15

Gulfport, dos años antes

—¡Guardias! ¡Guardias! ¿Dónde cojones os habéis metido! ¡Aquí dentro hace un calor infernal, joder!

Mientras vociferaba, el preso golpeaba la puerta enrejada que separaba el asiento del conductor de la parte trasera del vehículo. Sus gritos se mezclaban con el barullo creado por otros cuarenta individuos que gritaban, golpeaban las ventanillas del autobús y maldecían en todos los tonos posibles. Llevaban casi un día entero aparcados en aquella maldita explanada y el calor estaba a punto de volverles locos.

Durante las primeras horas los guardias se habían tomado la molestia de llevarles agua e incluso algunas raciones de comida, pero habían pasado horas desde la última vez que se habían dejado caer por allí y la situación se estaba volviendo cada vez más explosiva a medida que transcurría el tiempo. Uno de los presos, un tipo gordo y con la piel enrojecida, había muerto un par de horas antes de un ataque al corazón, y su cadáver había sido lanzado de cualquier forma a la parte trasera del vehículo. El preso que estaba encadenado a él, un negro con aspecto de pandillero, había perdido de golpe su pose de tipo duro y lloriqueaba sin cesar mientras tironeaba inútilmente de la cadena que le mantenía sujeto al cadáver del gordo, que empezaba a inflarse a causa del calor.

—Ayudadme a soltarme, joder —suplicaba—. Ayudadme, por favor. Este tipo va a reventar y me va a contagiar su maldita cosa. ¡No quiero morir! ¡Ayudadme, por favor!

Malachy Grapes, sentado varias filas más adelante, hizo un gesto despectivo. Podría haber soltado fácilmente a aquel negrata si hubiese querido, cortando la mano del gordo con el cuchillo que llevaba escondido debajo de su uniforme naranja de preso, pero no se movió. Por un lado despreciaba a aquel tipo, como a todos los de su raza, y por otro lado, guardaba el cuchillo para una ocasión mejor. El Día del Cerdo estaba a punto de comenzar.

Los habían sacado de Parchman la jornada anterior, junto con el resto de los presos, y tras conducir durante varias horas los habían dejado abandonados en aquella explanada. Grapes sabía que no era un traslado. En la cárcel se sabía todo (y más si eras el líder del grupo local de la Nación Aria); además, nunca había oído hablar de un traslado que afectase a todos los presos de un penal.

En aquel autobús había unos quince Nación Aria. El resto eran negratas de la banda de los Creeps, unos cuantos chicanos y un par de tipos asiáticos, uno de ellos el gordo polinesio que acababa de reventar y se pudría al fondo del autobús. Grapes confiaba en que la composición del resto de los autobuses fuese más o menos la misma. Desde su ventanilla podía ver otros tres transportes aparcados ordenadamente al lado del suyo. Los presos del interior de aquellos vehículos estaban en la misma situación que ellos, o incluso peor.

Aunque los guardias trataban de impedirlo, había muchas formas de comunicarse dentro de la cárcel, si uno sabía cómo. Sin guardias que vigilasen, y dentro de unos autobuses aparcados costado con costado, era pan comido. Tan sólo había que gritar un poco fuerte. Así que a lo largo de las últimas horas había ido madurando un plan. Era la ocasión perfecta para un Día del Cerdo, así que dio las instrucciones oportunas, que pronto volaron a los otros autobuses.

—¿Cuándo empezamos, Malachy? —Seth Fretzen, el preso sentado al otro lado del pasillo, se inclinó hacia él con ojos ansiosos.

—En un momento, Seth, en un momento —murmuró Grapes entre dientes.

Un líquido blancuzco había empezado a deslizarse por la comisura del labio del gordo muerto y al pandillero encadenado al cadáver le entró un ataque de histeria.

—¡Este cabrón va a explotar! ¡Soltadmeeee! ¡SOLTADMEE, JODER!

Un preso quiso levantarse para echarle una mano, pero estaba encadenado a un Nación Aria que aprovechó el momento para pegar un tirón a la cadena que los unía. El preso cayó al suelo en un revoltijo de eslabones y de repente se organizó una bronca descomunal en la parte trasera del autobús.

