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El reverendo Greene nunca había sido un hombre atractivo, pero aquella mañana la expresión avinagrada de su rostro no ayudaba a mejorar el conjunto. De unos setenta años, más bien bajo, enjuto y con las primeras manchas de edad cubriendo su piel apergaminada, iba vestido con su sempiterno traje gris con hebilla de plata en el cuello y su sombrero Stetson sobre la cabeza, como todos los días desde hacía cuarenta años. Pero el reverendo no estaba feliz. Aunque el sermón de la oración de la mañana (!Alabado sea el Señor Jesucristo por siempre, amén, aleluya!) había sido particularmente inspirado, sabía que algo no andaba bien. Mejor dicho, su rodilla sentía que algo no andaba bien. Y su rodilla siempre tenía razón.

Unos palurdos que habían bebido demasiada cerveza y a los que no les gustaba su presencia se la habían roto en Waynesboro, Virginia, en el año 74. No es que fuese una lesión excesivamente grave. Es una rotura muy común en deportistas, bailarines, escaladores… y víctimas de una panda de borrachos enfurecidos. La mayoría de la gente que sufre una lesión en esa articulación suele recuperarse sin complicaciones en pocas semanas. Algunos quedan lisiados para toda la vida, pero otros (!Alabado sea el Señor, amén, aleluya!) no sufren secuelas de ningún tipo. Al curarse, unos cuantos descubren que, como por arte de magia, esa rodilla rota se ha convertido en un infalible detector del cambio de tiempo y son capaces de adivinar, con varias horas de antelación, que ese maravilloso y primaveral día va a dar paso a una tarde de rayos y truenos.

El caso del reverendo Greene había sido ligeramente diferente. Tras cinco largas semanas en un hospital del condado de Rockbridge (había considerado que era más prudente arrastrar su culo fuera de Waynesboro mientras aún le quedaba algún trozo entero del mismo) finalmente le dieron el alta médica. Cuando salió a la calle por primera vez notó que la rodilla le empezaba a doler, al principio con una pulsación suave y larga, que se fue haciendo cada vez más acelerada y dolorosa a medida que pasaba el tiempo.

Cuando creía que iba a estallar de dolor y ya estaba pensando en regresar al hospital, sucedió todo aquello.

Dos hombres encapuchados salieron de una joyería de la acera de enfrente, disparando a diestro y siniestro, mientras la alarma del local estallaba con un sonido terrible. Un tipo bastante mayor, armado con una escopeta (probablemente el dueño, pensó Greene), salió de la tienda tras los atracadores. Lo habían tenido encañonado hasta ese instante, pero en un momento de descuido había activado la alarma de la joyería, que sonaba tapando cualquier otro sonido. En aquel instante estaba en medio de la calle con un rifle que parecía pensado para cazar bisontes africanos, por lo menos.

—¡Venid aquí, HIJOSDELAGRANPUTA! —El hombre aullaba mientras se echaba el rifle al hombro y apuntaba a los atracadores que se escapaban—. ¡A mí no me jode NADIE!

Cuando disparó el fusil, el retroceso del arma le echó medio metro hacia atrás, pero el anciano volvió a correr el cerrojo del arma y disparó de nuevo. En la espalda de uno de los atracadores apareció de golpe una enorme flor roja que salpicaba sangre de manera arrítmica. El hombre cayó al suelo, justo cuando su compañero se giró y apuntó su revólver contra el anciano. El 38 que tenía en la mano parecía un juguete infantil comparado con el rifle de caza del joyero, pero a aquella distancia daba lo mismo. El primer balazo entró por un costado del anciano, mientras que el segundo le atravesó el ojo derecho, matándole en el acto. En un último gesto reflejo, el cerebro del joyero había mandado a su dedo índice la orden de agarrotarse sobre el gatillo, y aunque su dueño ya estaba muerto, lo hizo. La bala salió, lanzando el cuerpo desmadejado del anciano dos metros hacia atrás, mientras que la cabeza del atracador del 38 se convertía en algo parecido a un bote de jalea de moras, salpicando en todas direcciones.

No habían pasado más de diez u once segundos desde que empezó todo. La calle se quedó en silencio. Excepto por la maldita alarma, que no dejaba de sonar. Olía a pólvora quemada, a sangre y a mierda. Greene, que durante todo el tiroteo había permanecido de pie, pegado a una pared, comenzó a andar cautelosamente alejándose de los cuerpos caídos en la calzada. Las primeras sirenas de la policía ya sonaban a lo lejos.

Tan sólo en ese instante se dio cuenta de que la rodilla le había dejado de doler. Es más, la sentía mejor que nunca.

