Hace unos años volvió a inscribírsele en la mente: volvía por la mañana a casa con la leche, como siempre, y, cuando le abrió, apretaba contra su pecho una corneja envuelta en una pañoleta roja. Así es cómo llevan las gitanas a sus hijos. No lo olvidará nunca: el enorme pico acusatorio de la corneja junto a su cara.
La había encontrado enterrada en el suelo. Eso es lo que hacían en otros tiempos los cosacos con sus enemigos. «Lo han hecho los niños», dijo y en aquella frase no había sólo una simple constatación, sino también un repentino rechazo hacia la gente. Se acordó de que hacía poco le había dicho: «Empiezo a estarte agradecida de que nunca hayas querido tener hijos».
Ayer se había quejado de que en el trabajo la había molestado un individuo. Le había echado la mano al collar barato que llevaba y había dicho que debía ser producto de la prostitución. Se había puesto muy nerviosa. Más de lo necesario, pensó Tomás. De pronto se horrorizó al pensar que en los últimos años la había visto tan poco y había tenido tan pocas oportunidades de estrechar largamente las manos de ella entre las suyas para que dejaran de temblar.
Con estas ideas en la cabeza fue por la mañana a la oficina en la que una empleada repartía a los limpiadores el trabajo para todo el día. Un particular había insistido para que fuera precisamente Tomás a limpiarle las ventanas. Fue a aquella dirección a disgusto, temía que volviera a llamarle alguna mujer. No pensaba más que en Teresa y no tenía ganas de ninguna aventura.
Cuando le abrieron la puerta, respiró. Vio ante sí a un hombre alto, ligeramente encorvado. Aquel hombre tenía una barba larga y le recordaba a alguien. Sonrió:
—Adelante, doctor —y lo condujo a la habitación.
Allí estaba un joven. Tenía la cara roja. Miraba a Tomás y trataba de sonreír.
—Creo que no necesito presentarles a ustedes dos —dijo el hombre.
—No —dijo Tomás sin sonreír y le dio la mano al joven.
Era su hijo. Después se presentó el hombre de la barba larga.
—¡Ya sabía yo que me recordaba a alguien! —dijo Tomás—. ¡Claro! Por supuesto que le conozco. De nombre.
Se sentaron en unos sillones entre los cuales había una mesita baja. Tomás era consciente de que los dos hombres que estaban sentados frente a él eran involuntarias criaturas suyas. A su hijo se lo había obligado a hacer su primera mujer y los rasgos de aquel hombre los había dibujado, contra su voluntad, al policía que le había interrogado.
Para alejar aquellos pensamientos dijo:
—¿Bueno, por qué ventana tengo que empezar?
Los dos hombres que estaban sentados frente a él se echaron a reír abiertamente.
Sí, estaba claro que no se trataba de ninguna limpieza de cristales. No había sido invitado a limpiar ventanas, había sido invitado a una trampa. Nunca había hablado con su hijo. Hoy era la primera vez que le daba la mano. No lo conocía más que de vista y no quería conocerlo de otro modo. Deseaba no saber nada de él y quería que su hijo deseara lo mismo.
—Bonito cartel, ¿verdad? —dijo el redactor señalando hacia un dibujo enmarcado en la pared frente a Tomás.
Hasta entonces Tomás no se había fijado en el aspecto del piso. En las paredes había cuadros interesantes, muchas fotografías y carteles. El dibujo que el redactor le señaló había sido publicado en 1969 en uno de los últimos números del semanario, antes de que los rusos lo clausuraran. Era una imitación del famoso cartel de la guerra civil rusa de 1918 que llamaba a las filas del ejército rojo: un soldado con una estrella roja en la gorra y un gesto extraordinariamente severo le mira a uno a los ojos y extiende su brazo con el índice señalándolo. En texto ruso original decía: «Ciudadano, ¿ya te has alistado en el ejército rojo?». Este texto fue reemplazado por un texto checo: «Ciudadano, ¿tú también has firmado las dos mil palabras?».
¡Era un chiste estupendo! Las dos mil palabras fue un célebre manifiesto, el primero, de la primavera del 68, en el que se llamaba a una radical democratización del régimen comunista. Lo había firmado una gran cantidad de intelectuales y la gente corriente también empezó a firmarlo, de modo que se juntó tal cantidad de firmas que nadie era capaz de contarlas. Cuando el ejército rojo invadió Bohemia y empezaron las purgas políticas, una de las preguntas que les hacían a los ciudadanos era: «¿Tú también has firmado las dos mil palabras?». Los que reconocían que habían firmado eran despedidos de su trabajo sin más discusiones.
—Hermoso dibujo. Lo recuerdo —dijo Tomás.