—Ahora —dijo simplemente Malachy Grapes—. Vamos allá.

Seth Fretzen encendió un pedazo de papel con una cerilla que llevaba escondida y sacudió la llama de arriba abajo, al lado de la ventanilla enrejada. En el autobús de al lado alguien recibió la señal e hizo lo mismo para el siguiente.

Grapes no esperó a que la llama se apagase para empezar el Día del Cerdo. Con un gesto fulgurante, deslizó el cuchillo casero por su manga y le asestó una puñalada en el cuello al puertorriqueño que tenía sentado a su lado. El tipo, sorprendido, sólo tuvo tiempo de abrir mucho los ojos y emitir un borboteo apagado, mientras se ahogaba en su propia sangre.

Seth Fretzen, mientras tanto, había cogido su cadena y estaba estrangulando con ella a su compañero de banco, un negro de la costa Oeste que arrastraba las erres al hablar. El tipo se debatió durante unos segundos, pero estaba perdido. Cuando Seth lo soltó, sus brazos cayeron inertes, como si estuviesen rellenos de serrín.

Malachy se dio la vuelta, para ayudar en la parte de atrás del autobús, pero sus muchachos ya tenían la situación controlada. Eran la banda mayoritaria dentro de aquel autobús, estaban armados y además contaban con el factor sorpresa, así que habían acabado con el resto de los presos en menos de un minuto sin apenas esfuerzo. Tan sólo uno de sus hombres tenía un profundo corte en el brazo, causado por su propio cuchillo al rebanarle el pescuezo a otro de los presos.

Con el cuerpo cargado de adrenalina, rugieron, se felicitaron, sacaron pecho y escupieron sobre los cadáveres caídos. Después, simplemente se sentaron a esperar.

No fue hasta dos horas después cuando Malachy Grapes pensó por primera vez que a lo mejor no había sido una buena idea apiolar a los negratas y a los chicanos. Normalmente, en una situación así, tan sólo se tenía tiempo de deshacerse del arma homicida antes de que llegasen los guardias.

Sin embargo allí no había aparecido nadie. Y los cadáveres empezaban a apestar.

Grapes aplastó de un manotazo una mosca golosa que se le había posado en el cuello. Su mente trabajaba a toda velocidad, ideando un plan alternativo, cuando de repente alguien abrió la puerta del autobús. Instantáneamente, los quince cabezas rapadas empezaron a vociferar insultos contra los guardias, pero su voz se fue acallando poco a poco, hasta que un pesado silencio se hizo dentro del vehículo.

En vez de los guardias armados con el equipo antidisturbios que esperaban, al otro lado de la reja había un hombrecillo de unos sesenta años, vestido con traje y con un enorme sombrero Stetson en la cabeza. El hombre sujetaba una Biblia entre sus manos y observaba el escenario de la carnicería con una expresión inescrutable en su rostro.

Ese cabrón está rezando, pensó Grapes, al ver que los labios del anciano se movían sin emitir sonido alguno. Finalmente, el hombre del sombrero se frotó distraídamente la rodilla derecha, sacó un montón de llaves de su bolsillo y se dirigió hacia la puerta. Súbitamente, se detuvo, como si de repente se hubiese acordado de algo.

—¿Sois hombres temerosos de la ira de Dios? —preguntó.

Grapes sacudió la cabeza, dudando si había oído bien.

—¿Cómo dice, reverendo? —contestó, mientras se preguntaba si todo aquello no sería una alucinación debida al calor.

—He preguntado si sois hombres temerosos de la ira de Dios —replicó Greene, pacientemente.

Grapes se puso de pie y el cadáver del puertorriqueño cayó a sus pies, como un pesado fardo. Hizo un gesto amplio que abarcaba todo el autobús y se volvió de nuevo hacia el hombrecillo del otro lado de la verja.

—Reverendo, mire a su alrededor. Nosotros somos la maldita ira de Dios.

Por algún motivo, aquella respuesta pareció gustarle al anciano, que asintió satisfecho.

