El autobús se detuvo ante un hotel de Bangkok. Nadie tenía ganas ya de organizar reuniones. La gente andaba en grupos por la ciudad, algunos visitaban los templos, otros iban a los burdeles. El amigo de la Sorbona invitó a Franz a salir por la noche, pero él quería estar solo. Estaba oscureciendo cuando bajó a la calle. Seguía pensando en Sabina y sentía su larga mirada que siempre le hacía dudar de sí mismo, porque no acababa de saber qué pensaba Sabina. Esta vez también se sentía perplejo bajo aquella mirada. ¿No se ríe de él? ¿No cree que el culto que de ella hace es una tontería? ¿No quiere decirle que ya debería ser por fin mayor y dedicarse plenamente a la amante que ella misma le ha enviado?
Se imaginó la cara con las grandes gafas redondas. Se dio cuenta de lo feliz que era con su estudiante. De pronto el viaje a Camboya le parecía ridículo e insignificante. ¿Para qué había venido? Ahora lo sabe. ¡Vino para darse cuenta de una vez por todas de que no eran las marchas, de que no era Sabina, sino su chica de las gafas la que constituía su vida real, su única vida real! ¡Vino para darse cuenta de que la realidad es más que un sueño, mucho más que un sueño!
Entonces salió de la penumbra una figura y le dijo algo en un idioma desconocido. La miró con cierta extrañeza compasiva. El desconocido se inclinaba, sonreía y mascullaba constantemente algo muy urgente. ¿Qué le diría? Le pareció que lo invitaba a ir a algún lugar. Lo cogió del brazo y lo condujo. A Franz se le ocurrió que alguien necesitaba su ayuda. ¿Quizás no ha venido en balde? ¿Quién sabe si está destinado a ayudar aquí a alguien?
Y de pronto junto al hombre que mascullaba había otros dos y uno de ellos le pedía en inglés que les diese dinero.
En ese momento la chica de las gafas desapareció de su mente y volvió a mirarlo Sabina, la irreal Sabina con su gran destino, la Sabina ante la que se sentía pequeño. Sus ojos le miraban enfadados y descontentos: ¿Otra vez se había dejado engañar? ¿Otra vez se habían vuelto a aprovechar de su estúpida buena voluntad?
Se soltó bruscamente del hombre que le cogía la manga. Sabía que a Sabina siempre le había gustado su fuerza. Cogió el brazo que otro nombre extendía hacia él. Lo apretó con fuerza e hizo volar al hombre por encima de él en una perfecta toa de judo.
Ahora está satisfecho de sí mismo. Los ojos de Sabina seguían fijos en él. ¡Nunca volverán a verle humillado! ¡Nunca volverán a verle retroceder! ¡Franz ya no volverá a ser blando y sentimental!
Le invadió un odio casi alegre hacia aquellos hombres que habían pretendido reírse de su ingenuidad. Estaba ligeramente agachado sin quitarle los ojos de encima a ninguno de ellos. Pero entonces algo pesado le golpeó en la cabeza y se desplomó. Se dio cuenta vagamente de que lo llevaban a alguna parte. Después cayó. Sintió un golpe fuerte y perdió el sentido.
Se despertó en el hospital en Ginebra. Sobre su cama se inclinaba Marie-Claude. Quería decirle que no deseaba verla. Quería que avisaran inmediatamente a la estudiante de las gafas grandes. No pensaba más que en ella. Quería gritar que no soportaba a su lado a nadie más que a ella. Pero comprobó con horror que no podía hablar. Miró a Marie-Claude con odio infinito y quiso girarse hacia la pared para no verla. Pero no podía mover el cuerpo. Quiso volver al menos la cabeza. Pero tampoco podía mover la cabeza. Por eso cerró los ojos, para no verla.