—¡Lucía! ¡Viktor! ¡Venid a ver esto! ¡No me lo puedo creer!
Cuando el Ithaca entró en el puerto de Gulfport, no pude contener un grito de asombro. El barco navegaba muy lentamente por el canal de entrada a la dársena arrastrado por un par de pequeños remolcadores que respiraban fatigosamente enormes bocanadas de humo mientras tiraban del coloso hacia su amarradero definitivo. De cada uno de los barcos salían enormes chorros de agua hacia los lados, celebrando la llegada del petrolero. En las orillas, la gente se agolpaba, saludando y agitando los brazos, mientras que por el bulevar una caravana de coches circulaba con gente asomándose por las ventanillas y haciendo sonar sus cláxones. Daba la sensación de que la locura se había adueñado de aquella tranquila ciudad.
Y no es para menos, pensé. Con todo el petróleo que llevaba el Ithaca dentro de sus bodegas, la población tendría combustible suficiente para aguantar al menos un año más. O quizá un poco menos, sobre todo si seguían usando aquellos enormes Hummer negros, que tenían aspecto de consumir combustible a cubos. Precisamente una caravana de seis vehículos de ese tipo se acercaba a toda velocidad hacia el muelle, con un coche patrulla abriéndole camino entre la multitud alborozada que se agolpaba en el paseo. Con inquietud, observé que los dos últimos vehículos eran la versión militar del Hummer, sin puertas y que escoltaban un clásico autobús escolar americano. Dentro de cada uno de los Hummer se apelotonaba un grupo de hombres armados con fusiles de asalto y con un brazalete verde alrededor de su brazo derecho.
—Misión cumplida —dijo el capitán Birley con satisfacción, mientras observaba el muelle y encendía su pipa—. Gracias a la bendición de Dios Nuestro Señor Todopoderoso hemos atravesado medio mundo y hemos vuelto a casa sin sufrir un rasguño. Bendito sea el reverendo Greene y bendita sea esta nave, ¿no cree?
Estuve a punto de responderle que la media docena de hombres que habían muerto en el puerto de Luba y los otros cuatro que en aquel momento ya eran pasto de los peces en el fondo del océano posiblemente no estuviesen de acuerdo con su definición de «volver sin un rasguño», pero me mordí la lengua. La cautela nos había mantenido vivos hasta ese momento y me parecía la política más prudente.
—¿Quién viene en esa caravana? —preguntó Lucía, mientras señalaba a la columna de vehículos que ya se había detenido al pie del muelle donde íbamos a atracar—. ¿Es el reverendo Greene?
—Oh, no —bufó Birley—. Es la Guardia Verde del reverendo. Son los encargados de mantener la paz y el orden del Señor en la ciudad. Vienen hasta el Ithaca para llevarse a esa chusma que se apelotona en la proa. Y créame, señorita, en el momento en el que el último de esos chicanos apestosos abandone mi barco me sentiré mucho mejor.
—¡Oiga, no hable así de esa gente! —La voz de Lucía vibraba con una nota de cólera que me sorprendió—. Esa gente se jugó la vida para poder llenar de petróleo su maldito barco. Sin ellos su viaje habría sido un completo fracaso. Además, ¿qué diablos importa si son chicanos, negros o esquimales? Esos comentarios son asquerosos.
El capitán Birley se quedó contemplando a Lucía durante un largo rato. La expresión de sus ojos era amenazadora; observaba a la chica como si no la hubiese visto hasta entonces y se hubiese materializado por arte de magia en el puente de su barco. Cuando habló lo hizo arrastrando las palabras y con un tono gélido en su voz.
—Controle lo que dice, jovencita. Sería una pena tener que darle una zurra a una muchachita tan encantadora como usted. Es usted mujer, y evidentemente no sabe lo que dice, pero los hombres que están a su cargo deberían tenerla más educada, si me permite la observación.