—Veo que habéis limpiado de escoria e iniquidad este vehículo. Esos hombres de razas bastardas e inferiores no tienen lugar en la Nueva Jerusalén. —Su voz tenía un tono hipnótico, que hacía que hasta los arios más despectivos permaneciesen callados escuchándole—. Pero la auténtica maldad está ahí fuera, a punto de abalanzarse sobre este rincón protegido de Dios. Por eso yo os pregunto: ¿queréis que os libere para ser el instrumento de la ira del Señor?

—Seremos lo que usted quiera, reverendo, pero sáquenos de este puto autobús de una vez.

—Bien. —La cara de Greene se iluminó como si hubiese hallado la solución de un acertijo especialmente difícil—. Pero, antes, recemos para iluminar vuestras almas. Arrodillaos.

—¿Qué coño dice este chalado? —preguntó Seth con brusquedad.

—Cállate. —La voz de Grapes era cortante, mientras sus ojos permanecían fijos en Greene, incapaces de apartarse de la figura del predicador—. Haced lo que dice. Arrodillaos y rezad. Al que no lo haga le sacaré los dientes por el culo a patadas.

Obedientes, los integrantes de Nación Aria se arrodillaron y comenzaron a rezar, siguiendo las oraciones que Greene susurraba, con los ojos cerrados y los brazos levantados hacia el cielo. Una expresión de éxtasis deformaba su rostro.

Al acabar el rezo, Greene abrió la puerta con el pesado fajo de llaves que había conseguido en la comisaría. Después, comenzó a caminar por el pasillo, abriendo los grilletes de los presos. Mientras caminaba, pasaba por encima de los cadáveres empapados de sangre de los reos asesinados como si no fuesen más que montones de basura. Cada vez que liberaba a uno de los arios, le ofrecía su Biblia para que la besase, al tiempo que imponía las manos sobre su cabeza.

Grapes tuvo que agacharse para que el pequeño reverendo pudiera apoyar su mano sobre su calva. En el momento en el que Greene lo tocó, Grapes sintió como si una corriente eléctrica le sacudiese de pies a cabeza. Jadeó, sorprendido, mientras abría mucho los ojos y miraba fijamente a Greene. Tuvo que apoyarse en el asiento, para no caer. Los ojos del reverendo eran un pozo negro lleno de fuego. En medio de las llamaradas, Grapes creyó adivinar chispas de locura, pero todo estaba sepultado en medio de una oscuridad malvada y asfixiante, tan densa, que Malachy Grapes hubiese jurado que se podía tocar.

Había algo aterrador en aquel reverendo, pero al mismo tiempo la fuerza oscura que anidaba allí transmitía la sensación más atrayente que Grapes había experimentado jamás. En la cárcel había conocido a algunos de los hombres más locos, crueles y malvados que se pudiera imaginar, pero se quedaban en nada comparados con la energía que irradiaba aquello que estaba dentro de los ojos del reverendo. Grapes lo comprendió, lo temió y desde ese mismo momento cayó completamente hechizado por aquel poder. Fuera lo que fuese, lo amaba.

—¿A quién hay que cargarse, reverendo? —preguntó, respetuosamente.

—Seguidme y os lo mostraré —replicó Greene mientras bajaba del autobús arrastrando ligeramente su pierna derecha. Grapes lo observó, sorprendido. Hubiese jurado que el predicador no cojeaba cuando había subido al vehículo.

En el exterior, Grapes descubrió que el resto de sus hombres ya estaban siendo liberados de sus transportes. En total eran cuarenta y cuatro arios los que se concentraban en la explanada, bizqueando y mirando a su alrededor como si no se pudiesen creer que estaban al aire libre, sin cadenas, muros ni guardias que los vigilasen.

Una furgoneta estaba aparcada justo enfrente de ellos. En sus laterales se leía la inscripción:

SERVICIOS MUNICIPALES

GULFPORT

¡La ciudad que mira al mar con alegría!

