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Se despertó y comprobó que estaba sola en casa.

Salió a la calle y fue andando hasta el río. Quería ver el Vltava. Quería detenerse junto a la orilla y mirar largamente las olas, porque la visión del fluir del agua tranquiliza y cura. El río fluye de una edad a otra y las historias de la gente transcurren en la orilla. Transcurren para ser olvidadas mañana y para que el río siga fluyendo.

Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo. Estaba en la periferia de Praga, el Vltava había atravesado ya la ciudad, había dejado atrás la gloria del castillo de Hrad-cany y de las iglesias, era como una actriz después de la representación, cansada y pensativa. Fluía entre dos orillas sucias que lindaban con alambradas y muros, tras los cuales había fábricas y campos de juego abandonados.

Estuvo mirando durante mucho tiempo al agua, que allí parecía más triste y oscura y de pronto vio en medio del río una especie de objeto, un objeto rojo, sí, era un banco. Un banco de madera con las patas de metal, uno de los tantos que se encuentran en los parques praguenses. Navegaba lentamente por el medio del Vltava. Y tras él otro banco. Y otro y otro, y es ahora cuando Teresa se da cuenta de que los bancos de los parques de Praga se van de la ciudad río abajo, son muchos, son cada vez más, flotan en el agua como en otoño las hojas que el agua se lleva del bosque, son rojos, son amarillos, son azules.

Miró a su alrededor como si quisiera preguntarle a la gente qué quería decir aquello. ¿Por qué se van río abajo los bancos de los parques de Praga? Pero todos pasaban a su lado indiferentes y les daba exactamente lo mismo que hubiera un río fluyendo de una edad a otra por en medio de su efímera ciudad.

Volvió a mirar el río. Se sentía inmensamente triste. Comprendía que lo que estaba viendo era una despedida.

La mayor parte de los bancos desapareció de su vista, aún aparecieron algunos más, los últimos rezagados, otro banco amarillo más y después otro más, azul, el último.