Ese mismo día por la tarde tuvo otro encuentro interesante. Estaba limpiando el escaparate de una gran zapatería y justo a su lado se detuvo un hombre joven. Se inclinó hacia el escaparate y se puso a mirar los precios.
—Han subido —dijo Tomás sin dejar de secar el agua del cristal con su aparato.
El hombre lo miró. Era aquel compañero suyo del hospital al que he bautizado con la letra S., el mismo que en otros tiempos sonreía enfadado porque Tomás hubiera firmado su declaración autocrítica. Tomás se alegró de aquel encuentro (con la simple e ingenua alegría que nos producen los acontecimientos inesperados), pero observó en la mirada de su colega (durante el primer segundo, mientras S. aún no había tenido tiempo de controlarse) un gesto de sorpresa y desagrado.
—¿Cómo te va? —preguntó S.
Antes de que Tomás tuviera tiempo de responder, ya se había dado cuenta de que S. se avergonzaba de su pregunta. Era una evidente tontería que un médico que sigue trabajando le preguntara «¿cómo te va?», a un médico que limpia escaparates.
Para que no se sintiese avergonzado, Tomás le respondió con el tono más alegre que pudo: «¡estupendamente!», pero advirtió de inmediato que ese «estupendamente» sonaba, a su pesar (y precisamente por haber procurado pronunciarlo con alegría), como una amarga ironía. Por eso añadió en seguida:
—¿Qué hay de nuevo en el hospital?
S. respondió:
—Nada. Todo normal.
Esta respuesta, aunque pretendía ser lo más neutral posible, también estaba totalmente fuera de lugar, y los dos lo sabían y sabían que lo sabían: ¿cómo es posible que todo sea normal cuando uno de los dos limpia escaparates?
—¿Y el jefe? —preguntó Tomás.
—¿No os veis? —preguntó S.
—No —dijo Tomás.
Era verdad, desde que se fue del hospital no había vuelto a ver al médico jefe, a pesar de que trabajaban muy bien juntos y tendían a considerarse casi como amigos. Hiciera lo que hiciera, el «no» que acababa de pronunciar llevaba cierta carga de tristeza y Tomás intuía que S. estaba disgustado por la pregunta que le había hecho, porque al igual que el médico jefe, él tampoco había ido nunca a preguntarle a Tomás cómo le iba y si le hacía falta algo.
La conversación entre los dos antiguos compañeros de trabajo se había vuelto imposible, aunque ambos lo lamentaran y Tomás en particular. No estaba enfadado porque sus compañeros de trabajo se hubieran olvidado de él. Le hubiera gustado explicárselo a aquel joven. Tenía ganas de decirle: «¡No sientas vergüenza! ¡Es normal y totalmente correcto que no os relacionéis conmigo! ¡No te acomplejes por eso! ¡Estoy encantado de verte!», pero hasta de decir eso tenía miedo, porque todo lo que había dicho hasta entonces había sonado de un modo distinto al que pretendía y su compañero de profesión hubiera sospechado que esta sincera frase también era irónica y agresiva.
—Perdona —dijo finalmente S.—, tengo una prisa horrible —y le dio la mano—. Te llamaré.
Antes, cuando sus compañeros de trabajo lo miraban despectivamente por su previsible cobardía, todos le sonreían. Ahora que no pueden mirarlo despectivamente, que están incluso obligados a reconocer su valor, lo esquivan.
Por lo demás, tampoco los antiguos pacientes lo invitaban ya, ni lo recibían con champán. La situación de los intelectuales desclasados había dejado de ser excepcional; se había convertido en algo duradero y desagradable a la vista.