El redactor sonrió:
—Esperemos que el soldado rojo no esté oyendo lo que decimos —y luego añadió en tono serio—: Para aclarar la situación, doctor. Ésta no es mi casa. Es la casa de un amigo. De modo que no es seguro que la policía nos esté oyendo. Sólo es posible. Si lo hubiera invitado a mi casa sería seguro.
Después continuó en un tono más distendido:
—Pero yo parto de la premisa de que no tenemos nada que ocultar a nadie. ¡Además imagínese la ventaja que tendrán los historiadores checos en el futuro! ¡Encontrarán en los archivos de la policía la grabación de la vida de todos los intelectuales checos! ¿Sabe usted el esfuerzo que le cuesta a un historiador de la literatura imaginarse en concreto la vida sexual, digamos, de Voltaire o de Balzac o de Tolstoi? En el caso de los intelectuales checos no habrá ninguna duda. Todo estará grabado. Hasta el último suspiro.
Luego se dirigió a los imaginarios micrófonos de la pared y dijo en voz más alta:
—Señores, como siempre en estos casos, deseo alentarles en su trabajo y darles las gracias en mi nombre y en el de los futuros historiadores.
Rieron los tres un rato y el redactor empezó luego a contar cómo habían cerrado la revista, a qué se dedicaba el dibujante que había hecho aquella caricatura y lo que hacían los demás pintores, filósofos y escritores checos. Después de la invasión rusa todos habían sido expulsados de sus trabajos y se habían convertido en limpiadores de ventanas, guardianes de aparcamientos, porteros de noche, encargados de la calefacción de los edificios públicos y, en el mejor de los casos, casi por recomendación, en taxistas.
Lo que el redactor decía no carecía de interés, pero Tomás era incapaz de concentrarse en aquello. Pensaba en su hijo. Recordaba que hacía ya varios meses que lo veía por la calle. Al parecer no era casual. Le sorprendió verle ahora en compañía de un redactor perseguido. La primera mujer de Tomás era una comunista ortodoxa y Tomás suponía automáticamente que el hijo estaría bajo su influencia. No sabía nada de él. Claro que podía preguntarle directamente cuáles eran sus relaciones con su madre, pero no le parecía elegante hacerlo en presencia de un extraño.
Finalmente el redactor entró en el meollo de la cuestión. Dijo que había cada vez más gente presa sólo por mantener sus ideas y terminó su exposición diciendo:
—Por eso hemos pensado que habría que hacer algo.
—¿Qué quieren hacer? —preguntó Tomás.
En ese momento habló su hijo. Era la primera vez que le oía hablar. Comprobó con sorpresa que tartamudeaba.
—Tenemos noticias —dijo— de que maltratan a los presos políticos. Algunos de ellos están en un estado verdaderamente crítico. De modo que pensamos que sería bueno escribir una solicitud que firmarían los principales intelectuales checos cuyos nombres tienen aún algún peso.
No, no era tartamudeo, era más bien un leve atragantamiento que detenía el fluir de sus palabras, de modo que cada una de las palabras que decía era subrayada y retenida contra su voluntad.
Evidentemente él lo notaba y su cara, que un rato antes había palidecido, volvía a estar roja.
—¿Y quieren ustedes que les aconseje a quién dirigirse en mi especialidad? —preguntó Tomás.
—No —rió el redactor—. No queremos su consejo. ¡Queremos su firma!
¡Una vez más se sintió halagado! ¡Una vez más estaba contento de que alguien no se hubiera olvidado de que había sido cirujano! Se resistió sólo por modestia:
—¡Un momento! ¡Que me hayan echado del trabajo no demuestra que yo sea un médico importante!
—No nos hemos olvidado de lo que escribió para nuestro semanario —le sonrió a Tomás el redactor.
Con una especie de entusiasmo que Tomás probablemente no captó su hijo suspiró:
—¡Sí!
Tomás dijo:
—No sé si mi nombre en una petición puede servirles de algo a los presos políticos. ¿No deberían firmarla más bien los que aún no han caído en desgracia y conservan un mínimo de influencia sobre los que están en el poder?
El redactor se rió:
—¡Claro que deberían!
También se rió el hijo de Tomás, con la risa de quien ha comprendido ya muchas cosas.
—Lo malo es que ésos nunca la firmarán.
El redactor prosiguió:
—Eso no significa que no vayamos a verles. No somos tan amables como para ahorrarles el mal trago —rió—. Debería usted oír sus disculpas. Son fantásticas.
El hijo rió confirmando sus palabras. El redactor continuó:
—Desde luego todos nos dicen que están totalmente de acuerdo con nosotros, sólo que las cosas hay que hacerlas de otro modo: con más táctica, con más prudencia, con más discreción. Tienen miedo de firmar y al mismo tiempo temen que, si no firman, pensemos mal de ellos.
