El embajador dijo:
—Es de la social.
—Si es de la social, debería comportarse con discreción —arguyó Teresa—. ¡Qué clase de policía secreta es ésta si ya no es ni secreta!
El embajador se acomodó en su canapé, con las piernas debajo del cuerpo, tal como se lo habían enseñado en los cursos de yoga. Encima de él sonreía Kennedy en el marquito y les daba a sus palabras un tono de particular consagración.
—Señora Teresa —dijo paternalmente—, los sociales cumplen varias funciones. La primera es la clásica. Oyen lo que la gente dice e informan de ello a sus superiores. La segunda función es la de intimidar. Nos hacen ver que nos tienen en su poder y pretenden que tengamos miedo. Eso es lo que perseguía el calvo en cuestión. La tercera función consiste en organizar montajes que puedan comprometernos. Hoy ya no tiene sentido acusarnos de conspirar contra el Estado, porque lo único que lograrían es que la gente simpatizara aún más con nosotros. Es más probable que intenten encontrar hashish en nuestro bolsillo o que procuren demostrar que hemos violado a una niña de doce años. Siempre se encuentra a alguna niña dispuesta a atestiguarlo.
Volvió a acordarse del ingeniero. ¿Cómo es posible que no haya vuelto nunca? El embajador continuaba:
—Necesitan hacer caer a la gente en la trampa para captarla para su servicio y con su ayuda preparar trampas para más gente y convertir así poco a poco a toda la nación en una sola organización de confidentes.
En lo único en que pensaba Teresa era en que el ingeniero había sido enviado por la policía. ¿Quién era aquel chico tan extraño que se había emborrachado en el bar de enfrente y le había declarado su amor? El calvo de la social se metió con ella por su culpa y el ingeniero la defendió. Los tres jugaban su papel en una escenografía preparada de antemano, cuyo objetivo era despertar en ella simpatía hacia el hombre que tenía la misión de seducirla.
¿Cómo es posible que no se le hubiera ocurrido? ¡Era un piso raro, que nada tenía que ver con aquel hombre! ¿Por qué iba a vivir un ingeniero tan bien vestido en un piso tan mísero? ¿Sería ingeniero? Y si era ingeniero, ¿cómo es que no tenía que trabajar a las dos de la tarde? ¿Y cómo es que un ingeniero leía a Sófocles? ¡No, aquélla no era la librería de un ingeniero! Aquélla parecía más bien la habitación de un intelectual pobre detenido. Cuando ella tenía diez años y detuvieron a su padre, también le incautaron el piso y toda su biblioteca. Quién sabe para qué habrán utilizado después el piso.
Ahora ya sabe por qué nunca volvió. Había cumplido ya su misión. ¿Cuál? El social, cuando estaba borracho, le confesó sin querer: «¡La prostitución está prohibida en nuestro país, no lo olvide!». ¡Aquel supuesto ingeniero atestiguaría que ella se ha acostado con él y que le pidió dinero a cambio! La amenazarán con montar un escándalo y le harán chantaje para que denuncie a la gente que se emborracha en su bar.
—Esa historia no encierra ningún peligro —la tranquilizaba el embajador.
—Espero que no —dijo ella con voz ahogada y salió con Karenin a las calles de la Praga nocturna.