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Dos horas más tarde, un coche oficial recorría las calles desiertas de Pyongyang, la capital de Corea del Norte. Sentado en el asiento trasero, el coronel Hong Jae-Chol miraba distraídamente a través de la ventanilla, mientras el vehículo le llevaba a toda velocidad hacia el Ministerio de Defensa.

Pyongyang se extendía a su alrededor como siempre, grandiosa, hermosa y triste. Su vehículo cruzaba en ese momento uno de los puentes sobre el río Taedong por el carril reservado a los vehículos del Partido. Aquello era de todo punto innecesario, porque no se habían cruzado con más de media docena de coches y camiones en todo el trayecto. Nadie tenía vehículo particular en Corea del Norte.

Al pasar por debajo de la sombra del absurdo triángulo truncado del hotel Ryugyong se fijó que la poca gente con la que se cruzaban tenía un aspecto más desolado de lo habitual. En un callejón le pareció ver fugazmente a dos personas revolviendo en un cubo de basura. Hong sabía que las hambrunas habían estado azotando el país desde los años noventa, pero nunca hasta entonces había visto que los habitantes de la capital, funcionarios del Partido en su mayor parte, pasasen privaciones. Aquellas señales, ciertamente, no eran buenas.

El coronel Hong pertenecía al reducido y exclusivo grupo de oficiales norcoreanos que sabía que el Apocalipsis se había desatado sobre la faz de la tierra. De unos cuarenta y cinco años, alto para la media del país, fibroso, las primeras manchas de canas comenzaban a aparecer en su pelo negro. Fervoroso seguidor de la ideología Juche, había sido miembro de los escuadrones volantes encargados de eliminar a los pocos temerarios que habían conseguido cruzar la línea de demarcación que separaba el Sur del Norte, e incluso la frontera con China.

Si alguien quisiera saber cómo era realmente el coronel, muy pocos podrían responder con certeza, ya que casi nadie le conocía a fondo. Por un lado, sus compañeros de la escuela de oficiales dirían que Hong era un tipo experimentado, maniático y cumplidor, aunque muy reservado y silencioso. Los que habían servido bajo su mando, por su parte, afirmarían que era un cabrón sin entrañas capaz de hacerte reventar con tal de cumplir las órdenes. Los que se habían visto obligados a enfrentarse a él no dirían nada, por el sencillo motivo de que todos ellos estaban muertos. En lo que todos estarían de acuerdo, sin duda, era en que Hong era un militar disciplinado. Si le mandasen saltar de una ventana del último piso del Ministerio de Defensa, lo haría sin preguntarlo dos veces y con una expresión imperturbable en la cara. El deber es lo primero.

El coche se detuvo delante de la puerta del ministerio y un ayudante se apresuró a abrirle la puerta. Hong salió del coche y se estiró. Aún no hacía demasiado frío, pero las nieves del invierno pronto se dejarían ver. En poco más de cinco semanas tendría que cambiar el ligero capote de verano que llevaba por el equipo de invierno. Se preguntaba qué efecto tendría el frío extremo en las criaturas del otro lado de la frontera. El año anterior no pareció afectarles demasiado, pero después de los cambios que habían visto entre ellos ese verano, quizá…

—¿Coronel Hong? —Un comandante, cubierto con la enorme gorra de plato reglamentaria del Ejército Popular, se cuadró ante él.

—Ése soy yo —musitó Hong. Era un hombre de pocas palabras, y además, de manera inconsciente, miraba a la gente prácticamente sin parpadear. Tiene ojos de muerto, decían de él a sus espaldas. Su mirada carente de emoción solía poner muy nerviosos a sus interlocutores, y aquel pobre comandante no fue una excepción.

—Por favor, señor, sígame —tartamudeó, nervioso—. Le están esperando en el despacho del ministro.

El ministro en persona. Aquello era nuevo. Hong se desembarazó de la gorra y el capote al entrar en el edificio, mientras se preguntaba por qué motivo le habían llamado allí. No había vuelto a la capital desde que su grupo de asalto había terminado las tareas de limpieza en la zona sur del mar de Japón. Había sido una tarea sucia, pero necesaria. Lo peor, con diferencia, lo de aquellos seiscientos niños. Pero qué se le iba a hacer.

