Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando hay una cámara fotográfica cerca, corren en seguida hacia el niño más próximo para levantarlo y besarle la mejilla. El kitsch es el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos.
En una sociedad en la que existen conjuntamente diversas corrientes políticas y en la que sus influencias se limitan o se eliminan mutuamente, podemos escapar más o menos de la inquisición del kitsch; el individuo puede conservar sus peculiaridades y el artista crear obras inesperadas. Pero allí donde un solo movimiento político tiene todo el poder, nos encontramos de pronto en el imperio del kitsch totalitario.
Cuando digo totalitario, eso significa que todo lo que perturba al kitsch queda excluido de la vida: cualquier manifestación de individualismo (porque toda diferenciación es un escupitajo a la cara de la sonriente fraternidad), cualquier duda (porque el que empieza dudando de pequeñeces termina dudando de la vida como tal), la ironía (porque en el reino del kitsch hay que tomárselo todo en serio) y hasta la madre que abandona a su familia o el hombre que prefiere a los hombres y no a las mujeres y pone así en peligro la consigna sagrada «amaos y multiplicaos».
Desde ese punto de vista podemos considerar al denominado gulag como una especie de fosa higiénica a la que el kitsch totalitario arroja los desperdicios.