestra historia. Y cuando digo a nadie, me refiero a absolutamente nadie. ¿Se la habéis dicho ya a alguien?
—El capitán Birley lo sabe —replicó el abogado, tras pensar un rato—. Pero tan sólo él. Ahora que lo dice, ninguno de los demás oficiales de a bordo preguntó nada. No había caído hasta ahora.
Bien hecho, Birley, pensó el reverendo Greene, sabes lo que te conviene. Y también sabes mantener a raya a tus hombres. Ahora entiendo por qué ese maldito sueco quería quedarse a toda costa.
—Bien —continuó Greene chasqueando la lengua, mientras hilvanaba una excusa—. Eso es bueno. Necesito que mantengáis el secreto por un sencillo motivo. Si las buenas y piadosas gentes de Gulfport se enterasen de que hay necesitados en Tenerife, o en la otra punta del mundo, insistirían en emprender una expedición para ir hasta allí, hasta que los rescatásemos a todos de la oscuridad y del pecado.
—Comprendo —dijo el abogado. Una luz de alarma se había encendido en sus ojos.
A Greene, acostumbrado a las mentiras y las medias verdades, no se le escapó la leve vacilación del abogado y las miradas nerviosas que se cruzaron entre ellos. Le estaban ocultando algo. No quieren saber nada de Tanerife, o como diablos se llame ese sitio, pensó. Estaban huyendo de allí cuando se cruzaron con el Ithaca. Tienen miedo.
—Los buenos habitantes de Gulfport emprenderían el viaje aun a riesgo de perecer todos en el intento, pues son fieles seguidores de Cristo. —El reverendo abrió los brazos, como abarcando una muchedumbre imaginaria—. Pero son mi rebaño, y he de velar por todos ellos. No puedo permitir que se lancen a una misión suicida, para traer aquí, a la seguridad de Gulfport, a todas esas gentes. Por eso pido su silencio. Lo comprenden, ¿verdad?
—Por supuesto, reverendo —se apresuró a contestar el abogado—. Puede contar con que nuestros labios estarán sellados.
—¡Pero la gente tiene derecho a saber que hay más supervivientes por el mundo! —protestó la chica, indignada—. ¡Si no lo saben, al fin y al cabo serían como prisioneros de esta ciudad! ¡Toda esa gente, esos ilotas, tienen derecho a poder decidir si quieren vivir en otra parte, y no como vulgares presidiarios!
—Lucía, creo que no es el momento para eso —la cortó el abogado, tajante—. El reverendo nos ha pedido un favor, tan sólo un favor a cambio de su hospitalidad, y creo que se lo debemos.
Lucía abrió la boca para añadir algo más, pero al ver la expresión severa del abogado se lo pensó dos veces y se calló. En vez de eso comenzó a acariciar al gato con tanta fuerza que éste, sorprendido, lanzó un maullido de protesta. La tensión entre ellos era evidente.
—Hija mía, hija mía —los interrumpió Greene, con voz piadosa—. Déjame contarte una historia. Hace mucho tiempo, en la época de los griegos, existía una ciudad llamada Esparta. Por supuesto, eran todos unos idólatras impíos que adoraban a falsos dioses de barro y estaban lejos de la luz de Nuestro Señor, sin embargo, en muchos aspectos eran una sociedad admirable. Los espartanos vivían rodeados de enemigos que pretendían verlos muertos a toda costa, tal como nos ocurre a nosotros hoy en día. Por ello, para sobrevivir, crearon una casta, a los que llamaron ilotas, que se encargaban de cultivar sus campos, cuidar su ganado y facilitarles todas las cosas materiales que necesitaban para que los espartanos pudieran dedicarse única y exclusivamente a defender sus murallas. Eso mismo hacemos nosotros aquí, y por eso precisamente tenemos a nuestros ilotas.
—¿Y quién decide que una persona es ilota o no? —preguntó Lucía, con un hilo de voz.
—Dios nuestro Señor, por supuesto —replicó Greene, auténticamente sorprendido—. Adán y Eva eran blancos, como los Apóstoles, como Moisés y todos los profetas que aparecen en la Biblia. Fue Dios quien lo decidió así. El resto de las razas o bien son mezclas bastardas, como esos sucios chicanos, o bien son fruto directo del pecado, como los negros. Por eso lo llevan marcado en su piel. Al permitirles vivir bajo nuestra santa protección, les estamos haciendo un favor, pues así pueden expiar sus culpas.
Lucía hizo un esfuerzo titánico para controlar la respuesta afilada que se formaba en su boca. El ucraniano, por su parte, se removió incómodo en su silla. Tan sólo el abogado mantenía una expresión impenetrable en su rostro, sin dejar traslucir la más mínima emoción.