No se hacía ilusiones. Sabía que haber dirigido aquella operación le había transformado en una carta marcada de la baraja. Incluso en medio del horror del Apocalipsis, si algún día llegaba a trascender lo que había hecho en aquel pueblo, la gente le miraría con espanto. Y además, él sabía QUIÉN había dado la orden directa de las masacres, y por qué la había dado, por lo que a sus superiores su presencia les resultaba doblemente incómoda. Así que cuando, tras unos meses de silencio y abandono en un campamento aislado, le habían llamado aquella mañana, se imaginó que algo gordo iba a pasar. Hong no estaba seguro, pues no era un hombre demasiado imaginativo, pero suponía que al acabar el día tendría o bien una medalla o bien un balazo en la nuca. Se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de que cualquiera de las dos posibilidades le resultaba indiferente.

—Espere aquí, por favor. Enseguida vengo a buscarle. —El edecán le dejó solo en la sala y se alejó hacia el despacho del ministro. Hong miró por la ventana, ausente. La ciudad, gris, semivacía y con el inconfundible toque arquitectónico del Bloque del Este, se extendía hasta el horizonte. Trató de imaginarse cómo sería caminar a través de una Pyongyang llena de aquellos No Muertos, pero no pudo. Definitivamente, Hong era un hombre con poca imaginación.

—Por favor, sígame. —El edecán había reaparecido por la otra puerta.

Echando un último vistazo a su uniforme, para estar seguro de que todo estaba en orden e impoluto, Hong entró en la habitación.

El vicemariscal Kim Yong-Chun, ministro de Defensa de la República de los Trabajadores de Corea del Norte, le esperaba sentado en la cabecera de una larga mesa de juntas. Sentados a su lado, estaban otros tres hombres, todos ellos uniformados, a los que Hong no conocía. Con una vaga inquietud se dio cuenta de que él era el militar de menos rango de los presentes en la sala.

—Coronel, tome asiento, por favor —le invitó el ministro, amablemente, mientras un ayudante le acercaba un grueso dossier—. Permítame que le presente a los generales Kim, Chong y Li. Forman parte del equipo asesor de nuestro Amado Líder Kim Jong Il para esta… situación especial.

Hong se sentó, sin prestar demasiada atención a los nombres. Era evidente que aquellos hombres sólo estaban allí como testigos de la reunión, para dar fe de lo que se dijera y de las respuestas correspondientes. Lo que fuera que tuvieran que decirle lo formularía el ministro, así que aquellos generales no importaban, pese a su rango. Por tanto, se limitó a asentir con la cabeza y clavó su mirada sin parpadear en el ministro.

—Permítanme que les presente a nuestro hombre —comenzó el ministro—. El coronel Hong es un miembro destacado y experimentado de las fuerzas especiales. Antes de esta situación «especial», ya tenía un dilatado currículum: tomó parte en tres incursiones al sur de la línea de demarcación y en otra en las costas de Japón, y en todas sus misiones se ha desempeñado con auténtico espíritu revolucionario. Sinceramente, creo que es la persona indicada para este delicado asunto que…

Hong se dejó llevar por sus pensamientos. Qué bonito sonaba todo aquello dicho alrededor de una mesa, en un confortable despacho. Lo cierto era que cada una de aquellas incursiones fuera de las fronteras había sido un infierno regado con sangre. Las tres de Corea del Sur habían tenido como objetivo realizar operaciones de espionaje y sabotaje, y en la última de ellas había vuelto con un balazo en la mano que le había hecho perder la mitad de dos dedos. Aquella herida todavía le dolía de vez en cuando. La misión de Japón había sido mucho más sucia y oscura. El objetivo era secuestrar a ciudadanos japoneses para llevarlos a Corea y poder utilizarlos como instructores de idioma y costumbres en las escuelas de espías. Aquella misión casi había acabado en fiasco. De los seis individuos capturados, tres hombres y tres mujeres, según las órdenes, sólo había podido llevarse consigo a los hombres. Una de las mujeres había empezado a gimotear cuando una patrulla japonesa pasaba muy cerca y se había visto obligado a estrangularla con sus propias manos. Las otras dos se habían puesto algo nerviosas al ver aquello, así que las había degollado limpiamente, para evitar problemas. Y aunque él no lo sabía, no había parpadeado ni una sola vez mientras hacía todo aquello. El deber es lo primero.

—… Y esto nos lleva a la situación actual, y a lo que nos ha reunido hoy a todos aquí —concluyó el ministro, mientras abría el dossier que le habían colocado delante.

Ahí vamos, pensó Hong.