—Pero ¿quién te has creído que eres, pedazo de gilipollas? —La ira de Lucía explotó, incontrolable. Afortunadamente, estaba tan enfadada que sus insultos eran en español, idioma que Birley desconocía—. ¡Racista estirado de los cojones, soplapollas, animal, machista!
—Lucía, contrólate —susurré en su oído, mientras la sujetaba. Si no lo hubiese hecho no me cabe la menor duda de que habría saltado sobre Birley y le habría sacado los ojos con sus propias manos.
—¿Has oído lo que me ha dicho? ¿Has oído lo que ha dicho de esa gente? ¡Si ésa es su forma de pensar, este tipo es un enfermo retorcido! —Lucía se debatía en mis brazos, tratando de soltarse.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, pero escúchame. ¡Escúchame! No sé de qué diablos va esta gente, y está claro que si el color de tu piel no es blanco tienes todas las papeletas para acabar como carne de cañón —le dije, mientras le sujetaba la cabeza para que me mirase a los ojos—. Pero esta gente es la que nos ha salvado, estamos lejos de cualquier sitio que podamos llamar hogar y nuestras vidas dependen de su voluntad. Así que, por favor, trata de disimular un poco y discúlpate con el capitán.
Lucía escupió un bufido de furia y se zafó de mis brazos. Encolerizada, se alejó a grandes zancadas hacia el otro extremo del puente, cruzándose con un sorprendido Pritchenko que se la quedó mirando, atónito.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el ucraniano—. Parecía un tigre siberiano cabreado.
—Créeme, Viktor, un tigre siberiano es un gatito comparado con Lucía en este momento. —Me giré hacia Birley, que había contemplado toda la escena en silencio y me disculpé—. Perdone la reacción de Lucía, capitán Birley. Es una chica joven, e impulsiva, y además creo que no se siente demasiado bien.
—Oh, no se preocupe, joven amigo —dijo Birley, haciendo un gesto con la mano como para quitarle importancia al asunto—. Al fin y al cabo tan sólo es una mujer. Su opinión no tiene mayor importancia, y además todo el mundo sabe que el carácter femenino es muy variable, sobre todo si está en «esos días». ¿No es cierto? Átela corto, amigo, átela corto, hágame caso.
Birley remató su frase con una carcajada mientras me palmeaba la espalda. Yo sonreí, aliviado al ver que el conato de enfrentamiento se había abortado. Viviríamos para ver un día más.
Pero no pude evitar sentirme sucio y miserable.
Mientras tanto, el Ithaca ya se había arrumbado al muelle y con unos enormes cabos del grosor de la cintura de un hombre lo sujetaron firmemente a los norays de la terminal. Un grupo de operarios tendió dos pasarelas a tierra, una a popa y otra a proa. El autobús escolar y los dos Hummer militares se detuvieron frente a la escalera de proa. Parte del grupo de hombres que iban a bordo de los Hummer descendió y formó un perímetro alrededor de los vehículos. Mientras tanto, otro grupo subió a bordo del Ithaca y con gritos secos, maldiciones y patadas obligó a formar en una compacta piña a los soldados de la proa. Resultaba sorprendente ver cómo aquellos hombres, que se habían batido con tanto valor y arrojo en el puerto de Luba, se comportaban de repente como un grupo de ovejas asustadas.
O más bien resignadas. En medio del grupo sobresalía el gigantón negro que había capitaneado el asalto, e incluso desde allí pude distinguir la ira brillando en sus ojos. Si las miradas matasen, al menos media docena de los tipos del brazalete verde hubiesen caído desplomados allí mismo. Sin embargo se limitaba simplemente a eso, a mirar. Cuando los hombres de brazaletes verdes comenzaron a arrearlos hacia la pasarela, agachó la cabeza como los demás y se unió al grupo que marchaba.
Una vez en tierra, uno de los guardias verdes deslizaba un detector de metales por todo su cuerpo, sin duda para cerciorarse de que no llevaban ningún arma oculta entre las ropas. Otro de los guardias les pasaba un botellín de agua y un tercero punteaba una lista a medida que iban subiendo al autobús.