—Reverendo —comenzó a decir, tratando de controlar el tono de su voz—. De donde nosotros venimos esa forma de pensar estaría muy mal considerada. Espero que entienda…
—¡No! —cortó Greene, tajante, dando una fuerte palmada sobre la mesa—. ¡Eso es así y no hay nada que discutir! ¡Por culpa de la dejadez, la tolerancia y el hedonismo Dios ha castigado a la raza humana! ¡Llevo años anunciando que esto iba a pasar, y no me hicieron caso! ¡No me hicieron caso! ¿Me entiende? ¡No me hicieron caso hasta que fue demasiado tarde! ¡Yo tengo razón! ¡Yo soy el Profeta! —Greene se había levantado y gesticulaba al hablar, con ojos enfebrecidos. El lazo de su cuello se había deshecho y lanzaba minúsculas partículas de saliva al hablar—. ¡Por convivir con maricones, comunistas, negros, indios y chicanos! ¡Por aceptar a un negro como presidente de este país! ¡Dios ha desatado su ira, y hasta que retomemos la recta senda no se producirá su Segunda Venida! ¡Si no aceptáis esa verdad, entonces no hay sitio en Gulfport para vosotros!
Greene se desplomó en su silla, jadeando. Cogió una jarra de agua y se sirvió un vaso con mano temblorosa. Al beber, derramó unas cuantas gotas sobre su pechera.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Cuál es vuestra respuesta? ¿Cuál es vuestro lado del Muro?
—Nosotros… —comenzó a decir el ucraniano.
—Nosotros aceptamos su hospitalidad y sus normas, reverendo Greene —le interrumpió rápidamente el abogado—. Seremos buenos habitantes de Gulfport, se lo prometemos.
—Pero esto es… —intervino Lucía, aunque se calló de inmediato. El abogado la miraba con un elocuente cállate de una vez escrito en sus ojos.
—¿Es su mujer? —preguntó el reverendo.
—Es mi pareja, sí, pero no veo que…
—Será mejor que aprenda a meterla en cintura cuanto antes, querido amigo. «Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino que debe estar en silencio», Timoteo, dos, once —recitó de memoria el reverendo Greene acariciando su Biblia—. El propio Señor nos indica cuál es el sitio de las mujeres. Son madres y esposas, pero no tienen capacidad para opinar, ni para tomar decisiones. Su cerebro no está hecho para pensar, como es evidente.
—No se preocupe, reverendo, aprenderá a controlar su lengua —contestó el abogado, mirando expresivamente a Lucía. Ésta, roja de furia y humillada, mantenía la cabeza gacha y acariciaba con fuerza al gato, que maullaba incómodo.
—Bien, en ese caso, creo que ya hemos acabado. La señora Compton les indicará cuál es su nueva casa cuando salgan. Hay un montón de espacio libre en Gulfport y creo que cuando vean dónde van a vivir estarán…
La puerta se abrió de golpe, interrumpiendo al reverendo. Y ahora qué pasa, rumió Greene. Aquélla estaba siendo una reunión mucho más difícil de lo que había pensado.
Malachy Grapes permanecía de pie en la puerta, con aspecto nervioso. El Ario se balanceaba inquieto sobre sus pies, como si le hubiesen entrado unas ganas urgentes de orinar.
—¿Qué sucede, Malachy? —preguntó Greene, sin molestarse en ocultar el tono molesto de su voz. Todo el mundo sabía que nadie debía interrumpir al reverendo salvo por causa de fuerza mayor.
—Son los ilotas del Ithaca, reverendo. Hay problemas. Un grupo de chicanos se niega a aceptar el pago convenido. Están reclamando algo, pero no tengo ni idea de lo que dicen. No hablan inglés, sólo esa jerga de mierda de español. —Grapes se llevó la mano a la boca—. Disculpe mi lenguaje, reverendo.
—¡Cómo se atreven! —El reverendo se levantó y apuntó con su dedo calloso a Grapes—. ¡Dales una lección! ¡Diézmalos! ¡Mata a la mitad de ellos para que aprendan cuál es su lugar!
—¡No! —gritó Lucía de golpe. El abogado y el ucraniano se volvieron hacia ella, sorprendidos por la nota de pasión que temblaba en su voz—. ¡No los mate, reverendo, se lo ruego!
—¡Cállate, niña! —atajó el reverendo—. Grapes, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Como usted ordene, reverendo.
El Ario se dio la vuelta y se dispuso a salir de la habitación, pero en ese momento el abogado se levantó. Y tú qué quieres ahora, pensó Greene.
—Espere un momento, reverendo —terció—. Yo hablo español perfectamente. De hecho es mi lengua nativa. Si me permite hablar con ellos, quizá pueda saber qué es lo que reclaman y así evitaríamos un derramamiento innecesario de sangre.