—Hoy, a las tres y media de la tarde, hora local, la red de detección de señales Hangeul ha captado una señal de radio de dos minutos y veinte segundos de duración. La señal, que ha repetido el mismo mensaje varias veces, fue transmitida en inglés. Tienen ustedes una transcripción completa de la misma en su copia del informe.

Durante unos segundos, se oyó en la sala el sonido de hojas de papel. Entonces el jerarca coreano continuó hablando.

—La señal provenía de un punto situado a pocas millas de la costa africana. La emitía un barco estadounidense.

—¿Militar? —preguntó alarmado uno de los generales.

—No, el barco es civil, un petrolero, por el contenido de la señal.

—¿Cabe la posibilidad de que vaya escoltado? —preguntó otro de los generales, que por su edad tenía aspecto de haber luchado en la Edad Media, por lo menos.

—No lo sabemos, pero tampoco es importante —respondió el ministro, pasando una hoja—. Está demasiado lejos para que lo alcance cualquier barco de la Marina Popular, y además, tampoco habría tiempo para interceptarlo.

—¿Y por que querríamos interceptarlo? —preguntó Hong, cautelosamente. Era la primera vez que hablaba desde que se había iniciado la reunión, y todas las miradas se volvieron hacia él. Al cabo de un segundo, sin embargo, se desviaron. Los ojos carentes de vida del coronel eran demasiado inhóspitos para mirarlos durante mucho rato.

El ministro emitió un carraspeo incómodo, mientras miraba alternativamente a todos y cada uno de los generales. El más anciano de todos asintió levemente con la cabeza. El ministro Kim hizo acopio de valor y miró directamente a los ojos a Hong.

—Coronel, la situación es complicada. Pese a los sabios y siempre atinados consejos de nuestro Amado Líder, estamos llegando a un punto crítico. El desencadenamiento del Apocalipsis nos ha afectado mucho menos que a todos los decadentes imperialistas de alrededor, incluidos nuestros vecinos del Sur. Gracias a las sabias medidas de Kim Jong Il, ni uno solo de esos monstruos ha traspasado nuestras fronteras, y la enfermedad no se ha extendido en Corea del Norte. En ese sentido, estamos a salvo.

La misma verborrea de siempre, pero ni una palabra del auténtico problema. Una manera muy burocrática de taparse el culo, pensó Hong, que decidió ser más directo.

—¿Y cuál es el problema, entonces? —preguntó Hong.

—Que, desgraciadamente, no estamos solos en el mundo. Pese a que nuestra política oficial ha sido la autarquía durante todos estos años, quiero decir, fabricar nosotros mismos todos nuestros productos de consumo y explotar únicamente nuestros propios recursos, hay determinadas cosas de las que sin embargo, y pese a todos nuestros esfuerzos, aún estamos lejos de tener un autoabastecimiento completo.

Hong cruzó las manos sobre la mesa, lentamente. Era un secreto a voces que el sistema fallaba y que las carencias eran gigantescas. Corea del Norte era un país eminentemente rural desde hacía décadas, y cuando se sucedían varios años de malas cosechas, las hambrunas eran espantosas. Años atrás, incluso se habían visto obligados a aceptar la humillante ayuda norteamericana, en forma de grano y medicamentos, para superar la amenaza de la muerte por inanición de zonas enteras del país. Aquello había salvado millones de vidas, pero para la gente como Hong había supuesto una afrenta mortal y una vergüenza difícil de soportar. El coronel era un Juche convencido, y creía firmemente que Corea del Norte debía mantenerse por sí misma y permanecer ajena a las influencias imperialistas del exterior.

—¿Y bien? —dijo sin alterar en lo más mínimo su rostro—. Camarada ministro, creo que podemos vivir perfectamente sin cigarrillos chinos o cerveza japonesa de contrabando.

—Sin duda, coronel. Pero sin petróleo, estaremos de rodillas antes de tres meses.

El petróleo. El maldito petróleo. Es eso, claro.

—Entiendo —dijo lentamente, mientras asimilaba la información—. ¿Cómo de mala es la situación?

El ministro volvió a mirar nerviosamente al general anciano, que nuevamente sacudió la cabeza de forma casi imperceptible. A Hong le recordaba a una tortuga, una tortuga inmensamente vieja, fea y calva.

—Es catastrófica. El abastecimiento de petróleo a la República Popular de Corea era algo que hacían en exclusiva nuestros camaradas de China. Desde que se desató el Apocalipsis, no hemos recibido ni una gota.