No le dio mayor importancia, ni siquiera cuando en Gainsville, a la semana siguiente, la rodilla comenzó a latirle de nuevo con fuerza, justo una hora antes de que un camión articulado se saltase un semáforo en el cruce donde Greene estaba tomando una taza de café mientras pensaba qué hacer con los últimos veintisiete dólares que llevaba en el bolsillo. Aquel camión se llevó por delante un Chevrolet en el que viajaba una familia de cinco miembros. Murieron todos, incluido el conductor del camión.

En ese preciso momento la maldita rodilla dejó de latir, aparentemente satisfecha con las muertes que había visto tan de cerca.

Al principio pensó que no era más que una condenada casualidad. Sin embargo, la experiencia se fue repitiendo una y otra vez, dondequiera que estuviese, sin importar lo que estuviese haciendo. Empezaba como una pulsación suave, que se iba transformando en un dolor sordo y caliente a medida que se aproximaba la hora. En ocasiones, bastaba con que se alejase del lugar en el que estaba para que el dolor fuese disminuyendo, hasta desaparecer. Si al día siguiente consultaba los periódicos o veía la televisión, descubría que el lugar donde había estado cuando empezó a latirle la rodilla había sido escenario de algún accidente terrible o de algún crimen espantoso. Siempre, pasara lo que pasase, había derramamiento de sangre.

En otras ocasiones, sin embargo, sucumbía a una fascinación morbosa. En cuanto empezaba a sentir el latido comenzaba a caminar, inquieto, siguiendo la dirección que le marcaba aquella rodilla macabra, guiándose por la intensidad del dolor como un murciélago se guiaría por el sonido, hasta que notaba que la punzada era tan fuerte que estaba a punto de desmayarse. Entonces se ocultaba y esperaba.

Y siempre acababa pasando algo.

A lo largo de los anteriores treinta y cinco años había sido testigo de al menos quince accidentes de tráfico, diecinueve asesinatos, una decapitación accidental y dos violaciones que acabaron en muerte. Y para su sorpresa, había disfrutado en todas y cada una de aquellas ocasiones (aunque jamás lo reconocería, ni siquiera ante el mismísimo Dios).

El paso de los años había ido formando en la mente del reverendo Greene una extraña imagen de sí mismo. Había acabado por aceptar que aquella extraña capacidad de visión que poseía era un don concedido por el Señor (¡Alabado sea por siempre Su nombre, amén, aleluya!).

Podía sentir el Mal. Más importante todavía, podía anticipar la llegada del Mal. Eso le transformaba sin ninguna duda en un Profeta, en un Elegido del Señor. Y si podía profetizar la llegada del mal… ¿no le convertía eso en un heraldo para cuando se produjese la inevitable llegada del Anticristo a la Tierra?

Sus sermones cambiaron radicalmente. Greene, séptimo hijo de unos agricultores medio analfabetos de Alabama, nunca había tenido estudios. Se había lanzado a la carretera a predicar la palabra del Señor porque había sentido la llamada. O más bien, porque así evitaba las palizas de un padre alcohólico y una madre con principios de esquizofrenia. Pese a que tenía un verbo incendiario, su conocimiento de las Sagradas Escrituras era bastante deficiente. Y eso, para un predicador ambulante en el Bible Belt [2], no era la mejor tarjeta de presentación.

Pero ser el heraldo del Apocalipsis lo cambiaba todo. Su mensaje se hizo febril, casi obsesivo. El Señor iba a castigar la iniquidad de sus hijos descarriados. La impiedad, la sodomía, los demócratas, los negros, los judíos, los hispanos, los musulmanes, los comunistas, la música tecno, todo cabía en el enorme caldero de brujo en el que Greene cocinaba sus prédicas. Todas esas cosas eran horribles y desagradables a los ojos del Señor, todo aquello que se apartase de los buenos y viejos principios del Sur. La llegada de un negro (un maldito negro, se indignaba Greene) a la Casa Blanca no era sino una muestra más de la decadencia y depravación en la que se hundía el mundo.

Y el Señor (!Alabado por siempre sea Su nombre, aleluya, amén!) estaba enfurecido y presto a desencadenar su justa ira. Y entonces, un día, empezó el Dolor. La pulsación de su rodilla se hizo rítmica e intensa, de una forma que Greene no había experimentado nunca en casi cuarenta años. Al principio pensó que un crimen especialmente espantoso estaba a punto de ocurrir. Esperó durante unos días, expectante, pero nada sucedía, aunque el latido continuaba aumentando de intensidad. Comenzó a consumir Vicodina como si fuesen caramelos, pero el dolor no cesaba. Incapaz de aguantar más aquella tensión, decidió que no sería testigo de lo que fuera que anunciase aquel latido. Así que en medio de la noche desmanteló la tienda que utilizaba para sus sermones, la cargó en el techo de su autocaravana y emprendió la huida hacia el Sur.