—¿Tú entiendes algo, Viktor?
—No tengo ni idea —contestó mi amigo—. Pero si de algo estoy seguro es de que esos mexicanos serían capaces de hacer picadillo a los guardias en menos tiempo que tardo en decirlo. Y sin embargo, ahí los tienes, como ovejas camino del matadero.
—Es sorprendente, ¿no es cierto? —La voz de Strangärd, el oficial sueco, sonó de golpe a nuestras espaldas, sobresaltándonos, o al menos a mí. Dudaba mucho de que Viktor no se hubiese dado cuenta de que se había acercado alguien por detrás. El ucraniano tenía ojos en la espalda.
—¿Quién es esa gente? —preguntó Viktor, con voz seca, señalando a los guardias verdes.
—¿Ésos? —Strangärd miró discretamente a ambos lados, para cerciorarse de que nadie más nos escuchaba antes de seguir hablando—. Son chusma. Escoria. Mala gente. Ex presidiarios, casi todos ellos. Si quieren un consejo, procuren no cruzarse en su camino. Y si por desgracia lo hacen, intenten no cabrearlos demasiado. Golpean primero y preguntan después. Pero son la autoridad aquí. O mejor dicho, son el ejército privado del reverendo, y cumplen fielmente sus órdenes. Además, la mayor parte de la población de Gulfport los adora. Sienten que son ellos los que les permiten vivir en paz y seguridad.
Asentí como si comprendiese, aunque aquello no tenía ningún sentido para mí. Observé detenidamente a aquellos hombres. Todos ellos eran corpulentos, con el tipo de musculatura que delata muchas horas levantando pesas. La mayoría vestían pantalones militares y llevaban camisetas blancas de asas, con el fajín verde envolviéndoles uno de los bíceps. Todos iban rapados, y unos cuantos lucían unas barbas recortadas de aspecto siniestro.
—Parece que el tatuador les ha hecho precio de grupo —comentó Pritchenko, sarcástico, mientras señalaba discretamente a los más cercanos. No había ni uno solo de ellos que no llevase alguna parte de su cuerpo cubierto de tatuajes. Cruces gamadas se alternaban con telarañas, calaveras e inscripciones en letras góticas. Uno de ellos incluso llevaba la leyenda «White Pride» tatuada en la parte de atrás de su cabeza. Un escalofrío recorrió mi espalda.
Orgullo Blanco. Aquellos tipos armados del brazalete verde eran de la Nación Aria. Los supremacistas blancos del fondo del pozo social de América. La Nación Aria, un grupo racista que hacía que el Ku Klux Klan pareciese el Club de la Tolerancia. Estaban implicados en extorsión, narcotráfico, asesinatos y tráfico de armas. Ni una sola cárcel del sistema federal de prisiones estadounidense se libraba de su grupo de la Nación Aria. Y resulta que en Gulfport eran la ley. Aquello cada vez pintaba peor.
Tres de ellos subían en aquel momento por la pasarela de popa, justo hacia nosotros. Encabezaba el grupo un gigantón rubio de espectrales ojos azules, de unos cuarenta años. Aquel individuo llevaba un águila de plata prendida en su brazalete verde y su camiseta blanca se empezaba a tensar sobre su abdomen, señal de una incipiente barriga cervecera. Una esvástica negra asomaba por su cuello y en cada uno de sus nudillos llevaba tatuada una letra. Si cerraba los puños y los ponía juntos podía leerse HATE JEWS. Un auténtico angelito.
Al llegar a nuestra altura se plantó en jarras delante de nosotros y nos miró de arriba abajo con detenimiento, recreándose con calma en el cuerpo de Lucía, que instintivamente cruzó los brazos y bajó la cabeza. Aquel tipo resultaba intimidador.