Junto a ella se encontraban dos personas. Una era un tipo alto y corpulento, con el aspecto de las personas que están acostumbradas a que las obedezcan sin discutir. El otro era un sheriff de unos cincuenta años, más bien bajo, algo tripón y con una calva incipiente, que parecía estar sumamente nervioso. No es para menos, pensó Grapes. Seguro que está pensando qué coño haría si de repente decidimos ponernos agresivos. Pero allí nadie iba a ponerse agresivo. El reverendo había dicho que los necesitaba para acabar con alguien. Y, en aquel momento, Grapes mataría a su propia madre con tal de poder ver una vez más la fuerza negra que dormía en la mirada de aquel hombre.

—No sé si esto es buena idea, reverendo Greene —dijo el tipo alto con pinta de importante.

Greene. Se llama Greene.

—Es una revelación del Señor en persona, alcalde Morgan. Dios me dijo que Gulfport estaría a salvo como la Nueva Jerusalén y ahora me ha dicho que estos pecadores forman parte de su plan divino —replicó el reverendo, muy seguro de sí mismo, mientras cogía a Grapes por el hombro y lo acercaba—. Este hombre que se llama…

—Malachy Grapes —se oyó decir Grapes a sí mismo. La voz del reverendo parecía ejercer el mismo embrujo en el alcalde Morgan que en él mismo.

—Malachy. —Greene masticó el nombre bíblico, con delectación—. Es un soldado de Cristo y acabará con esos seres sin problemas.

—No sé si es buena idea armar a estos tipos… —La voz del sheriff sonó de pronto, quejumbrosa, mientras se retorcía las manos con nerviosismo.

Gulfport siempre había sido un lugar tranquilo, alejado de las grandes ciudades. Con lo peor que habían tenido que lidiar sus agentes era con algún que otro adolescente travieso o un borracho terco, y la expectativa de tener a cuarenta pandilleros armados con fusiles de asalto circulando por la ciudad no le inspiraba precisamente confianza. Y menos si se tenía en cuenta que tan sólo quedaban él y un ayudante en la comisaría para hacerles frente en caso de que las cosas no saliesen bien. Pero el reverendo parecía TAN seguro… Y, desde que había llegado, lo cierto era que las cosas habían ido estupendamente bien, mientras en el resto del mundo todo parecía haberse ido al carajo. Hasta que esa mañana el barrio de Bluefont, al sur de la ciudad, se había visto invadido de golpe por aquellos seres.

Stan Morgan miró durante unos segundos al enorme pandillero ario y tomó una decisión.

—En esta furgoneta hay fusiles de asalto y munición. A cinco minutos de aquí hay un barrio de la ciudad que tiene problemas. Han aparecido al menos quince de esos seres y no sabemos cómo están los vecinos. Tenéis que entrar ahí, liquidar a esos engendros y sacar a mi gente. ¿Os veis capaces? —preguntó.

Por toda respuesta, Grapes abrió el portón trasero de la furgoneta, sacó un M16 y un cargador y con la destreza propia de alguien con mucha práctica lo cargó y amartilló en un abrir y cerrar de ojos.

—No sé quiénes son esos tipos —dijo—. Pero le doy mi palabra que esta noche van a estar cenando con Satanás.

Grapes repartió las armas entre sus hombres. En el fondo de la furgoneta había una lona verde arrugada que algún operario se había dejado allí abandonada. En un rapto de inspiración, Grapes la sacó y empezó a romperla en tiras. Se anudó una de ellas en el bíceps y pasó el resto a sus chicos, que inmediatamente le imitaron.

—Ya que somos los soldados de Dios del reverendo Greene, qué mejor que una cinta verde, ¿no le parece? —dijo, con una sonrisa lobuna.

Greene asintió con expresión complacida, aunque a Stan Morgan aquella idea pareció sentarle como un trago amargo. No le gustaba perder la iniciativa, y le daba la sensación de que lo estaban dejando de lado.

—No quiero ni una queja de los vecinos. Nada de robar, saquear o destrozar. Simplemente, acabad con esos monstruos y volved aquí. ¿De acuerdo?

—Lo que usted diga, patrón —musitó Grapes con tono irónico, mientras hacía un gesto para reunir a sus hombres—. ¡Vamos, chicos! ¡Hay que patear unos cuantos culos!

