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Como si quisiera premiarlo por su decisión el redactor dijo:

—Aquel artículo sobre Edipo estaba muy bien escrito.

El hijo le dio la pluma y añadió:

—Hay ideas que son como un atentado.

El elogio que le hizo el redactor le había complacido, pero la metáfora utilizada por el hijo le pareció exagerada y fuera de lugar. Dijo:

—Lamentablemente ese atentado sólo me afectó a mí. Gracias a aquel artículo no puedo seguir operando a mis pacientes.

La frase sonaba fría y casi hostil.

Probablemente para eliminar esa pequeña disonancia, el redactor dijo (y sonaba como si pidiera disculpas):

—¡Pero su artículo le sirvió de ayuda a mucha gente!

Las palabras «ayudar a la gente» no le sugerían a Tomás, desde la infancia, más que una sola actividad: la medicina. ¿Que un artículo ayuda a la gente? ¿De qué quieren convencerle esos dos? Han reducido su vida a una pequeña idea sobre Edipo y quizás a algo aún menor: a un «¡no!» primitivo que le había espetado a la cara al régimen.

Dijo (y su voz seguía sonando con la misma frialdad, aunque ni siquiera lo notaba):

—Ignoro que aquel artículo haya ayudado a alguien. Pero como cirujano le he salvado la vida a algunas personas.

Hubo otro momento de silencio. Lo interrumpió el hijo:

—Las ideas también pueden salvarle la vida a la gente.

Tomás veía en la cara de su hijo su propia boca y pensaba: Es curioso ver tartamudear a la propia boca.

—En aquel artículo había una cosa magnífica —continuó el hijo y se notaba que le costaba hablar—: El rechazo a los compromisos. Ese sentido, que ya estamos perdiendo, para distinguir el bien del mal. Nosotros ya no sabemos qué es sentirse culpable. Los comunistas tienen la excusa de que Stalin los engañó. El asesino se excusa diciendo que su madre no le quería y se sentía frustrado. Y tú de pronto dijiste: no existe excusa alguna. Nadie era más inocente en su interior que Edipo. Y a pesar de eso se castigó a sí mismo al ver lo que había causado.

Tomás arrancó con esfuerzo la vista de su propio labio en la cara del hijo y trató de mirar al redactor. Estaba irritado y tenía ganas de que sus opiniones no coincidieran. Dijo:

—¿Saben una cosa?, todo esto es un malentendido. La frontera entre el bien y el mal es terriblemente confusa. Y yo no pretendía en absoluto que alguien fuera castigado. Castigar a alguien que no sabía lo que hacía es una barbaridad. El mito de Edipo es hermoso. Pero castigarlo así…

Hubiera querido añadir algo, pero se dio cuenta de que en la casa podía haber micrófonos ocultos. No le apetecía nada ser citado por los historiadores de los próximos siglos. Más bien tenía miedo de que le citara la policía. Ésa era precisamente la retractación que le pedían. Le desagradaba que ahora hubieran podido oírla de su boca. Sabía que todo lo que una persona dijera en este país puede ser emitido en cualquier momento por la radio. Se calló.

—¿Qué le indujo a cambiar así de opinión? —preguntó el redactor.

—Más bien me pregunto qué me indujo a escribir aquel artículo… —dijo Tomás y en ese momento lo recordó: ella había atracado junto a su cama como un niño enviado en un cesto río abajo. Sí, por eso cogió aquel libro: volvió a las historias sobre Rómulo, sobre Moisés, sobre Edipo. Y ya estaba otra vez con él. La veía apretando contra su pecho una corneja envuelta en una pañoleta. Aquella imagen le produjo placer. Como si le hubiera venido a decir que Teresa vive, que está en ese preciso momento en la misma ciudad que él y que todo lo demás carece por completo de significado.

El redactor rompió el silencio:

—Le comprendo, doctor. A mí tampoco me gusta que se castigue. Pero nosotros no pedimos castigo —sonrió—, nosotros pedimos el levantamiento del castigo.

—Ya lo sé —dijo Tomás.

Ya se había hecho a la idea de que en los próximos instantes iba a hacer algo posiblemente altruista pero sin duda inútil (porque no les iba a servir de nada a los presos) y para él personalmente desagradable (porque se producía en unas circunstancias que le habían sido impuestas).

El hijo añadió (casi suplicante):

—¡Tienes la obligación de firmarlo!

¿Obligación? ¿Su hijo le va a recordar cuáles son sus obligaciones? ¡Ésa era la peor palabra que nadie podía decirle! Volvió a tener ante sus ojos la imagen de Teresa cogiendo la corneja en su regazo. Recordó que ayer la había molestado un social en el bar. Le vuelven a temblar las manos. Ha envejecido. Ella es lo único que le importa. Ella, nacida de seis casualidades, ella, que floreció del lumbago del médico jefe, ella, que está al otro lado de todos los «es muss sein!», ella es lo único que le importa.

¿Por qué sigue pensando si debe firmar o no? No existe más que un solo criterio para todas sus decisiones: no debe hacer nada que pueda perjudicarla. Tomás no puede salvar a los presos políticos, pero puede hacer feliz a Teresa. No sabe hacer ni eso. Pero si firma la petición, lo más seguro es que los sociales irán a visitarla aún con mayor frecuencia y que las manos le temblarán aún más. Dijo:

—Es mucho más importante desenterrar a una corneja que mandarle una petición al presidente.

Sabía que la frase era incomprensible pero precisamente por eso le gustaba aún más. Experimentaba una especie de repentina e inesperada embriaguez. Era la misma negra embriaguez de cuando, tiempo atrás, le comunicó a su mujer que ya no quería verla más, ni a ella ni a su hijo. Era la misma negra embriaguez de cuando echó al buzón la carta en la que renunciaba para siempre a la profesión médica. No tenía la seguridad de estar actuando correctamente, pero tenía la seguridad de estar actuando tal como quería actuar. Dijo:

—No se ofendan ustedes. No voy a firmar.