—Así que éstos son los pescados que Birley ha traído de alta mar —dijo, sin dirigirse a nadie en concreto—. Cuando me dijeron que hablaban español pensé que serían alguna de esas mierdecillas mexicanas, pero sin embargo no tienen pinta de chicanos. El de bigotes incluso tiene un aire ario, pese a ser tan bajito. ¿Cómo es que habláis el idioma de los panchos, amigos?
—Europeos. Somos europeos. —Me adelanté, antes de que cualquiera de mis compañeros pudiese abrir la boca—. Él es ucraniano y nosotros venimos de Galicia. Allí también se habla español.
Dudaba que el gigantón tatuado supiese localizar Ucrania en un mapa, y posiblemente era la primera vez que oía hablar de un sitio llamado Galicia, pero aquella explicación pareció bastarle.
—Me da igual de dónde vengáis, mientras seáis blancos, cristianos y no le toquéis los huevos al reverendo Greene —dijo encogiéndose de hombros—. Soy Malachy Grapes y dirijo la Guardia Verde del reverendo. Velamos para que las buenas gentes blancas de Gulfport puedan vivir en paz y tranquilidad. Si os comportáis según las reglas, disfrutaréis de todo tipo de comodidades. Si decidís ir por libre, entonces tendremos un problema.
Preferí no preguntar qué tipo de problema podríamos tener, aunque me lo podía imaginar. Grapes, mientras tanto, había clavado sus ojos en Pritchenko, que le devolvía la mirada tranquilamente, sin arredrarse lo más mínimo. El gigantón acercó su cara a la de Viktor hasta que sus narices prácticamente se tocaron, pero el ucraniano ni siquiera pestañeó.
—Vaya, veo que tenemos un gallito por aquí —murmuró Malachy Grapes con voz amenazante—. ¿Quieres tener problemas conmigo, enano? —Un coro de risas cómplices se elevó de los otros dos cabezas rapadas que le acompañaban.
Viktor inspiró profundamente, arrastrando un gargajo desde el fondo de su garganta. Por un segundo pensé horrorizado que iba a escupirle un moco verde en la cara a aquel tipo, pero finalmente el ucraniano se limitó a eructar suavemente.
—Esos negros y chicanos a los que tanto desprecias se han jugado el culo de manera admirable, ¿sabes? —respondió el ucraniano con el mismo tono de voz que si estuviese hablando del tiempo—. Por cierto, en ese autobús de ahí abajo hay un par de tipos que si te pillasen sin tu escolta podrían dejar tu blanco culo como la bandera de Japón, así que creo que sería muy prudente por tu parte no insultarles gratuitamente si están cerca. Y no, no quiero tener problemas contigo, amigo… de momento.
El tiempo pareció detenerse por un segundo. La cara de Grapes se puso de varios colores, pero finalmente soltó una carcajada y se separó de Viktor.
—He de reconocer que tienes cojones, enano. Pero más te vale no jugar conmigo o con mis hombres. Hoy es tu día de bienvenida y no debes tener problemas, pero no siempre seré tan paciente. Ahora vamos. El reverendo nos espera.
Seguimos al grupo de guardias verdes por la pasarela hasta el muelle. No teníamos ningún equipaje que llevar, aparte de un Lúculo ingobernable, feliz de estar de nuevo en tierra tras tantos días en el mar, un lugar que claramente no estaba pensado para un gato. Strangärd, el oficial sueco nos acompañaba «como enlace» según nos indicó mientras se subía a nuestro lado en la parte de atrás de uno de los Hummer. El capitán Birley estaba muy ocupado encargándose de la maniobra de atraque y el reverendo quería oír de primera mano la historia de nuestro rescate por parte de uno de los miembros de la tripulación. Era el segundo oficial de a bordo, así que le había correspondido la misión. Mientras los Hummer arrancaban entre un rugido de motores me alegré mucho de que viniese con nosotros.
Era el único amigo que teníamos allí. O por lo menos, algo parecido a un amigo. Y algo me decía que en las próximas horas íbamos a necesitar toda la ayuda posible.