Menos de diez minutos después estaban en la entrada del barrio de Bluefont. La urbanización, compuesta por unas trescientas casas, estaba situada al otro lado de un profundo canal que desaguaba en las marismas cercanas, y sólo podía cruzarse por dos puentes. El del lado sur, donde se encontraban, estaba custodiado por el ayudante del sheriff, un chico que tenía pinta de haber salido del instituto la semana anterior, y por un puñado de cincuentones armados con fusiles de caza y con cara de estar a punto de cagarse en los pantalones.

—Los No Muertos entraron por el puente norte —dijo uno de ellos—. El Muro aún no está cerrado por ese lado, y se colaron. Se suponía que Ted Krumble y sus muchachos tenían que estar vigilando el puente, pero no sé qué diablos ha pasado. Les estamos llamando por radio desde hace una hora y no contestan. Hemos oído disparos y una explosión, pero no sabemos nada más.

Grapes asintió, circunspecto.

—¿Quiénes son esos… cómo los ha llamado, No Muertos? —preguntó.

Los demás le miraron con cara alucinada. Molesto, Malachy les explicó que en la cárcel no llegaban muchos periódicos y no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Rápidamente, le pusieron al corriente. El pandillero encajó con tranquilidad la información. No es que no creyese a aquellos viejos asustados, pero seguramente la cosa no era para tanto. Si sólo se trataba de tipos con rabia, o algo por el estilo, no tendrían ningún problema. No había nada que no se curase con una inyección de plomo de siete gramos.

—En la radio dicen que hay que dispararles a la cabeza —dijo con voz asustada uno de los vecinos.

—Recordaré su consejo —replicó Grapes, mientras cruzaba el puente a paso ligero, seguido de sus hombres.

Al llegar al otro lado se dio cuenta enseguida de que algo no andaba bien. Bluefont era una típica urbanización de extrarradio americana, formada por una serie de casas con jardín donde los blancos ricos se iban a vivir en cuanto tenían la oportunidad. Pero a medida que avanzaban no veía a nadie por la calle. En una acera, un cortacésped tumbado de lado seguía funcionando. La cestilla se había soltado y el césped recién cortado se esparcía por la acera al compás de una suave brisa.

Un pequeño Subaru estaba plantado en medio de la calzada, con el motor en marcha y todas las puertas abiertas. Grapes se acercó con cuidado y metió el brazo dentro del coche. Giró la llave de contacto y apagó el motor. El silencio que siguió fue realmente aterrador. Tan sólo se oían algunos vagos gemidos, provenientes de algún lugar al norte, a poca distancia.

—Trent, llévate a Bonder, a Kim y a tres más y cubrid esas casas. Los demás, formad grupos de tres e id entrando casa por casa para aseguraros de que están vacías. Si alguien roba algo, aunque sea un bolígrafo, me aseguraré de arrancarle los cojones a bocados. ¿Queda claro?

Los Arios asintieron, obedientes, y se dividieron en grupos. Grapes siguió avanzando por el centro de la calzada, con todos los sentidos alerta. Detrás de él caminaban otros tres Arios, Seth Fretzen, un tipo pequeño y silencioso llamado Crupps, y un gordo de barba al que llamaban Sweet Pussy, sólo Dios sabía por qué.

Al pasar por delante de una casa se detuvo de golpe. La puerta estaba abierta, aunque entornada, y había un charco de sangre fresca en el suelo. En el marco de la puerta alguien había dejado la marca de una mano empapada en sangre al apoyarse. Una gota resbalaba lentamente desde la mancha, trazando un sinuoso sendero sobre la madera blanca.

Algo cayó al suelo dentro de la casa, haciéndose añicos. Grapes miró a sus hombres y les indicó que caminasen pegados a él hacia el porche. Subió los escalones lentamente, tratando de no hacer ruido, aunque éstos crujieron levemente al apoyarse.

Al llegar a la puerta, la empujó con el cañón de su M16. El interior estaba oscuro y fresco. Desde allí podía ver un zaguán que daba paso a un salón al fondo. En el lado derecho, una escalera arrancaba hacia el piso superior. Las manchas de sangre salpicaban varios escalones, y quienquiera que fuese había ido arrastrando con su cuerpo todos los cuadros colgados en la pared de la escalera, pues estaban en el suelo, hechos pedazos.

