Hace años, al partir de Zurich hacia Praga, Tomás se decía en silencio «es muss sein!» y pensaba entonces en su amor por Teresa. Pero aquella misma noche empezó a dudar de si, en verdad, había tenido que ser: se daba cuenta de que lo que lo había llevado hacia Teresa era sólo una cadena de ridículas casualidades que le habían sucedido siete años atrás (el principio fue el lumbago de su jefe) y de que sólo por esa causa regresaba ahora a una jaula de la que no habría escapatoria.
¿Quiere decir eso que en su vida no hubo ningún «es muss sein!», que no hubo nada realmente ineluctable? Creo que sí lo hubo. No fue el amor, fue la profesión. A la medicina no lo condujo ni la casualidad ni el cálculo racional sino un profundo anhelo interior.
Si es posible dividir a las personas de acuerdo con alguna categoría, es de acuerdo con estos profundos anhelos que las orientan hacia tal o cual actividad a la que dedican toda su vida. Todos los franceses son distintos. Pero todos los actores del mundo se parecen, en París, en Praga y en el último teatro de provincias. Actor es aquél que desde la infancia está de acuerdo con pasar toda la vida exponiéndose a un público anónimo. Sin este acuerdo básico que no tiene nada que ver con el talento, que es más profundo que el talento, no puede llegar a ser actor. De un modo similar, médico es aquél que está de acuerdo con pasar toda la vida y hasta las últimas consecuencias, hurgando en cuerpos humanos. Es este acuerdo básico (y no el talento o la habilidad) lo que le permite entrar en primer curso a la sala de disección y ser médico seis años más tarde.
La cirugía lleva el imperativo básico de la profesión médica hasta límites extremos, en los que lo humano entra en contacto con lo divino. Si le pega usted con fuerza un porrazo a alguien, el sujeto en cuestión cae y deja definitivamente de respirar. Pero de todas formas alguna vez iba a dejar de respirar. Un asesinato así sólo se adelanta un poco a lo que Dios se hubiese encargado de hacer algo más tarde. Se puede suponer que Dios contaba con el asesinato, pero no contaba con la cirugía. No sospechaba que alguien iba a atreverse a meter la mano dentro del mecanismo que él había inventado, meticulosamente cubierto de piel, sellado y cerrado a los ojos del hombre. Cuando Tomás posó por primera vez el bisturí sobre la piel de un hombre previamente anestesiado y luego atravesó esa piel con un gesto decidido y la cortó con un tajo recto y preciso (como si fuese un trozo de materia inerte, un abrigo, una falda, una cortina), tuvo una breve pero intensa sensación de sacrilegio. ¡Pero era precisamente eso lo que le atraía! Ése era el «es muss sein!» profundamente arraigado dentro de él, al que no lo había conducido casualidad alguna, el lumbago de ningún médico-jefe, nada externo.
¿Pero cómo es posible que se deshiciera de algo tan profundo con tal rapidez, con tal energía, con tal facilidad?
Nos hubiera respondido que lo hizo para que la policía no lo utilizara. Pero sinceramente, aunque en teoría era posible (y aunque en efecto se produjeron casos similares), no era demasiado probable que la policía publicase una declaración falsa con su firma.
Claro que uno también tiene derecho a temer que le suceda algo aunque ello sea poco probable. Admitamos esto. Admitamos también que estaba furioso consigo mismo, que estaba furioso por su propia torpeza y que quería evitar cualquier contacto con la policía para que no se incrementase su sensación de impotencia. Y admitamos incluso que de todas formas había perdido ya su profesión, porque el trabajo mecánico que realizaba en el ambulatorio, recetando aspirinas, no tenía nada que ver con lo que la medicina representaba para él. Sin embargo me llama la atención la vehemencia con que adoptó su decisión. ¿No se esconde tras ella algo más, algo más profundo, algo que se escapaba a su razonamiento?