En los cinco años que han pasado desde que el ejército ruso invadió la patria de Tomás, Praga ha cambiado mucho: la gente a la que Tomás encontraba por la calle era distinta de la de antes. La mitad de sus amigos había emigrado y de la mitad que se había quedado la mitad había muerto. Ése es un hecho que no será registrado por ningún historiador: los años que siguieron a la invasión rusa fueron años de entierros; la frecuencia de los fallecimientos fue mucho mayor que antes. No hablo sólo de los casos (más bien infrecuentes) en los que alguien era perseguido hasta la muerte, como Jan Prochazka. A los catorce días de que la radio emitiera a diario sus conversaciones privadas, ingresó en el hospital. El cáncer que probablemente dormitaba desde antes en su cuerpo floreció de pronto como una rosa. Le operaron en presencia de la policía que, cuando comprobó que el novelista estaba condenado a muerte, cesó de interesarse por él y le dejó morir en brazos de su mujer. Pero también morían los que no eran directamente perseguidos por nadie. La desesperanza que se había apoderado del país penetraba por las almas hasta los cuerpos y los destrozaba. Algunos huían desesperadamente del favor del régimen que quería obsequiarles honores y obligarles así a aparecer junto a los nuevos gobernantes. Así murió, huyendo del amor del partido, el poeta Frantisek Hrubin. El ministro de Cultura, ante el cual se escondía desesperadamente, lo alcanzó cuando ya estaba en el ataúd. Pronunció ante él un discurso sobre el amor del poeta a la Unión Soviética. Quizá pretendiera despertar a Hrubin con aquel escándalo. Pero el mundo era tan feo que nadie tenía ganas de levantarse de entre los muertos.
Tomás fue al crematorio a presenciar el funeral por un famoso biólogo expulsado de la Academia de Ciencias. En la nota necrológica no se permitió publicar la hora de las honras fúnebres para que el acto no se convirtiese en una manifestación, y sus deudos no se enteraron hasta el último momento de que la cremación sería a las seis y media de la mañana.
Cuando entraron en la sala del crematorio, Tomás no comprendía qué pasaba: la sala estaba iluminada como un estudio de cine. Miró sorprendido a su alrededor y comprobó que habían colocado cámaras en tres sitios. No, no era la televisión, era la policía la que filmaba el funeral para poder estudiar a los participantes. Un antiguo compañero del científico, que seguía siendo miembro de la Academia de Ciencias, tuvo el valor de despedir al féretro. No contaba con que ese día se convertiría en actor de cine.
Cuando terminaba el acto y ya todos habían estrechado las manos de los familiares del muerto, Tomás vio en un rincón de la sala a un grupo de personas y, entre ellas, al redactor alto y encorvado. Volvió a añorar a aquellas personas que no tenían miedo a nada y estaban seguramente unidas por una gran amistad. Avanzó hacia él, le sonrió, quería saludarlo, pero el hombre encorvado dijo: «Cuidado, doctor, es mejor que no se acerque».
La frase era curiosa. Podía explicársela como una sincera advertencia amistosa («Cuidado, nos están filmando, si habla con nosotros, tendrá un interrogatorio más») o podía tener también un sentido irónico («¡Si no ha tenido el valor suficiente para firmar la petición, sea consecuente y no se junte con nosotros!»). Cualquiera que hubiera sido el significado real, Tomás obedeció y se alejó. Tenía la sensación de que veía a una hermosa mujer subir al coche-cama de uno de los grandes expresos y de que, en el momento en que iba a expresarle su admiración, ella ponía el dedo sobre los labios y no le permitía hablar.