Por gestos indicó a Seth y a Crupps que subiesen las escaleras. Él, con Sweet Pussy pegado a los talones, cruzó el zaguán y entró en el salón.

Era un salón que decía a los cuatro vientos «mírame, mi dueño es un tipo jodidamente rico». Los muebles eran de la mejor calidad, y había un sofá que parecía diseñado para acomodar a una docena de personas, por lo menos. En la pared colgaba un televisor monstruoso y las alfombras eran tan espesas que si una moneda cayese sobre ellas se perdería para siempre.

Sweet Pussy le tiró de la manga y le señaló el suelo. En una esquina, al lado de un enorme aparador, un jarrón estaba hecho pedazos. Aquello debía de ser lo que habían oído caer cuando pasaban por delante.

Algo rasposo sonó dentro de la cocina. Evitando pisar los trozos rotos del jarrón, Grapes se fue acercando lentamente a la puerta. Y allí se detuvo, atónito.

Una chica de veintipocos años, alta, delgada, de cuerpo escultural y vestida únicamente con un minúsculo tanga se balanceaba en medio de la estancia, con la mirada perdida.

Está totalmente colocada, fue lo primero que pensó Grapes, tratando de apartar la mirada de las tetas operadas de la muchacha. El pelo rubio y lacio le colgaba sobre la mitad del rostro, ocultando su expresión, y no parecía haberse dado cuenta de que los dos hombres habían entrado en la habitación.

Aquí hay algo que no está bien. Su cerebro lanzaba señales de alarma por doquier, pero no era capaz de localizar la pieza que no encajaba. Sweet Pussy entró detrás de él y al ver a la chica desnuda abrió los ojos como platos.

—¡Joder! ¡Hola, guapa! —exclamó, mientras se acercaba a la chica—. ¿Te has fijado, Grapes? Menudo par de…

Todo pasó en una fracción de segundo. Sweet Pussy estiró su mano hacia los pechos de la chica (están cubiertos de venas, de venas reventadas), con un brillo lujurioso en la mirada. La chica levantó la cabeza (los ojos, los ojos están muertos, joder) y antes de que le diese tiempo a reaccionar, clavó los dientes en el cuello de Sweet Pussy.

El pandillero lanzó un rugido de sorpresa, mientras apartaba a la chica de un empujón. Con la culata del arma le arreó un golpe en la cabeza, que le reventó la boca. Grapes observó, fascinado, que en vez de caer como un plomo la chica se lanzaba de nuevo hacia Sweet Pussy, como si no hubiese pasado nada.

Para Sweet Pussy las cosas se complicaron enseguida. Trató de golpear a la chica de nuevo, pero el mordisco le había seccionado la carótida, y aunque él todavía no lo sabía, su cerebro ya se estaba muriendo por falta de riego. Mareado, lanzó un golpe flojo y desviado, pero no pudo evitar que la muchacha se abalanzase de nuevo sobre él. Ambos rodaron por el suelo, arrastrando una montaña de platos en su caída, que se rompieron con estruendo. De un empujón, pudo apartarla un par de metros y disparó su M16 contra la chica.

Las balas de punta hueca reventaron al impactar contra el cuerpo de la muchacha, abriendo un enorme agujero en su abdomen. El impulso del disparo la proyectó contra la pared con violencia. Su cuerpo golpeó con fuerza el muro y fue resbalando lentamente, mientras sus intestinos empezaban a desparramarse.

—Grapes… —gorgoreó Sweet Pussy desde el suelo, mientras se ponía la mano en el cuello—. Grapes… necesito… ayuda.

Grapes le observó, sabiendo que estaba condenado. La sangre manaba a chorros regulares, mientras su corazón seguía bombeando sin cesar, tratando de alimentar un cerebro que se moría por momentos. La luz de la vida se escapaba de los ojos de Sweet Pussy, pero Grapes no le prestó atención.

Porque la muchacha desnuda se había vuelto a levantar.

Con un gemido ininteligible, comenzó a caminar hacia él a trompicones, pisando restos de platos rotos, mientras sus pies se enredaban entre una hilera de intestinos que salían sin cesar de su abdomen.

