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Cuando Tomás regresó de Zurich a Praga, volvió a trabajar en su hospital como antes. Pero un buen día lo llamó el director.

—Al fin y al cabo, colega —le dijo—, usted no es un escritor ni un periodista, ni un salvador de la nación, sino un médico y un científico. No me gustaría perderlo y haré todo lo posible por mantenerlo aquí. Pero es necesario que retire lo que ha dicho en el artículo sobre Edipo. ¿Tiene usted mucho interés en ese artículo?

—Señor director —dijo Tomás recordando cómo le habían amputado una tercera parte del texto—, jamás ha habido nada que me importase menos.

—Ya sabe de qué se trata —dijo el director. Lo sabía: en la balanza había dos cosas: por una parte su honor (que consistía en no retirar las afirmaciones que había hecho), por la otra aquello que se había acostumbrado a considerar como el sentido de su vida (su trabajo científico y médico). El director continuó:

—Esto de exigir que la gente reniegue públicamente de lo que ha dicho tiene algo de medieval. ¿Qué significa «renegar»? En nuestra época una idea sólo puede ser refutada y no tiene sentido renegar de ella. Y dado que, estimado colega, renegar de una idea es algo imposible, sencillamente verbal, formal, mágico, no encuentro ningún motivo para que no haga usted lo que desean. En una sociedad gobernada por el terror, no hay ninguna declaración que sea vinculante, son declaraciones forzadas y las personas honradas están obligadas a no tomarlas en cuenta, a no oírlas. Tal como le digo, colega, es importante para mí, y lo es para sus pacientes, que continúe usted trabajando.

—Creo que tiene razón —dijo Tomás con cara de infelicidad.

—¿Pero? —preguntó el director tratando de adivinar su pensamiento.

—Temo que me daría vergüenza.

—¿Tiene usted una opinión tan elevada de la gente que le rodea como para que le importe lo que vayan a pensar?

—No, la opinión que tengo de ellos no es demasiado elevada.

—Además —añadió el director—, me han asegurado que no se trata de una declaración pública. Son unos burócratas. Lo que necesitan es tener en sus expedientes constancia de que usted no está en contra del régimen para poder defenderse en caso de que alguien los atacase por haberle dejado trabajar en su puesto. Me han dado garantías de que la declaración será una cuestión privada entre usted y ellos y de que no está previsto hacerla pública.

—Déjeme una semana para pensarlo —dijo Tomás para terminar la conversación.