—¿Los chinos nos han cortado el suministro?

—No exactamente —contestó el ministro, con la voz algo temblorosa.

—Entonces, ¿qué?

—Creemos que no queda absolutamente nadie con vida en China, descontando algún grupo disperso. Aparte de los No Muertos, las zonas industriales, donde estaban los depósitos y las refinerías, quedaron arrasadas cuando Pekín intentó contener la plaga con explosiones termonucleares. No podemos obtener nada de ahí.

—¿Para cuánto nos queda?

—La industria pesada está prácticamente paralizada, y la industria ligera está funcionando solamente a un cuarto de su capacidad. La gasolina está totalmente racionada, incluso en el Ejército Popular, y estamos haciendo acopio para el invierno, pero aun así, no será suficiente. Coronel, dentro de tres meses como máximo habremos acabado con nuestras reservas. Este invierno, mucha gente morirá de frío.

—Es prioritario capturar ese barco y a su tripulación, coronel. —Hong se volvió hacia el viejo general Tortuga, que era quien había hablado con una voz quebradiza. El anciano continuó—: Tenemos que averiguar cuál es el puerto donde consiguen el petróleo y ponerlo bajo el control del Ejército Popular cuanto antes.

—Si obtenemos una fuente constante y fiable de petróleo, coronel —intervino el ministro—, la situación cambiaría radicalmente. No sólo garantizaríamos la viabilidad de la República de Corea, sino que tendríamos el impulso necesario para el plan maestro que nuestro Amado Líder ha trazado. Con petróleo, seremos invencibles.

—¿Invencibles?

—Piénselo, coronel. No queda ningún país como tal en el mundo, tan sólo Corea del Norte ha sobrevivido al Apocalipsis. —El ministro hablaba con voz entrecortada por la emoción—. Una vez que tengamos garantizada una fuente de combustible que mueva nuestros barcos, nuestros tanques y nuestros aviones, conquistar el mundo entero será un juego de niños. Esos pequeños restos de supervivientes asustados y dispersos que están por aquí y por allá aferrados a los restos de una bandera no supondrán rival para nuestras gloriosas fuerzas. Es el Destino Manifiesto de nuestro Amado Líder, coronel… ¡Expandir el Juche por todo el mundo! ¡El camarada Kim Jong Il puede ser el primer gobernante de todo el mundo, todo un mundo unido bajo la ideología Juche, y en el que los coreanos seremos la fuerza dirigente!

Los tres generales sentados a la mesa comenzaron a aporrear el tablero ruidosamente, para aplaudir las palabras del ministro, que resoplaba rojo de satisfacción. Hong advirtió las miradas entusiasmadas de los militares. El plan era ambicioso, pero si salía bien las implicaciones serían asombrosas. Por primera vez en la historia tan sólo existía una potencia en el mundo, y ésa era Corea del Norte. Kim Jong Il tenía la posibilidad de conseguir aquello que Alejandro, Gengis Jan, César, Napoleón o Hitler tan sólo habían podido soñar. Ser el dueño del mundo. El amo total de la tierra.

—Coronel, su misión es servir de punta de lanza. Por la transmisión sabemos hacia dónde se dirige ese barco. Va hacia Gulfport, una pequeña ciudad situada al sur de Estados Unidos. Usted y un grupo selecto de trescientos hombres volarán hasta allí y capturarán ese barco y a su tripulación, o al menos descubrirán cuál es la fuente de petróleo de la que se están nutriendo. Una vez que lo haga, nada se interpondrá entre el destino y nosotros.

—Cumpliré mis órdenes, camarada ministro, pero creo que se están olvidando de una cosa —dijo el coronel, escogiendo sus palabras con mucha cautela—. Los No Muertos. Están por todas partes, miles de millones de ellos. Ni siquiera el Ejército Popular puede acabar con esas criaturas. ¿Cómo pretende que conquistemos el mundo, con esos seres deambulando por todas partes?

Una nueva mirada entre el ministro y el general anciano. Un nuevo asentimiento de éste.

—Verá, coronel —dijo lentamente el ministro Kim con una sonrisa de satisfacción—. Lo cierto es que a esos seres, a esos No Muertos, no les queda demasiado.

—¿Cómo dice? —Hong, estupefacto, parpadeó por primera vez en toda la reunión.

—Los No Muertos —Kim sonrió— se están muriendo. Todos ellos.