Grapes alzó su arma y disparó contra la cabeza de la chica. La frente de la muchacha se abrió como una naranja podrida y en la pared situada detrás de ella apareció de golpe un enorme graffiti de sangre y huesos pulverizados. Sólo entonces la chica cayó al suelo, definitivamente muerta.

—Levántate ahora de nuevo si puedes, zorra. —Grapes se acercó a la chica con precaución y le propinó una patada en las nalgas. Sus disparos le habían arrancado de cuajo la parte superior de la cabeza. Estaba muerta y bien muerta. De improviso, oyó un ruido a su espalda.

Sweet Pussy se estaba levantando trabajosamente, braceando como un borracho después de resbalar. Grapes se dio la vuelta y casi se cayó de espaldas de la impresión. El cuello del pandillero estaba desgarrado y su mono naranja de preso totalmente empapado de su propia sangre. Pero lo peor era que la piel de Sweet Pussy se estaba cubriendo por momentos de miles de pequeñas venitas reventadas que no cesaban de extenderse por toda su cara.

—Hey, Sweet Pussy —dijo Grapes, notando un temblor desconocido en su voz—. Tienes un aspecto realmente malo, amigo. Creo que deberías ir a que te echasen un vistazo a esa herida…

Sweet Pussy no respondió. En vez de eso, levantó la cabeza y miró directamente a Grapes. Tenía la misma expresión carente de vida que la chica. Con un gruñido sordo se abalanzó sobre Grapes, pero tropezó con una de las piernas de la chica y cayó al suelo, terminando de destrozar los platos que aún no se habían roto.

Ahora es como ella. Son como vampiros, o algo por el estilo. La mente de Grapes funcionaba a toda velocidad, mientras levantaba de nuevo su arma. A menos de un metro no podía fallar, y disparó tres tiros bien colocados en el pecho y el corazón de Sweet Pussy. El Ario (o lo que quedaba de él) se incorporó de nuevo, como si en vez de tres balazos Grapes le hubiese lanzado besos.

—¡Estás muerto! ¡Tienes que estar muerto, joder! —gritó Malachy Grapes, sintiendo miedo por primera vez desde que había entrado en el reformatorio, a los dieciséis años. Con el sabor amargo del pánico en la boca, colocó el rifle en modo de disparo automático y con el cañón a menos de veinte centímetros de la cara de Sweet Pussy abrió fuego de nuevo.

La cara de Sweet Pussy simplemente desapareció en una masa de gelatina roja. Cayó hacia atrás con fuerza y se derrumbó sobre el cadáver de la chica, donde dejó de moverse definitivamente.

Toda la habitación olía a sangre y pólvora. Grapes se apoyó en el aparador, temblando de la impresión. No es posible, no es posible, se decía sin cesar. Entonces oyó disparos en la planta superior de la casa y una explosión lejana tres o cuatro calles más allá.

De pronto, Malachy Grapes se dio cuenta de que patear aquellos culos iba a ser bastante más difícil de lo que había pensado.

Seis horas más tarde, treinta y tres Arios agotados, temblorosos y cubiertos de sangre se reunieron en la entrada del puente sur. Habían limpiado Bluefont, pero la experiencia había sido costosa y terrorífica. El reverendo Greene les esperaba, con una sonrisa radiante, y los vecinos allí presentes le miraban con algo cercano a la veneración. Sus muchachos habían salvado Bluefont. Los muchachos de Greene habían salvado Gulfport. Realmente, el reverendo tenía que ser alguien especial. Alguien bendecido por Dios.

Mientras Grapes se acercaba al reverendo, cansado y cubierto de restos de sangre, se preguntó si había sitio para él y sus hombres en aquel lugar. Pero, de pronto, fue consciente de que el exterior tenía que ser peor, mucho peor. Y la mirada de Greene (esa mirada, esa increíble fuerza negra) le impactó con una violencia casi física, que le hizo boquear, tratando de conseguir aire.

Fue en ese momento cuando Malachy Grapes se dio cuenta de que había encontrado su lugar en el mundo.

Y era un lugar jodidamente divertido.