Pero alejarse no sirvió de nada. El Dolor le seguía como un perro fiel a su dueño. Fuera a donde fuese, durante quince días, el Dolor permaneció pegado a él, como los restos de mierda que quedan pegados en el zapato. Fueron días confusos, en los que Greene, casi delirando, conducía medio inconsciente su enorme autocaravana hacia el Sur, de manera instintiva. Si hubiese sintonizado algo que no fueran emisoras cristianas se habría enterado de que una pandemia vírica se estaba extendiendo por todo el mundo y que ya había aterrizado en Estados Unidos. Por eso, cuando llegó a Gulfport, Mississippi, el reverendo Greene no tenía ni idea de que el Apocalipsis que se suponía que tenía que anunciar ya había empezado dos semanas atrás. Pero de lo que sí se enteró fue de otra cosa.

Nada más llegar a la ciudad, la rodilla dejó de latir. El Dolor desapareció. Por completo.

Aquello era sin duda una señal que tenía que significar algo, pero cuando llegó a Gulfport estaban pasando demasiadas cosas simultáneamente. La Guardia Nacional estaba intentando evacuar a todos los vecinos de la ciudad al Punto Seguro que se había establecido en la cercana Biloxi. De los setenta mil habitantes que tenía Gulfport ya se habían ido dos terceras partes de manera caótica y desordenada, y los que quedaban estaban muy atareados recogiendo sus pertenencias para marcharse. Por eso cuando la vieja autocaravana de segunda mano de Greene entró por la carretera principal de la pequeña ciudad, casi nadie advirtió su presencia.

Greene lo vio claro. Aquélla era la ocasión para la que estaba predestinado, para la que había estado esperando tanto tiempo. El Fin de los Días llegaba, pero él sabía dónde debían refugiarse los Justos. Él sabía cuál era el lugar que estaría a salvo de la ira del Señor. Allí donde el Dolor no podía llegar.

Greene instaló su carpa en la salida de la ciudad, en la carretera que unía Gulfport con Biloxi e inmediatamente se subió a su púlpito. Por primera vez en muchos años notaba una corriente de energía que le sacudía todo el cuerpo como una descarga eléctrica. Ni siquiera le dolieron los músculos mientras levantaba el poste de la tienda, porque notaba cómo ardía dentro de él la llama del Señor.

—¡Escuchadme! ¡Prestadme atención, buenas gentes de Gulfport! ¡No huyáis de aquí, pues nada habéis de temer! ¡Este lugar está santificado por el Señor y la pestilencia no llegará! ¡La pestilencia NO LLEGARÁ!

Siguió desgañitándose durante horas, aunque apenas consiguió que un par de docenas de curiosos, o alguna gente demasiado agotada para seguir el camino, se detuviese junto a su tienda para escuchar su sermón. Pero entonces el Señor decidió ayudarle, y cruzó en su camino a Stanley Morgan.

Stanley Morgan, conocido entre sus vecinos como el Viejo Stan, llevaba ejerciendo de alcalde de Gulfport de manera ininterrumpida desde hacía casi veinte años. Blanco, anglosajón, protestante y republicano hasta la médula, Stan pensaba que sólo había una manera correcta de hacer las cosas: la suya.

Por eso, cuando un atildado coronel del cuerpo de marines, con acento de Rhode Island y aire del Norte se había plantado delante de su mesa para decirle que tenía que evacuar a toda la población de Gulfport hacia el Punto Seguro de Biloxi en cuarenta y ocho horas, Stan había tenido que hacer gala de todo su autocontrol para no pegarle un puñetazo que le hiciese saltar los dientes blancos a aquel tipo.

Nadie daba órdenes a Stan Morgan, y mucho menos un engreído coronelucho. ¿Evacuar su ciudad? ¡Y un huevo! Gulfport había resistido el paso de mil y una emergencias, entre ellas varios huracanes (el último de ellos, el Katrina en 2005, había dejado media ciudad en ruinas) y jamás había sido evacuada por completo. Y Stan quería ser recordado con una biblioteca con su nombre o un parque. Se lo merecía, joder. Y eso sería imposible si pasaba a la historia como el alcalde que tuvo que evacuar su amada ciudad.

Así que hizo todo lo que pudo por fingir que cumplía con las órdenes de evacuación, pero sin mover realmente un dedo, con un ojo en los militares y otro en la televisión, donde podía contemplar en directo cómo el mundo entero se estaba desmoronando en cuestión de horas.

Pero, al igual que lo veía él, cientos de vecinos observaban a través de la CNN cómo los No Muertos iban extendiéndose como una mancha de aceite por todo el país, y el pánico cundió. Docenas de familias cargaron apresuradamente sus pertenencias en sus coches y se lanzaron a la carretera, en dirección a Biloxi, donde los medios informaban que estaba el Punto Seguro más cercano. Naturalmente, al no haber una evacuación organizada, lo único que consiguieron fue colapsar rápidamente la Interestatal 10 que comunicaba las dos ciudades. Docenas de miles de personas quedaron atrapadas en un enorme embotellamiento de tráfico, que se convertiría al cabo de pocas horas en el escenario de una carnicería de dimensiones descomunales. Pero en aquel momento nadie sospechaba que los No Muertos estaban tan cerca.