El hijo y el redactor volvieron a reírse juntos.
El redactor le pasó a Tomás un papel con un texto breve, en el que, con un tono relativamente respetuoso, se pedía al presidente de la República que amnistiara a los presos políticos.
Tomás trataba de pensar con rapidez: ¿Amnistiar a los presos políticos? ¿Pero va a darles alguien la amnistía porque la gente desechada por el régimen (o sea nuevos presos políticos en potencia) se lo pidan al presidente? ¡Una petición así sólo puede servir para que no se amnistíe a los presos políticos, aunque diera la casualidad de que quisieran amnistiarlos ahora!
Su meditación se vio interrumpida por su hijo:
—Lo principal es que la gente se entere de que sigue habiendo en este país un puñado de personas que no tienen miedo. Dejar en claro, también, la posición de cada uno. Separar la paja del grano.
Tomás pensaba: Sí, es verdad, ¿pero eso qué tiene que ver con los presos políticos? O se trata de conseguir la amnistía o de separar la paja del grano. Esas dos cosas no son idénticas.
—¿Duda, doctor? —preguntó el redactor.
Sí, dudaba. Pero tenía miedo de decirlo. Frente a él, en la pared, estaba el retrato de un soldado que le amenazaba con el dedo y decía: «¿Aún dudas de alistarte en el ejército rojo?», o: «¿Aún no has firmado las dos mil palabras?», o: «¿Tú también has firmado las dos mil palabras?», o: «¿Tú quieres firmar una petición en favor de la amnistía?». Dijera lo que dijera, amenazaba.
El redactor había dicho ya hacía un momento su opinión acerca de las personas que pensaban que los presos políticos debían ser amnistiados pero eran capaces de presentar mil motivos en contra de la firma de una petición. A su juicio semejantes motivos no eran más que excusas tras las cuales se ocultaba la cobardía. ¿Qué podía decir Tomás?
Se hizo un silencio y de pronto se echó a reír: señaló el dibujo en la pared.
—Ése me está amenazando, me pregunta si firmo o no. ¡Bajo esa mirada es difícil pensar!
Los tres rieron durante un rato.
Tomás añadió entonces:
—Bien. Lo pensaré. ¿Podríamos vernos dentro de unos días?
—Estaré siempre encantado de verle —dijo el redactor—, pero para esta petición ya sería tarde. Queremos llevarla mañana al presidente.
—¿Mañana?
Tomás recordó el momento en que el policía gordo le dio el papel con el texto escrito para que denunciara precisamente a este hombre alto de la barba larga. Todos le fuerzan a firmar textos que él mismo no ha escrito.
El hijo dijo:
—Aquí no hay nada que pensar.
Las palabras eran agresivas pero el tono era casi suplicante. Se miraban ahora a los ojos y Tomás advirtió que, al centrar la mirada en un punto, se le levantaba ligeramente la parte izquierda del labio superior. Conocía esa mueca de su propia cara cuando se miraba atentamente al espejo para controlar si iba bien afeitado. No pudo impedir cierta sensación de malestar al verla en una cara ajena.
Cuando los padres viven con sus hijos desde la infancia, se acostumbran a esas semejanzas, les parecen triviales y, si de vez en cuando las perciben, pueden parecerles divertidas. ¡Pero Tomás hablaba con su hijo por primera vez en la vida! ¡No estaba acostumbrado a sentarse frente a su propio labio torcido!
Imagínese que le amputaran a usted una mano y se la trasplantaran a otra persona. Esa persona se sentaría luego frente a usted y gesticularía con esa mano en su inmediata proximidad. Usted miraría esa mano como si fuera un fantasma. ¡A pesar de ser su propia mano, a la que conoce íntimamente, tendría pánico de que lo tocara!
El hijo continuó:
—¡Al fin y al cabo tú estás del lado de los perseguidos!
Tomás se había estado preguntando todo el tiempo si su hijo le tutearía. Hasta ahora había formulado las frases de modo que pudiese evitar la decisión. Finalmente se había decidido. Le tuteaba y Tomás estaba seguro de que en esta escena no se trataba de los presos políticos, sino de su hijo: si firma, sus dos vidas se unirán y Tomás se verá más o menos obligado a aproximarse a él. Si no firma, su relación seguirá siendo nula como hasta ahora, pero ya no por su voluntad, sino por la voluntad de su hijo que renegará de su padre por su cobardía.
Estaba en la situación del ajedrecista que no tiene ningún movimiento para evitar la derrota y tiene que abandonar la partida. Al fin y al cabo da exactamente lo mismo que firme o que no. Eso no cambiará para nada su suerte ni la de los presos políticos.
—Déme eso —dijo y cogió el papel.