Greene se sentó, meditando las palabras del abogado. Tenían cientos de ilotas y eran fácilmente sustituibles, pero la situación entre ellos ya era muy explosiva. Una purga no ayudaría a calmar los ánimos, y no podía correr el riesgo de enfrentarse a una rebelión abierta. No en aquel momento.
—De acuerdo —asintió, mientras se ponía el sombrero—. Ven conmigo. Su mujer y su amigo pueden dirigirse a su nuevo hogar. La señora Compton les acompañará.
Y sin más, salió de la habitación. El abogado cruzó unas palabras apresuradas con sus acompañantes, repletas de aspavientos y gestos enfurecidos, pero Greene estaba demasiado enfadado como para detenerse en ese detalle. Que arregle en casa sus propios problemas. Yo tengo que arreglar los míos ahora.
Grapes les esperaba en la puerta del ayuntamiento, al volante del Hummer con el motor encendido. El reverendo se subió en el asiento trasero, mientras el espigado abogado se sentaba en el delantero. Circularon hacia el norte durante unos minutos, en un silencio total, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Cuando finalmente llegaron, el Hummer se detuvo junto a un puente que cruzaba un ancho canal. Las dos orillas del brazo de agua estaban cercadas por un alto muro de cemento cubierto de alambres de espino. En el puente, junto a una señal oxidada y cubierta de agujeros de bala que decía «¡Bienvenidos a Bluefont!» se levantaba una enorme torre de acero con reflectores en su parte superior, que recordaba a una barbacana medieval. En lo alto de la atalaya, dos Arios, apostados detrás de sendas ametralladoras M60, cubrían la puerta de acero que cerraba el puente. Al otro lado de la puerta un grupo de unos cincuenta ilotas gritaba y gesticulaba, al tiempo que arrojaban cascotes y botellas vacías contra la torre. Ninguno de ellos iba armado, ya que los ilotas tenían restringido el acceso a las armas dentro de los límites de Gulfport.
—Bien, hijo mío —dijo Greene, bajándose del vehículo—. Ésta es tu oportunidad. Demuéstrame qué sabes hacer.
El abogado salió del Hummer y caminó hacia la pesada puerta de acero. Un Ario apostado en la parte baja abrió una portezuela para franquearle el paso. En cuanto atravesó la puerta, se apresuró a cerrarla tras él.
Los ilotas situados al otro lado del puente se fueron quedando en silencio en cuanto vieron la figura inquieta del abogado. Respirando hondo, caminó hacia ellos, aparentando más seguridad de la que realmente tenía.
—Hola a todos —saludó en español—. Vengo en nombre del reverendo Greene. ¿Qué es lo que sucede aquí?
Un tipo alto y moreno, con un uniforme militar en el que ponía «Dobzhansky» en el bolsillo superior derecho, se adelantó desde el grupo.
—Soy Carlos Mendoza —dijo en tono desafiante—. ¿Quién eres tú, y qué quieres?
—Soy la persona que puede evitar que los tipos de ahí detrás —levantó su brazo y señaló a los dos Arios de las ametralladoras— os eliminen a todos en menos de un minuto, a no ser que me digáis qué diablos queréis. Ese Greene tiene pinta de estar lo suficientemente loco como para ordenarles abrir fuego, y le falta muy poco para hacerlo, así que vuelvo a preguntar: ¿qué es lo que sucede aquí?
—¡Nos han engañado! —rugió una voz desde la multitud—. ¡Nos prometieron diez litros por persona, y sólo nos han dado tres!
Un coro de voces comenzó a protestar al unísono, apoyando aquellas palabras. El hombre llamado Carlos Mendoza hizo un gesto para que guardasen silencio. Una vez que lo consiguió se volvió de nuevo hacia el abogado.
—Ya los has oído —dijo—. Nos deben siete litros de Cladoxpan por persona, a todos los que hemos ido en el Ithaca. Dile a tu reverendo que mientras no nos dé lo que nos pertenece, no pensamos movernos de aquí.
—¿Cladoxpan? —preguntó el abogado, confundido—. ¿Qué es eso? ¿Un licor?
La cara de Mendoza se transformó de la sorpresa al oír aquello.
—¿Me tomas el pelo? ¿Cómo es posible que no sepas qué es el Cladoxpan? ¿De dónde has salido? Espera un momento… Tú no serás uno de los náufragos que rescató el Ithaca en alta mar, ¿no?
El abogado asintió, inquieto. El otro, al ver el gesto, soltó una risotada lúgubre.
—Esos huevones chingados son tan cobardes que ni siquiera se atreven a venir en persona a este lado de la valla. Mandan a un pobre estúpido que ni siquiera sabe de qué habla. No mames, wey.
—Si me cuentas de qué estamos hablando quizá pueda ayudarte —contestó el abogado con calma—. De otro modo, será imposible.