Stan hizo gala de toda su fuerza de voluntad para impedir que sus vecinos se marchasen, pero aquello no era tan sencillo como convencerlos de que las carrozas de la Feria de la Calabaza del Condado debían medir seis pies más. El pánico había bloqueado cualquier atisbo de racionalidad. Argumentó, razonó, rogó y maldijo, pero la mayor parte de la gente, asustada y temiendo la inminente llegada de los No Muertos, simplemente le decía «lo siento mucho, Stan, de veras, pero es que…» y se subía a sus coches sin mirar atrás.

Hasta que el destino puso en su camino a aquel predicador medio chiflado, que debajo de una carpa mal montada se desgañitaba al borde de la carretera. Y entonces Stan tuvo una idea.

El hombre de la carpa tenía pinta de ser uno de esos predicadores ambulantes que tanto abundaban en la zona, que vivían de la caridad, los donativos y, sospechaba, de los falsos milagros. En aquel momento estaba aullando algo acerca del Fin de los Días (un argumento bastante común en el Manual del Predicador, por otra parte), pero lo realmente interesante era lo que añadía a continuación. Gulfport. Gulfport era seguro. De hecho, era el único sitio seguro en miles de kilómetros a la redonda.

Gulfport. SU ciudad.

Así que, sin pensarlo, se subió a la roñosa tarima del predicador y le extendió la mano.

—Buenas tardes, reverendo —dijo mostrando su sonrisa de tiburón, que tantos negocios inmobiliarios le había ayudado a cerrar—. Soy Stan Morgan, el alcalde de Gulfport, y creo que Dios le ha puesto en mi camino.

Menos de dos horas después, la pequeña tienda mal montada del reverendo Greene había desaparecido y en su lugar se levantaba una enorme y moderna carpa con capacidad para más de cuatrocientas personas, de la que los empleados de Stan habían retirado apresuradamente los carteles de Promociones Inmobiliarias Morgan. Bajo ella, con un equipo de sonido que podía competir con el del estadio local de los Gulfport Merlins (de hecho era el equipo de sonido de los Merlins) el reverendo Greene, con Stan Morgan a su lado, hacía que fuese imposible avanzar por la interestatal sin fijarse en él.

La combinación del magnético discurso de Greene, junto con la impresionante figura de Stan Morgan, un hombre conocido por todos sus vecinos, hizo que los vehículos empezasen a detenerse; primero un par de coches, más tarde tres o cuatro camionetas y, en poco menos de media hora, una pequeña multitud se congregaba bajo la carpa, donde Greene se desgañitaba anunciando que Gulfport era el único lugar seguro de todo Mississippi. El ser humano, como bien sabía Stan, es de naturaleza gregaria. Tiende a hacer lo que hace la mayoría. Y al ver a aquella muchedumbre detenida bajo la carpa plantada en el arcén de la carretera, los vecinos de Gulfport comenzaron a hacer exactamente eso. Detenerse y escuchar.

Stan aprovechaba la ocasión para circular entre sus vecinos, a los que las palabras de Greene parecían hacerles el mismo efecto que una caricia suave en el lomo de un perro aterrorizado. Súbitamente, la histeria colectiva se fue apaciguando, y los que antes no eran capaces de ver más allá de la huida hacia el Punto Seguro de Biloxi, de repente estaban en disposición de escuchar de nuevo a Stan.

—Es un hombre santo —susurraba Stan, mientras apretaba manos y repartía palmadas en la espalda—. Ha atravesado más de tres estados en esa maldita furgoneta, rodeado de millones de esos seres, y no ha sufrido ni un rasguño. Realmente tiene que estar bendito por el Señor.

Y la gente, asustada, comenzó a mirar al reverendo con otros ojos mientras bebían literalmente sus palabras. Después de semanas de intenso terror, en las que las únicas noticias que llegaban eran de muerte, devastación y de aquella misteriosa plaga de No Muertos acercándose, el verbo incendiario de Greene hablando de salvación y seguridad en su propia casa era música para sus oídos.

Y así, por primera vez en casi cuarenta años, gracias al Apocalipsis, el reverendo Josiah Greene se encontró ante una congregación dispuesta a escucharle con fervor.

Y durante muchos meses fue feliz.

Hasta que esa mañana, justo cuando el Ithaca entraba en el puerto, en medio de un estruendo de sirenas enloquecidas, su rodilla comenzó a latir de nuevo. Muy débilmente, es cierto, pero aquel latido era inconfundible.

Y de repente, el reverendo Greene sintió miedo.