—El Cladoxpan es un medicamento —aclaró el otro pacientemente, como si le hablase a un niño—. Mantiene las concentraciones de TSJ en niveles muy bajos y nos permite seguir viviendo como personas. Todos estamos infectados por ese pinche virus, y si no bebemos al menos medio litro de esa solución al día, entonces estamos chingados. ¿Lo entiendes ahora, chico blanco?
El abogado inspiró aire, pensativo.
—O sea, es como un paliativo ¿no? Es decir, ese Cladoxpan no elimina el TSJ, pero lo debilita lo suficiente como para que no haga efecto.
—Veo que eres listo —dijo Mendoza con voz amarga—. Es algo parecido a la insulina para los diabéticos. Mientras lo consumamos todo irá bien, pero si dejamos de ingerirlo entonces… se acabó. ¡Y ese cabrón nos debe siete litros por persona! ¡Nos prometió diez litros si viajábamos en ese pinche barco y hemos cumplido! ¡Ahora le toca a él!
—¿Cómo os habéis infectado? —preguntó el abogado, curioso, sin prestar atención a las demandas de Mendoza.
—¿Y cómo crees tú que ha sido, pendejo? —replicó Mendoza, subiéndose una de las mangas de su uniforme. En el hombro lucía una enorme cicatriz de algo que no podía ser otra cosa que un mordisco humano. Incluso le faltaba parte de la masa muscular.
—Dile a tu reverendo chingón que si no nos da lo que nos debe, no pensamos movernos de aquí. ¿Entendido?
El abogado asintió y se alejó lentamente hacia el portón de acero sobre el puente. Una vez que estuvo al otro lado caminó hacia Greene, que le esperaba impaciente junto al vehículo. A su lado, Malachy Grapes ladraba órdenes a un grupo de Arios fuertemente armados que se estaban encaramando a la torre.
—¿Y bien? ¿Qué quieren? —preguntó el reverendo.
—Dicen que les debe siete litros por persona de algo llamado Cladoxpan. Dicen que usted se lo prometió a cambio de intervenir en la operación de Luba. Y también dicen que mientras no se los dé, no piensan moverse de ahí.
El reverendo enrojeció súbitamente, preso de la ira. Su labio inferior empezó a temblar, incontrolable.
—Pero ¿qué se han creído que son? ¡Atajo de hispanos sucios y malolientes! ¡Los mataré a todos! ¡Acabaré con ellos! ¡Haré que la ira del Señor los castigue a sangre y fuego! ¡No pienso permitir semejante insolencia!
—Espere, reverendo —le interrumpió el abogado—. No creo que sea buena idea. Matarlos no solucionará el problema, y Gulfport perderá a un montón de hombres valiosos a cambio de nada. Yo vi personalmente cómo peleaban en el puerto de Luba y puedo asegurarle que son auténticos jabatos. Si los mata, tardará un montón en adiestrar a otros hombres que sean tan buenos como éstos y la ciudad se quedará sin un buen grupo de ilotas. —De repente añadió, como si fuera fruto de una inspiración repentina—: Además, sería una ofensa para Dios destruir de forma necia una herramienta tan útil como la que ha puesto en sus manos, reverendo.
No me des lecciones, muchacho, fue el primer pensamiento del reverendo Greene. Sin embargo, supo apreciar la validez del razonamiento de aquel hombre. Quizá no fuese mala idea, después de todo.
—De acuerdo —accedió, amenazante—. Pero sólo les daremos cinco litros por persona. Ni uno más. Y no es negociable. O aceptan eso u ordenaré a mi Guardia Verde que los extermine sin contemplación. Seré como el viñador arrancando la mala hierba de entre sus vides. —Diciendo esto, se metió de nuevo en el Hummer, sin mirar a nadie más.
Satisfecho, el abogado corrió de nuevo al otro lado del muro, donde los ilotas le esperaban, expectantes. Al llegar les transmitió la oferta del reverendo Greene en pocas palabras. Los ilotas debatieron durante unos segundos, con gestos hoscos, y finalmente aceptaron.
—De acuerdo —dijo Mendoza—. Dile a tu reverendo Greene que aceptamos. Pero esto no ha acabado.
El abogado asintió, aliviado. Mientras se alejaba, oyó que Mendoza le llamaba a sus espaldas.
—¡Por cierto! —El mexicano aún permanecía en el mismo sitio, con una sonrisa orgullosa en la cara—. Dele recuerdos a Lucía de parte de Carlos Mendoza. Dígale que la recuerdo con mucho cariño y que espero poder verla muy pronto. Su visita será bienvenida.
Y dicho esto se alejó, dejando al abogado con una expresión confundida y un remolino de sentimientos inquietos bailando en su corazón.